Las tribulaciones de Aliide Truu
Martin no le había dicho por qué quería que fuese al ayuntamiento aquella tarde, y por eso le resultaba difícil. «¿Está usted segura, camarada Aliide?». La voz de aquel hombre le rondaba la cabeza. Ella sólo estaba segura de que tenía que aferrarse a Martin. En el portal de la casa, al palparse la ropa en busca de cigarrillos, comprobó que su pitillera estaba casi vacía, así que volvió a entrar, aunque sabía que le traería mala suerte. Intentó liar los cigarrillos, pero no fue capaz, le temblaban las manos, tenía ganas de llorar y la blusa empapada en sudor, y sentía frío, mucho frío. Logró contener el hipo y liar unos cigarrillos, y después salió a la calle con paso inseguro. El niño de los Roosipuu le lanzó una piedra y corrió a esconderse detrás de un arbusto. Aliide oyó su risa nerviosa pero no se volvió. Afortunadamente, los demás Roosipuu estaban ocupados con sus tareas domésticas, nadie aparte del crío podía ver su torpeza y el sudor que perlaba su labio superior; incluso la cocina de los Roosipuu le resultaba más atractiva que el ayuntamiento. Ya en la calle principal, se arrepintió un par de veces y desanduvo el camino, para luego encaminarse de nuevo hacia el ayuntamiento. Cuando un gato negro cruzó la calle, escupió tres veces por encima del hombro. «¿Está usted segura, camarada Aliide?». A medio camino, encendió un cigarrillo y se detuvo para fumarlo. Unos pájaros la asustaron y reanudó su trayecto, mordisqueándose las palmas de las manos, que le picaban. Al rascárselas sólo consiguió enrojecerlas, así que intentó calmar la piel mordiéndose las zonas que le hormigueaban. «¿Está usted segura, camarada Aliide?». Antes de llegar se fumó otro cigarrillo; los dientes le castañeteaban, tiritaba de frío y la lengua se le agrietaba por la sequedad, pero debía seguir adelante, hasta el ayuntamiento. Por allí pululaba mucha gente. El tubo escape de un coche emitió un leve estallido que la sobresaltó. Las rodillas no la sostenían, así que se agachó fingiendo limpiarse el bajo de la falda. Sus chanclos de goma de antes de la anexión estaban manchados de barro, pisó un charco y se metió las manos temblorosas en los bolsillos, pero allí tocó los papeles del canon que se cobraba por no tener hijos, así que volvió a sacarlas. Al mediodía había llamado a la puerta de dos familias que no tenían hijos y de tres que tenían pocos. Nadie la había dejado entrar. En el ayuntamiento había un trasiego de hombres que acarreaban sacos de arena al interior; el montón ya tapaba una de las ventanas hasta la mitad. Por los murmullos de los que salían y entraban podía deducirse que esperaban un ataque de los bandidos.
El edificio estaba lleno de gente, aunque ya eran más de las siete. Se oía el repicar de una máquina de escribir. La gente iba y venía con pasos apresurados y ansiosos. Furtivamente, miró pasar una cazadora negra. Las puertas se abrían y cerraban. Carcajadas de borracho. La risa tonta de una chiquilla. Una mujer mayor se quitaba los chanclos de goma para dejar a la vista unos delicados zapatos de tacón; sacudía la cabeza arreglándose los rizos y sus pendientes destellaban como una espada desenvainada en la penumbra del pasillo.
«¿Está usted segura, camarada Aliide?».
En el pasillo olía a armas.
—¡Lenin, Lenin y siempre Lenin! —gritó alguien.
Las grietas de las paredes claras se veían difuminadas, como si se movieran. En el umbral del despacho de Martin olfateó un frío tufo a alcohol. Dentro había tanto humo que estaba oscuro y no se veía bien.
—Siéntate.
Aliide localizó a Martin por la dirección de su voz; estaba de pie en una esquina secándose las manos con una toalla, como si acabara de lavárselas. Aliide se sentó en la silla que le ofreció su marido, el sudor le humedecía las axilas y se pasó la mano por el labio superior para enjugárselo. Martin se inclinó para besarla en la frente y apretarle un pecho con suavidad. La lana de la chaqueta de él le rozó la oreja. En su frente quedó una huella húmeda.
