1949, oeste de Estonia

Aliide se guarda un trozo de la colcha nupcial de Ingel

Un par de semanas después de la deportación de Ingel y Linda, Martin, Aliide y el perro se mudaron a la casa. Lucía un sol radiante y el carro de la mudanza se balanceaba traqueteando. A lo largo de aquella mañana, Aliide lo había preparado todo para que nada pudiese salir mal. Había previsto cada movimiento para no confundirse en lo más mínimo: se había levantado de la cama poniendo el pie derecho en el suelo, había cruzado el umbral de la habitación con el mismo pie y también la puerta de entrada; había abierto las puertas con la mano derecha, apresurándose para que no se le adelantara Martin, que era zurdo, y malograse su suerte. Y en cuanto habían llegado a la casa, había corrido para ser la primera en abrir la verja con la mano derecha, lo mismo que la puerta, y entrar con el pie derecho. Todo había salido bien. La primera persona que se había cruzado con el carro de mudanzas había sido un hombre. Buena señal. Si se hubiese tratado de una mujer y la hubiese divisado desde lejos, le habría exigido a Martin que parase y se habría metido entre los arbustos, pretextando un dolor de barriga, hasta que la mujer pasase. No obstante, aunque así hubiera impedido que la mala suerte recayese sobre ella, el carro de la mudanza se habría encontrado primero con una mujer, y Martin también. ¿Y si se hubieran cruzado con otra mujer? Tendría que haberle pedido otra vez a Martin que parase y de nuevo haber corrido tras los arbustos, y entonces él habría empezado a preocuparse. Claro que no podía comentarle lo que traía buena suerte ni sobre el mal de ojo, pues él se habría burlado de que diese crédito a las tonterías de los viejos. Ellos se tenían el uno al otro, a Lenin y a Stalin. Pero, afortunadamente, durante el viaje todo había ido bien. Los dedos de los pies se le encogían de impaciencia y en su pelo brillaba la alegría. ¡Hans! ¡Aliide se había salvado a sí misma y a Hans! ¡Estaban juntos y a salvo!

De vez en cuando, se echaba un vistazo en el espejo de la habitación mientras Martin sacaba cosas del carro, coqueteando con su pletórico reflejo. ¡Lo que hubiese dado porque Martin se ausentase esa misma noche por cuestiones de trabajo o de otra índole! Habría dejado salir a Hans del altillo y pasado toda la velada sentada con él. Pero Martin no iba a ir a ninguna parte, quería inaugurar su nueva casa junto con su esposa, camarada y amante. Aliide dejó caer que tal vez lo necesitarían en el ayuntamiento y le dio a entender que no se enfadaría si tenía otras obligaciones, pero Martin se limitó a reírse de semejante tontería. ¡El Partido podía arreglárselas sin él por las noches, pero su esposa no!

La casa aún olía a Ingel y en la ventana se veían sus huellas, o probablemente las de Linda, porque estaban muy abajo. En el suelo bajo la ventana estaba el pájaro de castaña de la niña, con sus ojos de madera vacíos y las plumas de la cola bien ordenadas. No había nada que indicase una marcha repentina o que hubiesen hecho las maletas a toda prisa: los cajones no se habían quedado abiertos, los armarios no estaban revueltos. Sólo se hallaba de par en par la puerta del armario que Hans había abierto. Aliide la cerró.

Ingel había dejado todo en perfecto orden, limitándose a coger sus vestidos y los de Linda del armario blanco y después a cerrar bien la puerta, aunque siempre había que empujarla despacio y con fuerza a un tiempo, para que no volviese a abrirse. Ingel había empujado la puerta como si no hubiese tenido ninguna prisa. Había vaciado la cómoda de ropa interior y calcetines, pero el mantel en lo alto estaba bien colocado, igual que las alfombras, excepto la que se había arrugado cuando Aliide había intentado impedir que Hans se marchase. Ella no se había fijado antes porque mientras construía el nuevo habitáculo de Hans no había entrado en las habitaciones, había subido directamente al altillo; tampoco se había quedado a merodear por la cocina ni le había preparado comida caliente. Él había insistido en ayudarla con la construcción, pero ella se había negado con rotundidad. Hans estaba emocionalmente inestable, de modo que era mejor que se quedase en el cuartucho lloriqueando y bebiendo el aguardiente que Aliide le llevaba.

