1947, oeste de Estonia

Aliide pronto va a necesitar un cigarrillo

Las golondrinas ya se habían marchado, pero las grullas cruzaban el cielo en formación y con los cuellos estirados. Su graznar resonaba por los campos y hacía que a Aliide le doliese la cabeza. Al contrario que ella, las aves eran libres de marcharse, podían ir a donde quisieran. Ella sólo tenía libertad para adentrarse en el bosque a buscar setas. La cesta estaba llena de níscalos y cantarelas. Ingel, que se había quedado en casa, se alegraría al ver cuántas había recogido. Aliide las limpiaría e Ingel a lo mejor le dejaría darles un hervor, aunque estaría todo el tiempo vigilando a su lado, y después las pondría en tarros, exigiéndole que prestase mucha atención, porque nunca podría ser una buena ama de casa si no le salían bien las setas marinadas. A lo mejor era capaz de salarlas, pero un buen marinado requería cierta habilidad. Pronto ya habría varios tarros nuevos preparados por Ingel en la estantería de la despensa, un par más de ellos suponían menos hambre para el invierno.

Aliide se tapó un oído con la mano libre. ¡Cuántas grullas! ¡Y cómo gritaban! Sentía el otoño a través de sus zapatillas de cuero. La sed le rascaba la garganta. De repente, apareció una motocicleta conducida por un hombre con cazadora de piel, que se paró a su lado.

—¿Qué llevas en la cesta?

—Setas. Vengo de recogerlas.

El hombre le arrebató la cesta, miró en su interior y la tiró a un lado. Las setas cayeron al suelo con un tamborileo. Aliide clavó la vista en ellas, sin atreverse a mirar al hombre. Ya estaba, algo iba a pasar. Tenía que mantener la calma. No podía mostrarse nerviosa, presa del pánico. Un sudor frío se deslizaba por sus corvas hasta sus tobillos, mientras el agarrotamiento empezaba a adueñarse de todo su cuerpo y la sangre escapaba de sus extremidades. A lo mejor no iba a pasar nada, a lo mejor se había asustado sin motivo.

—Ya nos hemos visto antes, ¿verdad? Con tu hermana. Eres la hermana de la mujer de aquel bandido.

Aliide miraba fijamente las setas. De reojo veía la cazadora de piel, que crujía cuando el hombre se movía. Tenía orejas grandes. Sus botas de cuero curtido al cromo relucían, aunque la carretera estaba polvorienta y él no era alemán. ¿Tendría que haber echado a correr y rogar que no le disparase por la espalda, o que no acertase el tiro? Pero entonces seguro que iría directamente a la casa y cogería a Ingel y Linda y se quedaría a esperarla. ¿Acaso el que escapa no es siempre culpable?

En el ayuntamiento, el hombre de las orejas grandes declaró que Aliide llevaba comida a los bandidos. La luz hacía que las orejas le transparentasen. Empujó a Aliide hasta el centro de la habitación, la dejó allí de pie y se marchó.

—Camarada Aliide, me ha decepcionado usted.

La voz era la misma que la primera vez. El hombre era el mismo. «¿Está usted segura, camarada Aliide?». Se levantó de su mesa oculta en la penumbra, miró a Aliide, negó con la cabeza, suspiró hondo y fingió entristecerse.

—He hecho cuanto he podido por usted. Ya no puedo hacer más.

A una seña del hombre, los soldados que estaban tras él se acercaron a Aliide. El hombre salió de la habitación.