—Mi palomita tiene que ver una cosa.
Aliide volvió a enjugarse el labio superior y trabó los tobillos tras las patas de la silla.
Martin la soltó, apartó la boca de su oreja y fue a buscar unos papeles a la mesa. Le entregó uno; las manos de Aliide casi no aguantaron el peso. Miraba fijamente al frente. Martin estaba de pie a su lado. El papel se le cayó de las manos al regazo, sintió calor en los muslos, aunque el frío le había entumecido la piel y blanqueado los dedos. La respiración de su marido sonaba como una ventisca allí dentro. La boca se le llenó de saliva, pero no se atrevió a tragarla. Tragar era una señal de nerviosismo.
—Léelo.
Aliide fijó la mirada en el papel.
Era una lista. Una lista de nombres.
—Repásalos.
Aliide empezó a ordenar las letras para formar palabras y él la observó con suma atención.
En una línea vio los nombres de Ingel y Linda.
Los ojos de Aliide se detuvieron. Martin lo advirtió.
—Toda esa gente se va.
—¿Cuándo?
—La fecha está en la esquina superior del papel.
—¿Y por qué me lo enseñas?
—Porque no tengo secretos para mi palomita.
Martin esbozó una amplia sonrisa, sus ojos brillaban. Adelantó una mano y acarició el cuello de su esposa.
—Mi palomita tiene un cuello tan bonito, tan delicado y delgado…
A la salida del ayuntamiento, Aliide se paró a saludar a un hombre que estaba fumando ante la puerta. Éste comentó asombrado lo especial que era aquella primavera.
—Muy adelantada viene. ¿Será un presagio?
Ella asintió con la cabeza y se alejó para fumar un cigarrillo detrás de los árboles sin llamar la atención. Una primavera especial. Siempre habían temido a las primaveras y los inviernos especiales. El de 1941 había sido un invierno especial, muy frío. Y los años 1939 y 1940. Años especiales, estaciones especiales. La cabeza le daba vueltas. Y allí estaban otra vez. Una estación especial. Los años especiales se repetían. Su padre tenía razón, las estaciones especiales presagiaban circunstancias especiales. Debería haberlo sabido. Aliide sacudía la cabeza como si así pudiera aclararse las ideas. En aquellos momentos no tenía tiempo para predicciones de viejos, porque nunca te decían nada sobre cómo había que actuar cuando llegaba una estación especial, aparte de preparar las maletas y esperar lo peor.
Resultaba evidente que Martin quería ponerla a prueba, ver si era digna de confianza. Si Ingel y Linda se escapaban o no estaban en casa la noche fijada, él sabría quién era la responsable. Su dolor de muelas se recrudeció y se le extendió hasta el mentón.
Se llevarían a Ingel y a Linda, pero no a ella, y tampoco a Hans. Tenía que pensar en él. Tendría que insistir para que Martin arreglase el papeleo a fin de mudarse a casa de Ingel después de que la hubiesen deportado; ninguna otra casa sería lo suficientemente buena para Aliide, ni una más elegante, ni una más grande ni más pequeña, ninguna otra. Durante los días siguientes, tendría que ponerse guapísima y trabajarse a su marido en la cama por la noche para que arreglase el asunto. ¡Y los animales se quedarían, claro! Ella no iba a criar bichos de otra gente. ¡Maasi era su vaca! Si se encontraba con un establo vacío, Martin debería dar caza a los ladrones y mandarlos a Siberia. Se asustó de la cólera que la invadió al pensar que alguien pudiese tocar sus animales. Porque ahora eran suyos, Ingel sólo ordeñaría las vacas unos días más. Podrían llevar una vaca al establo del nuevo koljós que estaban fundando y, de ese modo, cumplir las normas. Pero, más tarde, Martin tendría que hacer un apaño para conseguir que se la devolviesen. En cualquier caso, nadie iba a ir a contar los animales del establo de un dirigente del Partido.
