1947, oeste de Estonia

Entraron como si fuesen los amos

Aquella noche de otoño estaban preparando jabón. Linda jugaba con sus pájaros hechos con corteza de castaña y con el broche alemán de Ingel, sacando brillo a sus piedras de cristal azules; hacía cualquier cosa menos deletrear el abecedario, como siempre. Los tarros de confitura de manzana preparada el día anterior estaban sobre la mesa a la espera de ser guardados en la despensa, y al lado había una jarra de zumo de manzana sobrante. El resto del zumo ya lo habían embotellado. Había sido una buena jornada, la primera después de la noche que Aliide pasó en el sótano del ayuntamiento, la primera en que se había despertado y no había pensado en ello, sino que, antes de recordarlo, le había dado tiempo a contemplar un momento el sol matinal, que entraba a raudales por la ventana. Aunque nadie había ido en busca de las hermanas después de que Aliide volviese a casa, aún se sobresaltaban cada vez que alguien llamaba a la puerta, pero eso le pasaba a cualquiera en aquellos tiempos difíciles. Sin embargo, la mañana de aquel día Aliide vio un rayo de esperanza. Quizá se olvidasen de ellas si al fin se habían convencido de que no sabían nada. Quizá por fin las dejasen trabajar en paz, preparar sus confituras y conservas, quizá las dejasen tranquilas.

Aino había ido de visita y estaba sentada a la mesa, charlando. Como le habían robado el barril de carne destinada para hacer jabón, ellas le habían prometido darle parte del que prepararan. Era agradable oír charlar a Aino, las palabras de una persona de fuera aliviaban el silencio lacerante que reinaba en la cocina. Las palabras cotidianas de Aino tenían un eco tierno e incluso la historia sobre el destino de su cerda, que pesaba cien kilos y había contraído la peste porcina, resultaba familiar, porque en aquel ambiente cada palabra sonaba agradable. La peste porcina había hecho presa en la cerda de Aino, que había tenido que hacer una matanza de urgencia, desangrarla y salar su carne. Pero el barril había desaparecido del sótano mientras estaba de visita en casa de su madre.

—¡Imagínate! ¡Ahora alguien va a comérsela! ¡Y era para hacer jabón! —Aino negó con la cabeza.

—Tiene que haber sido alguien de fuera, porque toda la gente de la aldea sabe de qué murió tu cerda.

—Menos mal que no había nada más en aquel viejo sótano.

Los ingredientes del jabón habían estado a remojo varios días y ahora ya los habían enjuagado, y esa tarde estaban por fin cociéndose en una olla grande a fuego lento, así que Ingel se dispuso a añadir la sosa. Era trabajo de Ingel, porque Aliide carecía de paciencia para ello, en cambio, su hermana era muy mañosa para cocer el jabón, como para todas las tareas domésticas. Las pastillas de jabón de Ingel siempre habían sido las más gruesas y las de mejor calidad, como para estar orgullosa de ellas, pero esa tarde ni siquiera eso irritaba a Aliide, porque aquél era el primer día en que todo parecía un poco normal. Por la mañana había pasado el tintorero Joosep para tratar de venderles sus tintes para tela. Alguien se los traía a escondidas de la fábrica de Orto, eran colores puros, sin añadidos. De paso, habían podido enterarse de los chismorreos de las aldeas colindantes, y ahora la olla de jabón echaba espuma e Ingel la removía con un cucharón de madera. Aino seguía charlando y negando con la cabeza expresando sus dudas sobre los koljós. ¿Cómo podría pagar aquellas cuotas cada vez más altas? Las hermanas compartían la misma preocupación, pero la noche anterior Aliide había decidido no preocuparse demasiado por ese asunto, ya tendría tiempo más adelante para afligirse. La charla de las mujeres fue interrumpida por un chillido proveniente del otro extremo de la mesa: Linda se había pinchado con la aguja del broche de Ingel. Ésta agarró el broche, lo prendió en la blusa de su hija y le prohibió jugar con él. Linda se fue lloriqueando al rincón de la cocina al que se había escapado con sus pájaros de castaña cuando Ingel la había asustado diciéndole que las salpicaduras de sosa podrían abrasarle las manos. Ese ajetreo familiar hizo sonreír a Aliide, que convenció a Linda para que se despidiese con la mano de Aino cuando más tarde ésta se marchó a ordeñar sus vacas. Volvería al día siguiente. Entonces, el jabón ya estaría listo para cortar y Aino se llevaría unos trozos a su casa para secar. Aliide se desperezó. Pronto iría al establo con Linda para dar de comer a los animales y Hans podría entrar en la cocina para bajar la pesada olla del jabón al suelo a fin de que se enfriase.