Ahora se dio cuenta de que las únicas trazas de desorden se debían al forcejeo que Hans y ella habían mantenido en la cocina. No había señales de que los hombres de la Checa hubiesen buscado armas, pues incluso la despensa se hallaba en orden. A lo mejor, Martin les había advertido que en aquella casa tenían que comportarse, ya que él y su esposa planeaban mudarse allí. ¿Acaso los hombres le habían obedecido? Probablemente no, los chequistas no tenían por qué hacerle caso a nadie. Sólo en el suelo se adivinaba el rastro de su visita: trazas del barro de sus botas. Aliide limpió aquel barro ya reseco antes de empezar a colocar sus cosas en su sitio. Más tarde, tendría que examinar el jardín, seguramente le habrían pegado un tiro a Lipsi allí mismo.

Guardó los vestidos en el armario con la mano derecha y recuperó el buen humor, aunque no hubiera logrado que Martin pasase la noche fuera de casa. Puso su cepillo encima de la mesita bajo el espejo, junto al de Ingel. Colocar sus propias cosas hacía que la casa pareciese suya y de Hans. Nuestra casa. Ella se sentaría allí, a la mesa de la cocina, Hans enfrente, y casi serían como marido y mujer. Liide le prepararía comida, le calentaría agua para el baño y le daría la toalla cuando se afeitase. Haría todas aquellas cosas que Ingel había hecho antes, todas las tareas de una esposa. Sería casi como su mujer. Hans acabaría por descubrir que ella preparaba mejores bizcochos, tricotaba calcetines que se ajustaban mejor y cocinaba platos más deliciosos. Por fin tendría la posibilidad de reparar en lo esbelta y lo dulce que era, ahora que las trenzas de Ingel no estaban para atraer su atención constante. Ahora se vería obligado a hablar con Aliide y no con Ingel. Ahora se vería obligado a verla. Y, sobre todo, ahora Hans tendría que reparar en la especialidad de Liide, lo bien que entendía los secretos y las propiedades curativas de las plantas. En eso siempre había tenido más talento que Ingel, pero nadie se había dado cuenta, porque en una buena ama de casa estonia se apreciaban otras habilidades, como saber amasar el pan o darse maña en el ordeño. ¿Quién se habría percatado de que, mientras Ingel usaba el rábano picante sólo para condimentar los pepinos, ella lo utilizaba también para curar el dolor de estómago? ¡Ahora Hans al fin se percataría! Aliide se mordió el labio. No debía alardear demasiado de sus dotes, el orgullo era el fin de todos los remedios y la humildad el comienzo de cada uno; el silencio, su fuerza.

Martin interrumpió sus pensamientos al agarrarla por las caderas desde atrás, susurrándole «palomita» al oído. Le dijo que estaba orgulloso de su esposa, más orgulloso que nunca, y, rodeándole la cintura, le dio vueltas por la habitación y después la echó sobre la cama y le preguntó si ése era el lecho del amo y qué se hacía allí.

Por la noche, la despertó lo que parecía la llamada de una garza. Martin roncaba a su lado. Apestaba a sudor. El chillido de la garza era el lamento de Hans. Martin siguió durmiendo. Aliide miró fijamente en la penumbra los adornos en forma de tijera del tapiz a rayas que colgaba de la pared; lo había hecho su madre, bordado con sus propias manos. ¿Cuánto oro se habría llevado Ingel? ¿Lo suficiente para comprar su libertad? No podía ser; como primogénita, había recibido de sus padres una cantidad de oro quizá por valor de diez rublos, a lo mejor ni eso. Quizá le llegase para comprar pan el resto de su vida.

