1948, oeste de Estonia

La cama de Aliide empieza a oler a cebolla

Aliide eligió a Martin cuando éste aún no sabía nada sobre ella. Lo vio por casualidad delante de la lechería. Ella acababa de bajar los escalones a saltitos después de admirar las muestras de guata colocadas en la pared para demostrar lo pura que era la leche de sus vacas. La guata de otra gente siempre quedaba más amarillenta tras filtrar la leche, pero la de Aliide seguía igual de blanca. En realidad, era gracias a Ingel, pues ella cuidaba más de las vacas, pero qué importaba, al fin y al cabo, eran vacas de su casa. Aliide sacó pecho y, con gesto orgulloso, se disponía a marcharse de allí cuando oyó aquella voz, la voz desconocida de un hombre. Sonaba apasionada y decidida, totalmente distinta de las voces de los otros hombres de la aldea, que o estaban gastadas por la vejez o debilitadas a causa del alcohol, porque ¿qué otra cosa podía hacer un campesino en los tiempos que corrían más que beber?

Aliide se dirigió a la carretera y buscó con la mirada al hombre al que pertenecía la voz. Caminaba hacia la lechería con andares de líder, seguido de tres o cuatro hombres. La parte baja de su chaqueta ondeaba como si el viento naciese en su interior y sus compañeros volvían la cabeza hacia él al hablarle, aunque él no hacía lo mismo al responderles.

Miraba al frente con la cabeza bien alta, miraba hacia el futuro. Y, en aquel preciso instante, Aliide supo que ése era el hombre adecuado para salvarla, el hombre que aseguraría su vida: Martin, Martin Truu. Paladeaba cuidadosamente el nombre, que corría por la aldea de boca en boca, y tenía buen sabor. Aliide Truu era aún mejor, se derretía sobre su lengua, fresco como la primera nieve. Aliide sí sabía dónde encontrar a Martin Truu, o más bien dónde Martin la encontraría a ella: en el rincón de los rojos, situado en el segundo piso de la mansión convertida en Casa de Cultura. Empezó a espiarlo escondida entre el busto de Lenin y el tablón de anuncios. Examinaba los libros de tapas rojas a la sombra de una enorme bandera roja, y entre lectura y lectura contemplaba la chimenea, cuyos impropios relieves habían sido destruidos. Los fantasmas de las dueñas alemanas de las mansiones se lamentaban bajo sus pies, sus suspiros húmedos oscurecían el papel de la pared y, a veces, cuando Aliide se quedaba sola, la ventana chirriaba como si alguien intentara abrirla, el marco crujía y una corriente de aire soplaba aunque la ventana siguiese cerrada. No dejó que eso la molestase a pesar de que se sentía como en casa ajena, en un sitio equivocado, en la habitación de los señoritos. Era una sensación parecida a la que había experimentado en aquella iglesia ortodoxa reconvertida en almacén de grano. Esa vez había esperado que un relámpago divino cayese sobre ella, por no haberse alzado contra los hombres que habían convertido los iconos en cajas de madera. Aliide había intentado recordarse que aquélla no era su iglesia, que no se podía esperar nada de ella y, de todas formas, ¿qué hubiera podido hacer? Ahora sólo tenía que repetir para sus adentros que la mansión pertenecía al pueblo, la usaba el pueblo. Así que contemplaba ilusionada el busto sonriente de Lenin con la barbilla apoyada en la mano, y de vez en cuando se levantaba para examinar los gráficos sobre las normas de trabajo y volvía a hojear las publicaciones Cinco puntas y El comunista estonio. Una vez, un libro se le cayó al suelo y al agacharse para recuperarlo de debajo de la mesa vio los nombres grabados bajo el tablero: Agnes, un corazón y William. Un nudo de la madera, igual que una pupila, la miraba fijamente desde el centro del corazón grabado. El año, 1938. Allí nadie se llamaba ni Agnes ni William. Aquella elegante mesa de palo de rosa había sido robada de algún lugar y le habían arrancado los relieves a hachazos. ¿Se habrían salvado Agnes y William, vivirían felices y enamorados en Occidente? Aliide se incorporó y memorizó rápidamente la letra de la canción del tractorista:

¡Corre, mi tractor de hierro! ¡Corre, camarada!

El campo ante nosotros es como el mar, sin límites.

Ambos cruzamos terrenos espaciosos.

Por los campos y los bosques resuena

nuestro himno victorioso.

No bastaba con aprendérsela de memoria, tenía que notarse que creía en ella, lograr que sonase igual de sincera que el credo. ¿Sería capaz? Debía hacerlo. Estaba pensando en aprenderse las obras de Marx y Lenin, pero ¿no sería mejor dejar que Martin le enseñase? La canción del tractorista resultaba apropiadamente sencilla. Martin no debía pensar que era demasiado lista.

Alguien la vio en el rincón de los rojos y se lo contó a Ingel. Y ésta se lo contó a Hans, de modo que su cuñado no le dirigió la palabra durante una semana. Pero a Aliide no le importó. ¿Qué sabía Hans sobre su vida? ¿Qué sabía sobre su vida fuera de casa? ¿Qué sabía sobre lo que era estar tirada en el sótano del ayuntamiento mientras la orina de los chaquetas azules te corría por la espalda? En realidad, la opinión de Hans le importaba un poco, tal vez algo más que poco, pero necesitaba a alguien como Martin, y éste ya empezaba a fijarse en aquella espabilada muchacha asidua al rincón de los rojos. Un día, cuando Martin había terminado uno de sus discursos, Aliide se le acercó, esperó a que no hubiese nadie alrededor y le dijo:

—Enséñame.

La noche anterior, Aliide se había enjuagado el pelo con vinagre y ahora le brillaba incluso en la oscuridad. Intentó dirigirle una mirada de ternero recién nacido, de una criatura que no ve nada, que no se vale por sí misma y carece de objetivo; una mirada que hiciese que a Martin le entrasen ganas de enseñarle a ver, que se diese cuenta de que era un diamante en bruto que sólo necesitaba ser pulido por sus discursos.

Martin Truu quedó fácilmente atrapado en las húmedas pestañas de aquel ternero, le posó su gran mano de dirigente sobre el lomo y se le echó encima. Apestaba.