1944, oeste de Estonia

Primero se hacen las cortinas

Los rusos ya se habían vuelto a desplegar por todo país cuando una noche Hans llamó a la ventana de la habitación de atrás. Aliide agarró un hacha, Ingel empezó a rezar en voz baja el padrenuestro y Linda se escondió bajo la cama. Pero pronto comprendieron. Dos toques largos, dos cortos. Hans había vuelto.

Mientras Ingel lloriqueaba de alegría, Aliide meditó sobre dónde podrían esconderlo. Les contó entre susurros que había escapado de las filas alemanas y cruzado el Báltico haciéndose pasar por finlandés. Sin dejar de llorar, Ingel le decía que al menos podía haber intentado mandar alguna carta, pero Aliide se alegraba de que no lo hubiese hecho. Cuanta menos información hubiese en papel sobre los movimientos de Hans, mejor. Debían olvidar la escapada de su cuñado al ejército, eso nunca había pasado, a ver si Ingel también lo entendía. ¿Volvería el trastero detrás de la cocina a utilizarse otra vez como escondite? Hans ya había estado allí antes, aquella vez que habían llegado los rusos. Era un buen sitio, sin ventanas, y allí lo escondieron. Pero ya después de la primera noche, su intranquilidad empezó a aumentar y se puso a preguntar sobre los movimientos de los partisanos, los Hermanos del Bosque. La inactividad hería su autoestima masculina y al menos quería participar en las tareas domésticas. Era tiempo de siega, por los campos había otros hombres disfrazados con faldas, pero Ingel no se atrevía a permitírselo. Nadie tenía que enterarse de su regreso, cosa que le dejaron bien clara también a Linda.

Un par de días después apareció Aino, la vecina, que había enviudado recientemente y estaba embarazada. Tras atravesar el campo a todo correr sujetándose el vientre, se detuvo exhausta delante de Ingel y contó que los chicos de Berg estaban camino de su casa, ya habían pasado por la suya desfilando con aire marcial, y el más joven enarbolaba la bandera azul, negra y blanca de la República estonia. Ingel y Aliide dejaron la siega de inmediato y se apresuraron hacia su hogar. Los chicos de Berg esperaban ante la puerta fumando pitillos de liar. Saludaron a las mujeres.

—¿Habéis visto a Hans?

—¿Y por qué lo preguntáis? No ha pasado por casa desde que se fue.

—Pero volverá, tarde o temprano.

—De eso no sabemos nada.

Los chicos de Berg dejaron un aviso de su parte. Dijeron que estaban reuniendo tropas y buscando a los mejores para que se uniesen a ellos. Ingel les dio pan y un cántaro de tres litros de leche y prometió transmitir el mensaje. Sin embargo, cuando desaparecieron tras los sauces blancos, Ingel murmuró que no se lo contaría a Hans. ¡Seguro que saldría corriendo tras ellos! Aliide pasó por alto los balbuceos de Ingel y aseguró que dentro de nada oirían por allí la ruidosa motocicleta de la Checa, la policía secreta, porque era difícil imaginarse un hecho más llamativo que una marcha de los chicos de Berg. ¿Lo comprendía Ingel?

Pusieron manos a la obra. Cuando el reloj anunció la siguiente hora, Hans ya había desaparecido en el lindero del bosque. Lipsi empezó a ladrar delante de la casa y la motocicleta se dejó oír. Las hermanas se miraron. Habían conseguido hacer desaparecer a Hans en el último momento, pero si se quedaban sentadas a la mesa de la cocina en horas de siega levantarían sospechas, pues parecería que había pasado algo y que simplemente estaban esperando a que las fusilasen. Así que vuelta a la faena. Desde la despensa al establo de las vacas, y del establo de las vacas al de los caballos, y desde éste hasta el prado a través de un susurrante sembrado de tabaco, justo cuando la moto con sidecar derrapaba delante de la casa.

—Hemos dejado la olla al fuego. Se darán cuenta de que acabamos de estar allí —dijo Ingel sin aliento.