Estaba claro que Aliide no había querido pensar primero en lo esencial: ¿cómo conseguiría esconder a Hans cuando Martin durmiese bajo el mismo techo? Hans no roncaba, pero ¿y si empezaba a hacerlo? ¿Y si estornudaba de noche o le entraba tos? Cuando había visitas, era capaz de permanecer sin hacer ningún ruido, pero ¿qué ocurriría cuando Martin viviese en la misma casa? Con éste no funcionarían las historias sobre el fantasma de la bisabuela. Aliide se tocó la frente y las mejillas. ¿Cuánto tiempo había pasado allí de pie? Se encaminó hacia su casa. Tenía en la boca el sabor de la sangre. Se había mordido una mejilla. El altillo. Tenía que llevar a Hans al altillo, o al sótano. Habría que construir un sótano debajo de la despensa o el trastero. O acondicionar la parte del altillo que quedaba encima del establo. Estaba lleno de paja y las balas de heno impedían ver lo que había. Si se construyera un cuartucho allí, nadie lo notaría. Se podría hacer detrás de las balas. Y puesto que era ella quien daría de comer a las vacas, tendría que ir asiduamente a echarles heno por la trampilla. Era probable incluso que Martin nunca fuese al establo: no sabía ordeñar y los animales no le gustaban; de niño, una gallina casi le había sacado un ojo de un picotazo y una vaca le había dañado un pie de un pisotón. No era extraño que no se llevase bien con los animales. Además, éstos también hacían ruido: Hans podría toser y estornudar en paz. Y allí las vigas eran más gruesas, y entre los tablones había treinta centímetros de arena. No se oiría nada.
Aliide construiría el cuartucho sin ayuda de nadie en cuanto se hubiesen llevado a Ingel y a Linda. En la parte del altillo que utilizaban como trastero ya había unas tablas preparadas. Después, solamente tendría que colocar un tabique de paja delante. Lo mejor sería preparar balas que fueran fáciles de mover y no llamasen la atención de nadie que subiera allí.
Cuando Aliide iba a visitar a Ingel, a veces la miraba con fijeza, pero a veces no podía sostenerle la mirada. Después de aquella primera noche en el ayuntamiento, había intentado evitar su mirada, igual que su hermana había empezado a evitar la suya; pero tras haber visto las listas sentía una necesidad imperiosa de visitarla sólo para verla. Algunas veces acudió sin permiso en plena jornada laboral; tenía que mirar a su hermana de modo que su imagen se quedase grabada en su memoria, ya que quizá no volvería a verla. Aliide la espiaba a escondidas, mientras Ingel se ocupaba de los animales, les llevaba trébol a las vacas lecheras o estaba absorta en sus tareas.
Lo mismo pasaba con Linda. Después de aquella noche en el ayuntamiento, se había quedado casi muda. Tan sólo decía sí y no, y únicamente cuando le preguntaban algo, pero si la pregunta la formulaba un desconocido, ni siquiera eso. Ingel había tenido que explicar a la gente de la aldea que la niña había estado a punto de ser arrollada por un caballo desbocado y que a causa del terrible susto había dejado de hablar. Seguramente con el tiempo se le pasaría. En la cocina, Ingel charlaba y reía por las dos, para que a Hans no le extrañase el silencio de Linda.
Una vez, Aliide sorprendió a la niña pinchándose la mano con un tenedor. Parecía ausente y al mismo tiempo concentrada; las tirantes trenzas le apretaban las sienes y no había visto a su tía. Apuntaba al centro de la palma y, con la mirada fija, su expresión no cambiaba cuando el tenedor le pinchaba, sólo abría la boca.
