30 de mayo de 1950

¡Por una Estonia libre!

Liide ha dejado aquel trabajo en el que molestaba a la gente exigiéndole pagos y cumplir las normas. No ha querido contarme por qué. Quizá haya sido porque le dije que con ese trabajo estaba haciéndole un favor al Demonio, al enemigo del alma y a nadie más. O a lo mejor alguien le dio una paliza. Una vez le pincharon las ruedas de la bicicleta. Liide la trajo al establo de las vacas y me pidió que les pusiese parches, pero me negué. Le dije que los utensilios de un trabajo como el suyo los debía reparar alguien que ya sirviese a ese reino de Satán. Martin se la arregló por la noche.

Cuando me contó con los ojos brillantes que había dejado ese trabajo fue como si esperase alguna clase de agradecimiento por mi parte. Tenía ganas de escupirle, pero sólo seguí acariciando a Pelmi. Conozco muy bien los trucos de Liide.

Después, de repente quiso saber si había visto a alguien conocido en el bosque.

No le contesté.

También quiso saber qué había en el bosque. Y cómo era Finlandia, y por qué yo quería ir allí.

No le contesté.

Estuvo un largo rato intentando enterarse de por qué no me había quedado con los alemanes, ya que en un principio fui tras ellos.

No le contesté.

Ésas no son historias adecuadas para oídos femeninos.

Volví al cuartucho.

Liide no quiere dejarme ir al bosque. No lo quiere admitir, pero soy el único con quien puede hablar sin tener que entonar loas a los comunistas. Todo el mundo necesita a alguien con quien hablar sin tapujos. Por eso no quiere dejarme salir.

El grano está creciendo en mis campos, pero yo no lo veo.

¿Dónde están mis chicas, Linda e Ingel? Voy a enloquecer de preocupación.

Hans Pekk,

hijo de Eerik,

campesino de Estonia