Por la mañana, Aliide abrió el cajón inferior de la cómoda, el que tenía el tirador roto y únicamente se abría utilizando un cuchillo, para guardar el cepillo de Ingel, que sólo tocó con la mano izquierda.

En el cajón apareció la colcha nupcial de Ingel. Sobre el fondo rojo tenía bordada una iglesia y una casa de paredes redondeadas; también había un hombre y una mujer. Aliide recortó las estrellas de ocho puntas con la tijera, el zigzag que rodeaba el dibujo de la feliz composición se desprendió arrancándolo con los dedos, el hombre y la mujer desaparecieron. Y de ese modo la vaca se convirtió en tiras de hilo, la cruz de la iglesia en un montón de pelusa. En la colcha también había algo de Aliide bordado: su oveja favorita; su hermana le había enseñado el fruto de su destreza esperando despertar su admiración, pero Aliide no se había entusiasmado en absoluto al ver aquel motivo bordado. Ingel se dio cuenta y se fue a llorar detrás del establo. Aliide tuvo que ir a consolarla, diciéndole que sí, que era una oveja maravillosa, que estaba muy bien bordada, y que aunque ya casi nadie hacía colchas nupciales, que Ingel la hubiera hecho era digno de admiración. Otros podrían pensar que estaba anticuado, pero Aliide no lo creía. Arrulló a su hermana, que por fin se tranquilizó y continuó con el bordado de su colcha nupcial, trabajando en él tardes enteras. Su madre también había tenido una y nunca se había visto esposa más feliz que ella. ¿Acaso podía Aliide argumentar en contra de eso? No podía, pero ahora sí podía arrancar las pezuñas de hilo de su oveja favorita, después el abeto, y al cabo de un rato ya no había ninguna estampa feliz, sólo un fondo rojo y un montón de buena lana, de su propia oveja. Martin echó un vistazo desde el umbral y vio a su esposa de rodillas en medio de un revoltijo de hilos, tijera en mano y con un cuchillo al lado, la nariz enrojecida, el rostro iluminado. No le dijo nada y se alejó de la puerta. La respiración humeante de Aliide se elevó por la habitación como una neblina y pasó por el ojo de la cerradura para extenderse por toda la casa.

Martin fue a trabajar; se oyó la puerta cerrarse tras él. Desde la ventana, Aliide vigiló que llegase a la carretera principal y después bebió un vaso de agua, y también se mojó la cara para calmar el ardor de su respiración. Ahora aquélla era su casa, su cocina. La golondrina que había anidado en el establo de las vacas le traería suerte, suerte de verdad, suerte por todos aquellos hechizos y copas alzadas bajo el escudo de los tres leones de Estonia y por todos aquellos remedios de viejas que nunca le habían funcionado. Podría traerle suerte, y seguramente lo haría, porque los pájaros que traen suerte son justos. Había sido ella quien había salvado la casa de las botas de los rusos y también a su amo. No Ingel, sino ella. Sus tierras ya no le pertenecían, pero la casa sí. Gente desconocida cultivaría sus campos, pero quedaría su dueño, y Aliide, la nueva dueña. No todo estaba perdido.