En el interior de Aliide una voz alentaba a Linda a pincharse otra vez, cada vez más fuerte, con todas sus fuerzas, pero en cuanto fue consciente de ello, el remordimiento la acalló. Aquello no se podía pensar, eran malos pensamientos, y el que tenía malos pensamientos era alguien malo. Debería acercarse a Linda, estrecharla entre sus brazos y acariciarla, pero era incapaz. No quería tocar a aquella criatura, le daba asco, le daba asco su propio cuerpo y el de su sobrina y aquella fina película cerosa que le cubría la piel. La niña seguía pinchándose con el tenedor y Aliide miraba cómo la palma se le enrojecía. Apretó los puños. Lipsi ladró en el jardín. El ladrido sacó a Aliide de su estupor. Linda, con la mirada vidriosa, no se movió; aunque todavía aferraba el tenedor, ya no se laceraba. Su tía se lo quitó de la mano cuando Ingel entraba en la cocina. La niña salió corriendo.
—¿Qué ha pasado?
—Nada.
Ingel no siguió preguntando, sólo dijo que aquélla sí era una primavera excepcional.
—Dentro de nada, podremos salir al campo en mangas de camisa.
Se acercaba el día. Dos semanas, trece días, doce, once, diez noches, nueve, ocho, siete tardes. Al cabo de una semana ya no estarían allí. La casa ya no sería de Ingel, que no volvería a fregar aquellos platos ni a dar de comer a aquellas gallinas. No prepararía la comida en aquella cocina ni tintaría hilos. No removería la salsa para Hans, no lavaría el pelo de Linda con agua y cenizas de abedul. No volvería a dormir en aquella cama. Sería Aliide quien dormiría allí.
Aliide resoplaba sin parar, respirando por la boca, porque sus fosas nasales no tenían bastante fuerza para aspirar. ¿Y si los que decidían esas cosas cambiaban de opinión? ¿Y por qué? ¿Y si alguien más se enteraba y alertaba a Ingel? ¿Quién? ¿Quién querría ayudarla? Nadie. ¿Por qué estaba tan intranquila? ¿Qué le estaba pasando? Todo estaba decidido. A ella la dejarían en paz. Sólo tendría que esperar una semana más y después se mudaría.
Martin le susurraba por las noches que pronto irían a la casa nueva, y su mano descansaba sobre el cuello de Aliide, sus labios sobre sus pechos, mientras yacían en su pequeña habitación y los niños de los Roosipuu armaban jaleo. El taconeo de gente desconocida, el tiempo que corría sin tregua, seis días, cinco noches, las agujas del reloj que giraban como las aspas del molino y convertían en polvo quince años de velas en el árbol de Navidad y adornos navideños hechos con cáscaras de huevo, tartas de cumpleaños, salmos que Ingel había cantado en el coro y canciones infantiles que había repetido desde niña y después le había enseñado a Linda: Meie kiisul kriimud silmad… («Nuestro gato de ojos astutos…»). Aliide tenía polvo en los ojos y los globos oculares surcados por venillas de hielo. Ya nunca más se sentaría a la misma mesa con Ingel y Linda. Nunca más habría una mañana como aquella en que juntas volvieron caminando del ayuntamiento. Había amanecido, el aire matinal estaba fresco y sereno. Un kilómetro antes de llegar a casa, Ingel había hecho parar a Linda para trenzarle de nuevo el pelo: tras peinárselo con los dedos, se lo había alisado y había empezado a hacerle unas apretadas trenzas. Estaban en pie en medio de la carretera que llevaba a la aldea. El sol ya había salido y en alguna parte habían cerrado una puerta de golpe. Mientras Ingel trenzaba el pelo de su hija, Aliide se agachó y apoyó las manos en la carretera, tocando las pequeñas piedras calizas, sin mirar a las otras dos. De repente, notó que la sed le cerraba la garganta y corrió hasta la acequia para beber a dos manos. Sintió el sabor de la tierra y el agua. Ingel y Linda ya se habían alejado cogidas de la mano, sin esperarla. Aliide las siguió hasta la puerta de la casa. En el umbral, su hermana se volvió hacia ella y le dijo:
—Lávate la cara.
Aliide se llevó las manos a las mejillas y se frotó, al principio sin sentir nada, pero después notó que tenía la parte baja de la cara cubierta de mocos y el cuello mojado. Se limpió la nariz, la barbilla y el cuello con la manga. Cuando Ingel por fin abrió la puerta y entraron en su familiar cocina, se sintieron unas extrañas.
