Martin está orgulloso de su hija
Martin se enfadó con Talvi solamente una vez, cuando su hija era pequeña. Dos semanas antes de Año Nuevo, la niña había llegado a casa corriendo. Aliide estaba sola, así que tendría que contestar una pregunta que la niña no era capaz de aguantarse hasta la llegada de su padre.
—¡Mamá! ¡Mamá!, ¿qué es la Navidad?
—Cariño, eso tendrás que preguntárselo a tu padre —respondió ella mientras removía la salsa tranquilamente.
Talvi fue al recibidor a esperar que llegara su padre, se sentó contra la pared de madera y empezó a darle pataditas al tablón que había bajo el umbral de la puerta.
Cuando Martin llegó a casa se enfureció. No por la Navidad, porque para eso seguramente habría tenido una explicación válida. Se enfadó incluso antes de hablar de ello, porque primero Talvi quiso saber qué había sido aquella guerra de liberación que se mencionaba en un libro.
—¿En qué libro?
—En éste —dijo, y se lo entregó a su padre.
—¿De dónde lo has sacado?
—Me lo dio la tía.
—¿Qué tía? ¡Aliide!
—¡Yo no sé nada! —gritó ésta desde la cocina.
—¿Y bien, Talvi?
—La madre de Milvi. Estuvimos jugando allí.
Sin siquiera coger su chaqueta, Martin salió de inmediato, seguido de la niña, para que le indicase dónde vivía Milvi.
Talvi fue la primera en volver a casa, corriendo y llorando; más tarde, antes de la cena, se sentó arrepentida al lado de su padre para hacer las paces. El humo del tabaco entraba lentamente en la cocina y pronto se oyeron las risas de la niña. Aliide acabó de cocinar el pollo a la cazuela y se sentó al lado de las patatas ya casi frías. La salsa que había preparado se enfriaba sobre la mesa, formándosele una película que atenuaba su brillo. Los calcetines sin remendar de Martin esperaban en la silla, debajo de la cual había una cesta llena de lana para cardar. Era evidente que al día siguiente Talvi se burlaría en el colegio de aquellos niños en cuyas casas se celebrase la Navidad. Y, por la noche, Talvi le contaría a su padre cómo le había tirado una bola de nieve al hijo de los Priks, y cómo le había preguntado a otro lo que su padre seguramente le estaría ordenando preguntar a los hijos de familias como ésa: «¿Habéis visto a Jesús por ahí? ¿Tu madre ya está impaciente?». Y su padre la cubriría de elogios, Talvi se pavonearía orgullosa y se enfadaría con Aliide, porque sabría instintivamente que, como de costumbre, su madre le escatimaría elogios. A éstos siempre les faltaría la sinceridad. Su hija crecería con los de Martin, con las historias que él le contaba, que nada tenían que ver con Estonia. Su hija iba a crecer con unas historias que no tendrían nada de auténtico. Aliide nunca podría contarle a Talvi las historias de su propia familia, las que oyó de su madre, aquellas con que se quedaba dormida en sus Nochebuenas infantiles. No podría contarle nada de aquello con lo que ella misma había crecido, así como antes su madre, su abuela y su bisabuela. No le importaba no poder hablarle de su propia historia, pero sí de las otras, de todas aquellas con las que se había criado. ¿Qué clase de persona sería una niña que no compartía ni historias ni anécdotas ni bromas con su madre? ¿Cómo podía ser madre si no tenía a nadie a quien pedir consejo en tal situación?
Talvi no volvió a jugar con Milvi nunca más.
Martin estaba orgulloso de su hija. Declaraba que era una niña maravillosa. Tan maravillosa que había anunciado que de mayor querría un hijo de Lenin. Y a Martin no le importaba nada que Talvi no distinguiese una alquimila de un plantago, una Amanita muscaria de un níscalo, aunque a Aliide le pareciera imposible, con todo lo que había heredado de ella y de Ingel.