Limpió los restos de la colcha nupcial y los metió en el armario, tiró los hilos recortados a la cocina de leña, pero se guardó un montoncito para ahumar. Tal vez hubiese bastado con quemarlos, sin embargo había que asegurarse, y siempre le habían dicho que era mejor ahumar. La ropa de los pretendientes rechazados había que ahumarla, y así se había hecho durante siglos en la aldea, para alejar a más de uno. Incluso habían visto a la condesa alemana de la mansión echando la camisa de un hombre al humo, pero Aliide no recordaba cómo había sido, a qué clase de humo la había echado, si al del horno de la casa o a los restos humeantes de la hoguera de San Juan. Cuando era joven tenía que haber prestado mayor atención a lo que contaban los viejos, para no tener que adivinar ahora a qué humo echar los restos de la colcha. Claro que se lo podría preguntar a María Kreeli, o incluso llevarle el montoncito, pues ella sabría qué hacer, pero entonces la anciana se enteraría de lo que se estaba ahumando, y lo esencial en esos casos era no hablar con nadie del asunto. Pero aún había algo más que podía lograrse con ese hechizo, aunque no se acordaba bien. Quizá funcionase igual un hechizo hecho a medias. Se metió el montoncito en el bolsillo del delantal y se quedó sentada en silencio, escuchando la casa, su propia casa, percibiendo su propio suelo bajo los pies. Pronto vería a Hans y por fin se sentaría a la mesa a solas con él.

Aliide se arregló el pelo, se pellizcó las mejillas, se limpió los dientes con el polvo del carbón y se enjuagó la boca a conciencia. Ése era un truco de Ingel, por eso los dientes de su hermana siempre estaban tan blancos. En el pasado, Aliide no había querido imitarla demasiado, así que no había usado el carbón, pero ahora era diferente. Corrió las cortinas de la cocina y cerró la puerta de la habitación para que desde sus ventanas no se pudiese atisbar la cocina. Pelmi corría por el jardín y ladraría si se acercaba alguna visita. Entonces a Hans le daría tiempo de volver al altillo. Habían adiestrado a Pelmi como perro guardián y eso era bueno.

Aliide quería crear un ambiente acogedor en la cocina, así que preparó el desayuno de Hans y lo puso en la mesa, que decoró con flores secas traídas de la habitación. Esa clase de detalles te ponen de buen humor, demuestran amor. Por último, se quitó los pendientes y los escondió en un cajón de la habitación. Eran un regalo de Martin y harían que Hans insinuase cosas fastidiosas. Cuando tuvo todo listo, fue por la despensa hasta el establo de las vacas, abrió la trampilla del altillo, subió y quitó las balas de heno que disimulaban el cuartucho secreto. El nuevo tabique era perfecto. Llamó a la puerta y abrió. Hans salió a gatas, sin mirarla, y se limitó a estirarse durante largo rato.

—Ven a desayunar. Martin se ha ido a trabajar.

—¿Y si vuelve a casa sin avisar?

—No lo hará. Nunca lo ha hecho.

Él la siguió hasta la cocina. Aliide le ofreció una silla y le sirvió café caliente en el tazón, pero Hans no se sentó.

—Aquí huele a ruso —sentenció.

Antes de que Aliide tuviese tiempo de impedirlo, ya había escupido tres veces sobre el chaquetón de Martin, que colgaba del respaldo de una silla. Acto seguido, empezó a olisquear otras huellas de Martin: el plato, el cuchillo, el tenedor, y se paró delante de la jofaina que servía de lavamanos sobre una mesilla. Le dio un golpe a la pastilla de jabón, aún mojada por el aseo matutino de Martin; sopesó en la mano el trozo de alumbre que coagulaba los pequeños cortes del afeitado. Luego vació un cubo de agua jabonosa todavía caliente en el cubo del agua sucia, el alumbre voló detrás y la brocha y la navaja estuvieron a punto de volar también. Aliide lo agarró del brazo.

—No lo hagas.

La mano de Hans seguía levantada.

—Por favor. —Aliide le cogió la brocha de la mano y la colocó en su sitio; también la navaja—. Las cosas de afeitar de Martin están aún dentro del baúl. Lo voy a deshacer hoy y las pondré aquí, su espejo también. Por favor, siéntate a comer.

—¿Hay alguna noticia de Ingel?

—He abierto una botella de zumo de mora.

—¿Ha dormido sobre la almohada de Ingel?

Hans abrió la puerta de la habitación de golpe y, antes de que ella pudiera reaccionar, entró y cogió la almohada de Ingel.

—Sal de ahí, Hans. Podría verte alguien por la ventana.