No habían cerrado la puerta con llave, pues habría sido sospechoso. Pronto los chequistas verían el agua de cocer los huevos para la merienda de Hans hirviendo en la cacerola y se percatarían de que la cocina había sido abandonada a toda prisa. Las mujeres se quedaron a espiar tras un montículo de piedras en medio del prado. Los hombres vestidos con cazadoras de piel entraron en la casa, pasaron un rato dentro, salieron, miraron alrededor y se fueron. A Ingel le extrañó que se marchasen tan rápido y empezó a arrepentirse por haber hecho que Hans fuese al bosque tan a la ligera. Quizá podrían habérselos quitado de encima hablando un rato con ellos. De haber estado allí, tal vez los hombres sólo se hubiesen quedado un momento. Hans podría haberse quedado en el trastero sin riesgo alguno. Ingel, la tonta. Aliide no lograba entender cómo Hans había podido escoger a una mujer así.

—Tenemos que hacer algo.

—¿Como por ejemplo?

—Déjame a mí.

* * *

Por las noches, Ingel lloriqueaba y Aliide sopesaba sus alternativas. De Ingel no podía esperar que pensara de forma racional, ni siquiera se fijaba en si el pan que le daba a Linda estaba mohoso y apenas reconocía a sus amigos. Mientras Ingel tendía la ropa a secar bajo la lluvia y farfullaba oraciones, Aliide seguía reflexionando. Para que Hans pudiese conservar la vida, tendría que limpiar su reputación por haber pertenecido a los voluntarios de la defensa, a la organización Omakaitse y a los guardias de Riigikogu, además de haber participado en la guerra de Finlandia. No saldría de aquello a base de palabras, y huir ya no era posible.

Un compañero de catecismo de Hans, Theodor Kruus, había salido adelante incluso después de haber repartido folletos contra la Unión Soviética, pero Aliide conocía el precio. Ingel no lo sabía, y así era mejor.

Al jefe de la milicia de la aldea le gustaba tener carne joven y mejillas sonrosadas bajo su enorme barriga. Cuanto más joven, mejor. Cuanto mayor era el delito de los padres, más joven tenía que ser la muchacha o más noches hacían falta para purgar el delito, no bastaba una noche y tampoco un himen. Soltaron a Theodor Kruus porque su atractiva hija pagó la libertad de su padre acudiendo de noche al jefe de la milicia, ante el que se quitaba el vestido y las medias y se arrodillaba. El expediente sobre el agitador Theodor Kruus desapareció, sus panfletos y su actividad contra la Unión Soviética le fueron cargados a otro, a quien condenaron a diez años en las minas y a cinco de destierro. Los actos de Hans se penaban con la muerte, o, en el mejor de los casos, varios años en Siberia.

¿Sabría Theodor lo que había hecho su hija? Quizá el jefe de la milicia se lo había contado. Aliide podía imaginárselo perfectamente, con sus botas bien lustradas y las piernas separadas, susurrándolo al oído de Theodor.

Ingel no sería capaz de algo así, lo único que sabía hacer era lloriquear con la nariz pegada al tapiz de la pared. Tampoco era lo suficientemente joven para el jefe de la milicia. Ni siquiera Aliide lo era. Aquel hombre sólo quería muchachas que todavía no eran mujeres. Por lo demás, Aliide no se consideraba capaz de algo así. ¿O sí? Continuaba insomne por las noches, con aquellas ojeras oscuras y sin nadie a quien preguntar qué hacer.