Le ataron las manos a la espalda y le pusieron una bolsa en la cabeza. Luego la dejaron sola. A través de la tela no veía nada. En algún sitio goteaba agua en el suelo. Percibía olor a sótano. La puerta se abrió. Botas. Le rasgaron la camisa y los botones salieron disparados hacia el suelo y las paredes, botones de cristal alemanes. Después, Aliide se convirtió en un ratón en el rincón de aquel cuarto, en una mosca en la lámpara, salió volando. En un clavo de la pared acartonada, en una chincheta oxidada. Aliide era una chincheta oxidada en la pared. Era una mosca y se movía por el pecho desnudo de una mujer que yacía en medio de aquella habitación con una bolsa en la cabeza, y la mosca atravesaba un moratón reciente, la sangre agolpada debajo de la piel del pecho, una huella larga y estrecha, del ancho justo para avanzar sobre ella. Iba atravesando los moratones, los derrames de los pezones hinchados como islas volcánicas. Cuando la mujer desnuda cayó sobre las losetas del suelo, ya no se movió. La mujer con la bolsa en la cabeza que yacía en medio de aquel cuarto era una extraña y Aliide ya no estaba allí; su corazón corría con sus patas de insecto hacia las rendijas, se fundía con las raíces que crecían en la tierra debajo de aquel cuarto. «¿La usamos para hacer jabón?». La mujer no se movía, no oía. Se había convertido en una mancha de saliva en la pata de la mesa, al lado de un agujero de polilla, dentro de un agujero redondo en la madera, en la madera de aliso, en un árbol crecido en la tierra de Estonia, en la madera donde aún se podía sentir el bosque, donde todavía se sentía el agua y las raíces y los topos. Buceó hasta muy lejos, era un topo que empujaba un montón de tierra y emergía en el jardín, podía notar la lluvia y el viento, la tierra mojada respiraba y latía. Metieron la cabeza de la mujer dentro de un cubo de excrementos. Aliide estaba fuera, en la tierra mojada, con la tierra metida en sus fosas nasales, con tierra en el pelo, dentro de los oídos, y los perros pasaban corriendo sobre ella, las patas hollaban la tierra, que respiraba y se lamentaba, y la lluvia se mezclaba con ella y las cunetas se llenaban y el agua caía a chorros y formaba sus propios surcos y en algún lugar estaban aquellas botas de cuero curtido al cromo, en algún lugar la cazadora de piel, en algún lugar el olor del alcohol frío, en algún lugar el ruso y el estonio se mezclaban y las lenguas muertas cobraban vida.

La mujer que había en el centro de la habitación no se movía.

Aunque el cuerpo de Aliide se esforzaba, aunque la tierra intentaba engullirla y acariciaba suavemente sus carnes oscurecidas, lamía la sangre de sus labios, limpiaba con besos su cabello arrancado, aunque la tierra hacía cuanto podía, no consiguió evitarlo y Aliide fue arrastrada de vuelta a la realidad. Se oyó la hebilla del cinturón y la mujer que yacía en el centro de la habitación se movió ligeramente. La puerta batía y el vaso de vodka tintineaba, la silla arañaba el suelo, la bombilla se balanceaba en el techo y ella intentaba encontrar la salida. Era la mosca en la bombilla atrapada por el hilo de volframio. Pero el cinturón la arrastraba de vuelta a la fuerza, un cinturón con los agujeros tan bien hechos que no lo oía cuando caía como un matamoscas. Ella seguía intentándolo, era una mosca, escapaba volando, voló al techo alejándose de la luz de aquella lámpara, alas transparentes, cien ojos, pero la mujer que yacía en el suelo de piedra resollaba y se retorcía. Tenía una bolsa en la cabeza que olía a vómito, y en la tela no había ni un solo agujero por donde la mosca pudiese pasar. La mosca no encontró el camino hasta la boca de la mujer. Podría haber intentado ahogarla, hacer que vomitase otra vez y se ahogase. La bolsa olía a orina, estaba empapada de orina y vómito. La puerta batía, las botas resonaban, por encima de las botas alguien mascullaba, chasqueaba la lengua, migajas de pan caían al suelo como rocas. El mascullar se acabó.

—Apesta. Sacadla de aquí.

Despertó en una zanja. Era de noche. ¿La noche de qué día? ¿Había pasado un día o dos o sólo una noche? Un búho ululaba. Unas nubes negras cruzaban el cielo iluminadas por la luna. Tenía el pelo mojado. Se incorporó y se sentó, se arrastró hasta la carretera, tenía que conseguir llegar a casa. La camiseta interior, la enagua, el vestido y las ligas que le sujetaban las medias estaban en su sitio. El pañuelo no. Y le faltaban las medias. No podía ir a casa sin ellas, de verdad que no, porque Ingel… ¿Estaría su hermana siquiera en casa? ¿Estaría bien? ¿Y Linda? Aliide quiso correr, pero las piernas no la sostenían, se arrastraba, gateaba, se incorporaba, se tambaleaba, cojeaba, zigzagueaba, avanzando poco a poco. Seguramente Ingel estaría en casa, esta vez sólo habían ido por ella, su hermana estaría en casa. Pero ¿cómo iba a explicarle la desaparición de las medias? Respecto al pañuelo, podía decirle que lo había olvidado en la aldea. Había charcos en la carretera, había llovido. Bien. Se había quitado el pañuelo mojado y lo había olvidado en algún sitio. Pero las medias… No, sin las medias no podía volver. Una mujer decente no andaría ni por su propio jardín con las piernas desnudas. El cobertizo. En el cobertizo había medias. Tendría que ir al cobertizo. Pero la puerta estaba cerrada y la llave la guardaba Ingel. No había forma de entrar, sólo si alguien hubiera dejado la puerta abierta.