Pero él se sentó en el suelo abrazado a la almohada, se acurrucó alrededor de ella y la apretó contra su cara. Desde la cocina se oía cómo pretendía inhalar cada resto del olor de su esposa.

—Quiero llevarme a mi escondite la taza de Ingel —dijo, con la voz amortiguada por la almohada.

—¡No podemos amontonar todas las cosas de Ingel en ese cuartucho!

—¿Por qué no?

—No se puede. Sé razonable. ¿No te basta con la almohada? Esconderé la taza en la alacena detrás de otras cosas. Martin no la encontrará. ¿De acuerdo?

Hans volvió a la cocina, se sentó a la mesa, puso la almohada sobre una silla y se sirvió licor de rábano picante, en bastante más cantidad que una simple medicina. Tenía briznas de paja en el pelo. Aliide sintió el impulso de coger un cepillo y peinarlo. Después, de repente, Hans declaró que quería irse al bosque, donde estaban los demás patriotas.

—Pero ¿qué dices? —preguntó una Aliide atónita.

Aseguró que el juramento aún lo obligaba. ¡El juramento! ¡El juramento del ejército de Estonia! ¡Hablar del juramento de un país que ya no existía! Allí estaba sentado, a la mesa de Aliide, removiendo con una cuchara el tarro de miel, cosa que aún podía permitirse gracias únicamente a ella. Otros que decían las mismas locuras corrían por los bosques, perseguidos, hambrientos, vestidos con ropas tiesas por la suciedad, temerosos de recibir un balazo. Sin embargo, ¡aquel señorito podía remover con su cuchara el tarro de miel!

Dijo que no podría soportar el hedor de Martin en su propia casa.

—¿Es que te has vuelto loco ahí en el escondrijo? ¿Te has parado a pensar qué pasaría si aquí hubiese venido a vivir otra persona? ¿Has visto cómo estropean las casas? ¿Habrías querido rusos aquí? ¿Habrías querido que el suelo de tu casa se llenase de cáscaras de pipa y que al andar por él te pareciese pisar escarabajos? ¿Y cómo piensas que llegarás a tu bonito bosque? Esta casa también está bajo vigilancia. Estamos tan cerca del bosque que los agentes de la NKVD están seguros de que algunos partisanos vienen aquí a buscar comida.

Hans paró de remover la miel, se metió la almohada y la botella del licor medicinal bajo el brazo y se levantó para volver al altillo.

—No hace falta que te vayas ya, Martin aún tardará.

Hans no hizo caso, sólo dio un puntapié al barril de cerveza que estaba junto a la puerta de la habitación pequeña; el barril se volcó y golpeó contra el suelo. Pasó de la despensa al establo de las vacas y de allí al altillo. Aliide recogió el barril de roble y fue tras Hans. Se apoyó al otro lado de la pared nueva. Tuvo ganas de contarle que casi ninguno de sus amigos seguía vivo, pero se limitó a decir en voz baja:

—Hans, no lo estropees todo con tu estupidez.

Aliide estornudó. Tenía algo dentro de la nariz. Al sonarse, vio una pelusilla roja en el pañuelo: la colcha nupcial de Ingel.

En ese instante se dio cuenta de que Hans no la había mirado a los ojos ni una sola vez, aunque era lo que ella había soñado durante años y pese a que había contemplado hasta la saciedad cómo las miradas de Hans e Ingel se cruzaban en medio de las tareas, cómo las pestañas de él se humedecían por la añoranza y cómo el deseo hacía que le latiese una vena en los párpados. Aliide había soñado con experimentar algo similar algún día, poder mirar a Hans sin riesgo de que Ingel advirtiese que su hermana menor miraba a su marido de ese modo, y lo que significaría que él respondiese a su mirada. Y ahora que era posible, no lo había hecho. Ahora que necesitaba la mirada de Hans para ser fuerte, para ser pura, para no desmoronarse, él ni siquiera lo había intentado. Ahora, la pelusilla de la colcha nupcial de Ingel le picaba en la nariz, el pájaro de castaña de Linda la miraba mudo desde la esquina del armario y Hans seguía pensando en su esposa y no reconocía a Aliide como su salvadora. Tan sólo repetía que si los ingleses acudían a salvarlos las cosas se arreglarían; irían los americanos, Truman, Inglaterra, la salvación llegaría en oleadas tan blancas que sólo existiría un blanco más blanco: el de la bandera de Estonia.