Su hermana empezó a preparar unas tortitas.
Linda dejó un bote de confitura de frambuesa en la mesa.
Las oscuras frambuesas parecían sangre coagulada.
Aliide echó a Lipsi. Se sentaron a la mesa con sus platos de tortitas. Le dieron miel a Linda para que las untase y el bote de confitura fue pasando de mano en mano, los platos brillaban como claras de huevo, los cuchillos cortaban, los tenedores repiqueteaban. Tomaron las tortitas con labios gomosos, los ojos brillantes y secos, la piel cerosa, tirante y seca.
Faltaban cinco días. Aliide se despertó por la mañana. En su cabeza aún resonaba la canción «Nuestro gato de ojos astutos, sentado en un tocón en el bosque…», en la voz de Ingel. Se incorporó y se sentó en el borde de la cama: aquella canción no desaparecía, la voz no cesaba. Estaba segura de que su hermana y su sobrina volverían.
Se quitó el camisón de franela, piip oli suus ja kepp oli käes («con la pipa en la boca y el bastón en la mano»), haciéndose un lío con la enagua y las gomas del liguero. Una vez puestos el vestido y la chaqueta, atravesó la cocina con el pañuelo en la mano, salió y cogió su bicicleta, pero la dejó: cruzaría los campos por el camino más corto hasta el ayuntamiento, hacia donde Martin ya se había ido antes. Echó a andar mientras se arreglaba el pelo de cualquier manera; sin detenerse, se ató el pañuelo en la cabeza y apretó el paso; los chanclos chacoloteaban porque le iban grandes, su chaqueta ondeaba al viento. Cruzó los campos de primavera y las carreteras, salvó las zanjas donde el agua corría rumorosa, por el camino más corto, mientras Ingel cantaba en sus oídos kes ei möistnud lugeda, see sai tukast sugeda («el que no sabía leer recibía un tirón de pelo»). Cantaba sobre la tierra escarchada y las primeras aves migratorias volaban en formación de uve al son de su hermana, impulsando a Aliide, que corría sin parar. No se detuvo hasta que encontró a Martin, que estaba hablando con un hombre de cazadora de piel oscura. Los ojos de su marido acallaron la voz de Ingel. Le dijo al hombre que seguirían más tarde y cogió a Aliide por el hombro pidiéndole que se tranquilizase.
—¿Qué ha pasado?
—Volverán.
Martin sacó del bolsillo su petaca, desenroscó el tapón y se la ofreció. Ella bebió un sorbo y tosió. Martin se la llevó a un lado y la hizo beber otro sorbo.
—¿Has hablado con alguien?
—No.
—Sí has hablado.
—¡No!
—Y entonces, ¿qué ocurre?
—¡Que volverán!
—Stalin no permite que esas cosas ocurran. —Martin la arropó con su chaqueta y las piernas de Aliide dejaron de temblar tras el largo recorrido—. Y yo no las dejaré volver para que asusten a mi dulce palomita.
Aliide fue andando hasta casa de Ingel. En el sendero que llevaba al jardín, debajo de los sauces blancos, se detuvo. Oyó a los perros y los gorriones, el murmullo de una primavera excepcionalmente temprana, y aspiró el olor de la tierra húmeda. ¿Cómo se podía abandonar un sitio como aquél? Imposible. Aquella tierra era su tierra, había salido de ella y allí se quedaría, no se iría de allí, no la abandonaría, eso no, ni a Hans ni a su tierra. ¿Había querido escapar realmente cuando había tenido la oportunidad? ¿O sólo se había quedado porque Hans le había pedido que cuidase de Ingel?
Le dio una patada a un montículo de tierra al lado del sembrado. El montículo cedió. Su montículo.
Pasó junto a la cerca del jardín, las ramas desnudas de los abedules colgaban hacia el suelo. En el jardín, Linda jugaba y cantaba:
Viejecito, viejecito de sesenta y seis,
un diente y medio tiene en la boca.
Tiene miedo de un ratón, tiene miedo de una rata,
tiene miedo de un saco de harina en el rincón.