Durante todo el camino a casa se concentró en pensar en las medias, no en Ingel, ni en Linda, ni en lo ocurrido. Fue nombrando en voz alta los distintos tipos de medias: de seda, de algodón, marrón oscuro, negras, marrón claro, grises, de lana, medio caídas… Ya se divisaba el cobertizo, amanecía, medias de niña, había rodeado la casa por el prado para entrar por detrás, medias bordadas, medias de fábrica, medias que se canjeaban por dos kilos de mantequilla, medias por dos tarros de miel, por el salario de dos jornadas. Ella e Ingel habían trabajado un par de días para otras casas y les habían pagado con sendos pares de medias, medias de seda negra con puntera de algodón. Los sauces blancos susurraban en el sendero de la casa, se veía ya una parte de ésta tras los abedules del jardín, las luces estaban encendidas. ¡Ingel estaba en casa! No se oía al perro, medias de lana sin tintar, medias de espuma, llegó al cobertizo, probó la puerta. Cerrada con llave. Tendría que entrar sin medias, mantenerse alejada de la luz, sentarse cuanto antes a la mesa y esconder las piernas debajo. A lo mejor no se daban cuenta. No habría estado mal tener un espejo. Se pellizcó las mejillas, se alisó el pelo, se tocó la cabeza, pero la sentía pegajosa, medias de seda, medias de algodón, medias de lana, medias de nailon… Sacó un cubo de agua del pozo, se lavó las manos y se las frotó enérgicamente con una piedra, puesto que no tenía cepillo, medias marrones, medias negras, medias grises, medias sin tintar, medias bordadas, ahora tendría que entrar. ¿Lo conseguiría? ¿Cruzarían sus pies el umbral, sería capaz de hablar con alguien? Con suerte, Ingel tendría tanto sueño que no podría ni hablar. A lo mejor Linda todavía dormía, era muy temprano.

Aliide llevó su cuerpo hasta el jardín; podía observarse andar desde atrás, ver cómo adelantaba una pierna y la otra, agarraba el picaporte, cómo le salía la voz: «Hola, soy yo». La puerta se abrió e Ingel se apartó para dejarla pasar. Menos mal que Hans estaba en el cuartucho. Aliide suspiró. Ingel la miraba fijamente. Aliide levantó la mano indicándole a su hermana que no dijese nada. Los ojos de Ingel bajaron hasta sus piernas desnudas, y ella volvió la cabeza y se agachó para acariciar a Lipsi. Linda entró en la cocina desde la habitación, pero se detuvo en seco al ver la mueca torcida de su madre. Ésta le ordenó que fuese a lavarse, mas la niña no se movió.

—¡Obedece!

Linda lo hizo. La jofaina esmaltada traqueteaba, el agua salpicaba, Aliide seguía de pie en el mismo sitio y apestaba. ¿Estaría Linda mirando a hurtadillas sus piernas desnudas? Tumbó su dolorido cuerpo en el colchón de paja y se tranquilizó. Ingel se asomó a la puerta para decirle que le iba a preparar un baño en cuanto Linda se marchase al colegio.

—Quema la ropa.

—¿Toda?

—Toda. No les he contado nada.

—Lo sé.

—Vendrán a por nosotras otra vez.

—Tenemos que mandar fuera a Linda.

—Eso despertaría sospechas en Hans, y él nunca debe sospechar nada. No podemos contárselo.

—No podemos contárselo —repitió Ingel.

—Tendríamos que marcharnos.

—¿Adónde? ¿Y Hans?