—¡Vendrá Roosevelt!

—Roosevelt está muerto.

—¡Occidente no nos olvida!

—Ya nos olvidó. Ganó y se olvidó.

—Eres una persona de poca fe.

Aliide no replicó. Algún día entendería que su salvador no llegaría del otro lado del océano, sino de allí, que estaba ante él, dispuesta a lo que fuese, a aguantar hasta el final sólo con la fuerza de una mirada. Aunque ahora Aliide era la única persona en la vida de Hans, aun así no la miraba. Pero eso cambiaría algún día. Sin duda. Porque sólo con Hans las cosas tenían sentido. Sólo a través de él ella existía.

Las paredes crujían, el fuego crepitaba en la cocina de leña, las cortinas corridas ante los ojos de cristal de la casa respiraban con pesadez, y Aliide aplastó sus esperanzas. Les ordenó quedarse quietas a la espera de un momento más propicio. Había estado demasiado ansiosa, demasiado impaciente. No debía apresurarse, porque una casa construida con prisas no se aguanta en pie. Paciencia, Liide, paciencia, trágate tu decepción, aparta esa vanidad que te hacía pensar que el amor llegaría en cuanto la gata estuviese fuera de casa. No seas estúpida. Ahora coge la bicicleta, ve a dar tu paseo diario y vuelve a ordeñar las vacas, todo va bien. Aliide se consolaba y comprendía lo infantiles que habían sido aquellas fantasías tejidas en tan pocos días. Claro que Hans necesitaba tiempo. Habían pasado demasiadas cosas en muy pocos días, tenía la cabeza en otra parte, pero Hans no era una persona desagradecida. Aliide disponía de todo el tiempo para esperar buenas palabras. Aun así, los ojos se le llenaron de lágrimas, igual que a un niño enrabietado, y el enojo le quemaba la boca. Los desayunos que preparaba Ingel siempre habían sido premiados con besos tiernos y arrumacos. ¿Cuánto tendría que esperar ella para que simplemente le diese las gracias?

El cadáver de Lipsi apareció cerca de la casa. En sus ojos ya revoloteaban insectos parecidos a moscas.

Aliide se había imaginado que después de haber reemplazado a Ingel ya no la torturaría el pensamiento de lo que estarían haciendo su hermana y Hans en casa en el mismo momento en que ella cenaba con Martin en cualquier lugar. Creía que ya no se torturaría imaginando a Ingel hilando con su rueca por la noche y Hans a su lado tallando madera, mientras ella intentaba entretener a Martin en casa de los Roosipuu.

Sin embargo, la angustia se presentó en la nueva casa con ropa nueva e hizo que Aliide no pudiera dejar de pensar en Hans. Si estaría despierto o quizá dormía. Tal vez estuviera leyendo un periódico, ese nuevo que ella le había llevado, o a lo mejor aquellos viejos que había trasladado al escondrijo. A decir verdad, no había otro lugar donde esconder la prensa de la época anterior a los rusos. O un libro, ¿estaría quizá leyendo un libro? Resultaba muy difícil conseguir libros que pudiesen interesarle a Hans. También se había querido llevar la Biblia, la de familia. Mejor, porque de lo contrario tendrían que haberla utilizado para prender la leña.