Eran cuatro hombres.

No llamaron a la puerta, entraron como si fuesen los amos.

Ingel estaba a punto de echar la sosa en la olla.

Aliide dijo que no sabía nada de Hans.

Ingel vertió todo el contenido de la botella de cristal en la olla. El jabón se desbordó.

No desveló el paradero de Hans.

Linda no pronunció ni una sola palabra.

De la cocina de leña se elevaba un humo maloliente que inundaba el aire, el fuego se apagó, la olla seguía echando espuma.

Al llegar al ayuntamiento, separaron a Linda de las dos mujeres y se la llevaron a otro lugar.

Del techo del sótano colgaban dos bombillas desnudas. Entre los hombres había dos jóvenes de su aldea, el hijo del viejo Leemetti y Armin Joffe, que se había pasado a la Unión Soviética antes de la llegada de los alemanes. Ninguno de ellos las miró.

En el ayuntamiento, los soldados estaban fumando mahorka y bebiendo vodka. Se limpiaban la boca con la manga, como solían hacer los rusos, aunque ésos hablaban estonio. Les ofrecieron a ellas también, pero las hermanas lo rechazaron.

—Sabemos que conocéis el paradero de Hans Pekk —dijo uno de los hombres.

Y añadió que alguien lo había visto en el bosque. Alguien a quien habían interrogado había dicho que Hans había estado en el mismo grupo y el mismo refugio subterráneo que él.

—Os dejaremos ir a casa en cuanto nos contéis dónde está Hans Pekk.

—Tiene una hija muy atractiva —terció otro.

Ingel dijo que Hans había muerto. Atraco y asesinato en 1945.

—¿Cómo se llama su hija?

Aliide les contó que el amigo de Hans, Hendrik Ristla, había visto lo ocurrido. Hans y Hendrik Ristla iban por la carretera en un carro cuando los habían atacado de repente y matado a Hans sin más. Ingel empezó a ponerse nerviosa. Aliide lo notaba aunque aparentemente su hermana pareciera tranquila. Ingel seguía en pie, orgullosa y erguida. Uno de los hombres daba vueltas por la habitación a sus espaldas. No paraba de moverse, mientras que otro caminaba por el pasillo. El sonido de aquellas botas…

—Qué nombre tan bonito tiene su bonita hija.

Linda acababa de cumplir siete años.

—Dentro de un rato le preguntaremos lo mismo a ella.

Se callaron y después entró otro hombre.

—Ve a hablar con la niña —le dijo el que las había interrogado al recién llegado—. Es una niña estúpida, que de todas maneras no va a decir nada. No pierdas el tiempo. Desenrosca la bombilla del techo con cuidado, no te vayas a quemar. O mejor aún, tráela aquí. Después me bajas esa bombilla y aquel cable hasta que llegue hasta la mesa. Primero pondremos a la niña encima de la mesa y el resto ya lo haremos después.

El hombre acababa de comer algo y aún seguía masticando. Las manos y la boca le brillaban grasientas. Las puertas se abrían y cerraban, las botas desfilaban, las cazadoras de cuero crujían. Movieron la mesa. Trajeron a Linda. Su blusa ya no tenía botones, se la mantenía cerrada con una mano.

—La niña encima de la mesa.

Linda estaba tan callada, aquellos ojos…

—Separadle las piernas. Sujetadla bien.

Ingel sollozaba en un rincón.

—Que lo haga Aliide Tamm. Traedla aquí, a la mesa.

No dijeron nada, no dijeron nada.

—Que coja la bombilla.

No dijeron nada, no dijeron nada, nada, nada.

—¡Puta, coge esa bombilla!