Vio a su tía, que se detuvo. La canción se interrumpió. Los ojos de la niña la miraron con rechazo, unos ojos grandes y fríos, como pozos oscuros. Aliide volvió a la carretera.
«Tiene miedo de un ratón, tiene miedo de una rata…».
Por la noche, Martin no quiso desvelarle sus planes, se limitó a decir que al día siguiente arreglarían el asunto. Faltaban tres días. Martin le ordenó que se calmase. Ella no era capaz de dormir.
Antes del alba, el urogallo ya daba sus gritos de reclamo.
El trayecto hasta el ayuntamiento fue como andar sobre el filo de un hacha. Cuando Aliide agarró el picaporte, recordó de repente cómo una vez la lengua se le había quedado pegada al metal helado. No se acordaba de la situación en sí, únicamente de la sensación de la lengua contra el acero congelado; a lo mejor había sido con un hacha, no recordaba cómo se había soltado, qué le había pasado, simplemente volvió a experimentar la misma sensación al entrar. Fue directa a los brazos de Martin, que la estaba esperando. Le dieron lápiz y papel. Enseguida comprendió. Tendría que firmar con su nombre testimonios tan contundentes que el retorno sería imposible.
Olía a alcohol frío, el dibujo de espiguilla de la chaqueta de Martin se difuminó ante sus ojos. Un perro ladraba en algún lugar, una corneja graznaba detrás de la ventana, una araña rondaba la pata de una mesa. Martin la aplastó y la frotó contra las losetas.
Aliide Truu firmó.
Martin le dio unas palmaditas en la espalda.
Él tenía que quedarse a arreglar algunos asuntos después de la firma de los testimonios. Aliide se marchó sola a casa, aunque su marido le había dicho que podía quedarse hasta que él terminara. Ella no quería, aunque tampoco quería ir a casa, cruzar el jardín de los Roosipuu, entrar en su cocina, donde la conversación se interrumpiría en seco en cuanto ella abriese la puerta. Le dirigirían alguna palabra en ruso, y aunque fuese amable sonaría a insulto. El hijo de los Roosipuu le sacaría la lengua desde el umbral y al sacudir su bote de té oiría la sal que los Roosipuu le echaban.
Se paró a un lado de la carretera y contempló el paisaje sereno. Ingel iría a ordeñar las vacas antes del anochecer. Tal vez Hans estuviese leyendo los periódicos en el cuartucho. No le temblaban las manos. Una alegría repentina y cargada de vergüenza le subió hasta el pecho. Estaba viva. Había sobrevivido. Su nombre no estaba en las listas. No podrían prestar testimonio falso contra ella, no contra la mujer de Martin, pero ella sí podía enviar a los Roosipuu a un lugar donde Estonia sólo fuese un recuerdo lejano. Reanudó su camino con paso más firme, hollando la tierra con seguridad, apresurándose hacia casa de los Roosipuu. Al llegar, estuvo a punto de derribar a la abuela, que se hallaba en los escalones, y le cerró la puerta en las narices. Se preparó un té con el té de los Roosipuu y cogió azúcar del azucarero de los Roosipuu, así como la mitad de su pan para llevárselo a su habitación. Ante la puerta de su cuarto, se volvió y les dijo que iba a darles un consejo de amiga, porque era una persona amable y sólo deseaba lo mejor para sus camaradas: les convenía quitar la imagen de Jesucristo de la pared de su dormitorio. Al camarada Stalin no le gustaría que los miembros del nuevo mundo de trabajadores le agradeciesen su buena obra con semejante cosa en la pared.
Al día siguiente, la imagen del Hijo de Dios había desaparecido.
Cuatro días. Después sólo tres. Cada mañana, Aliide se prometía ir a visitar a Ingel, pero no fue.
Nuestro gato de ojos astutos
sentado en un tocón en el bosque,
con la pipa en la boca y el bastón en la mano…
Dos días. Tres noches.
… llamó a los niños para leer.
El que no sabía leer recibía un tirón de pelo.
El que leía, entendía,
y a ése el gato lo mimaba.
Ni un día. Ni una noche.