Las noches de Aliide y Martin en la casa nueva seguían el mismo patrón de siempre. Martin hojeaba el periódico, se limpiaba las uñas con un cuchillo y de vez en cuando leía en voz alta fragmentos de noticias, a los que añadía sus opiniones. ¡Los sueldos en el campo tendrían que subir! Sí, claro, asentía Aliide con la cabeza, claro que sí. ¡Aldeas con gestión colectiva! ¡Trabajar los domingos de verano! Aliide asentía sin el menor asomo de duda, pero en realidad estaba pensando en Hans, que se hallaba a apenas unos metros de distancia, y masticaba carbón para tener los dientes igual de blancos que Ingel. ¡Gente joven para implantar el comunismo en el campo! Sí, Aliide estaba totalmente de acuerdo, todos los que tenían piernas fuertes se habían largado a las ciudades.

—Aliide, estoy tan orgulloso de que no quieras abandonar del campo…

Ella asintió con la cabeza.

—¿O habría deseado ir a Tallin mi palomita? Todos mis antiguos camaradas están allí, donde un hombre como yo sería útil.

Aliide negó con la cabeza. Pero ¿de qué estaba hablando? Ella no podía irse de allí.

—Sólo quiero estar seguro de que mi palomita está contenta.

—¡Aquí se está bien!

Martin la abrazó bruscamente y la llevó en volandas por la cocina.

—No podría tener mejor testimonio de que mi querida palomita desea participar en la construcción de este país. El trabajo de base hay que hacerlo en el campo, ¿verdad? He pensado en proponer que el koljós compre un nuevo camión. Podríamos llevar gente a la Casa de Cultura para que vean películas sobre los logros de nuestra gran patria, y por supuesto para que también asistan a las clases nocturnas. Eso levanta la moral. ¿Qué te parece?

Martin volvió a sentarla en su silla y siguió haciendo planes con entusiasmo. Aliide asentía cuando convenía. Retiró de la mesa las briznas de paja caídas de la manga de Hans al mediodía y se las guardó en el bolsillo. ¿Tal vez a Martin le habían ofrecido algún puesto en Tallin? En caso de ser así, ¿no se lo diría directamente? Volvió a cardar el lino mientras el fuego crepitaba en la cocina y ella observaba a su marido de reojo, pero su comportamiento era el de siempre. Se había asustado sin motivo. Sólo había creído que su mujer deseaba vivir en Tallin. Y claro que lo haría si Hans no existiese. Hasta le costaba salir en bicicleta para recaudar los impuestos, aunque no era necesario que lo hiciese a diario. Aun así, pedaleaba de regreso a casa siempre con el miedo silbando en las ruedas: ¿habría estado alguien inspeccionando la casa en su ausencia? Sin embargo, nadie se atrevería a entrar a la fuerza en el hogar de un dirigente del Partido, ¿verdad que no? Martin podría arreglar las cosas para que ella pudiese repartir su turno con otra persona. Él entendería que su esposa quisiera cuidar mejor de su casa y su jardín.

Mientras tanto, el oro robado a los deportados a Siberia se convertía en dientes nuevos en nuevas bocas, las sonrisas doradas competían en brillo con el sol, y a su alrededor, en el país, crecían las miradas esquivas y las expresiones furtivas. En los mercados, en las carreteras y en los campos, era fácil toparse con una corriente interminable de ojos de iris negros ya grisáceos y el blanco enrojecido. Cuando las últimas fincas desaparecieron engullidas por los koljós, las palabras directas se volatizaron y se quedaron flotando entre líneas. A veces, Aliide pensaba que aquel ambiente se había filtrado en Hans a través de las paredes. Que él seguía el mismo código de conducta indefinido por el cual la gente evitaba mirarse, y que también Aliide observaba. Quizá Hans se lo había contagiado. O quizá ella se había contagiado fuera y se lo había pasado a él.

La única diferencia entre Hans y el resto de la gente de mirada esquiva era que él seguía hablando sin titubear. Su mente seguía creyendo en lo mismo, pero su cuerpo cambiaba a medida que lo hacía el mundo exterior, aunque no tuviese un contacto real con él.