Después de infinidad de horas despierta, Aliide pensó en las cortinas. Pasaba el tiempo mirando y mirando, mirando fijamente la noche oscura, la luna llena, la luna nueva, la creciente y la menguante. Echaba de menos a su madre, a quien podría haber pedido consejo, y a su padre, que habría sabido cómo actuar. Echaba de menos a cualquiera que hubiese sido capaz de aconsejarla. Deseaba que le devolviesen sus sueños, que Hans estuviese en casa y que desapareciera aquella molesta luna al otro lado de la ventana. Y mientras cavilaba todo eso, de repente se le ocurrió que la solución era coser unas cortinas. Ingel, entusiasmada, puso manos a la obra inmediatamente. ¡Hans podría estar a veces en la cocina si tenían cortinas! Era un plan así de simple y alocado. Y las tomaron por locas cuando Aliide empezó a tejer ruidosamente con la rueca e Ingel a bordar la tela, aunque el hilo les habría hecho falta para otra cosa. La gente de la aldea no daba importancia a las extravagancias de las hermanas, convencida de que la guerra las había trastornado, lo que les vino bien. Aliide mandó a Ingel a explicar que los trabajos manuales les aliviaban las penas, que gracias a la aguja y el hilo olvidaban su dolor. Según instrucciones de Aliide, contaba también por la aldea una historia sobre su prima de Tallin, que les había dicho que las cortinas largas estaban de moda en París y Londres. La prima les había enseñado unas revistas de decoración extranjeras, y en éstas no aparecían las cortinas de media ventana propias del campo, rematadamente anticuadas. A veces, a Aliide le parecía que, cuando hablaban de sus cortinas, la gente las miraba como se mira a quien miente pero se lo deja estar, simulando creer lo que cuenta, y eso hacía que se esforzara en explicar que, aunque se tratase de un lujo innecesario en aquellos tiempos, a pesar de lo mal que iban las cosas y aunque pareciese una tontería, en el campo también podían tomar ejemplo de la moda de la ciudad. Aliide se proclamaba mujer de una nueva era, y por tanto quería cortinas de una nueva era, las primeras cortinas largas de la aldea.

Se habituaron a correrlas casi todas las noches. A veces no lo hacían, para que quienes pasaban por allí viesen que en la casa la vida seguía igual y no tenían nada que ocultar.

También otros empezaron a preservar sus ventanas de las miradas ajenas, aunque con medias cortinas, asimismo eficaces a la hora de proteger la intimidad. Sin duda, muchos entendían por qué las hermanas habían preferido poner cortinas largas, pero se lo callaban.

Después de abrir y cerrar las cortinas una y otra vez durante un par de meses, decidieron que la mejor opción sería tener a Hans en casa todo el tiempo. Podrían cavar un escondite en el suelo de la habitación, o construir un cuartucho entre el trastero de detrás de la cocina y la cocina misma. ¿Quedaría bien? Él tendría suficiente calor y estaría cerca de ellas, que a su vez podrían recibir visitas en las otras habitaciones. El trastero siempre se había usado como almacén o cuarto de invitados. Muy pocos habían entrado en él, incluso entre los vecinos, y siempre habían mantenido la puerta cerrada. Ni siquiera tenía picaporte o asa, solamente un pestillo. ¿Y quién se acordaría de su tamaño? El cuarto no tenía ventana, así que siempre estaba en penumbra. Era hora de ir a buscar a Hans al bosque, porque lo iban a necesitar para hacer la obra.

En el establo de los caballos había tablas, que llevaron con sigilo al interior a través del establo adyacente y la despensa. Fueron construyendo la pared sólo durante los días más tormentosos y lluviosos, cuando el ruido exterior amortiguaba los martillazos, y sólo cuando Linda estaba con su madre o su tía en el establo de las vacas o en otra parte, porque la lengua de un niño es siempre la lengua de un niño. A Linda no iban a contarle nada sobre los trabajos, tan sólo oiría historias sobre los fantasmas que habitaban aquel trastero. Cuando estuviera terminado y Hans se hubiera instalado en él, saldría a la cocina o el baño sólo cuando Linda estuviese en otra parte o durmiendo. Si Linda se despertaba por la noche, iba a la cocina y se encontraba con Hans, le explicarían que su padre había venido a visitarlas desde el bosque.

Tabla tras tabla, el escondite quedó como debía. Ingel reía, Aliide sonreía y tarareaba de buen humor. Las viejas molduras del suelo y el techo fueron arrancadas y clavadas en la nueva pared. Para la ventilación, instalaron un tubo en el techo que hacía circular el aire desde el altillo. Ingel encontró en el desván un rollo de papel de pared usado y empapeló el trastero pegándolo con engrudo. Nadie habría adivinado que detrás había otro cuarto. Hans movió el armario que había delante de la pared vieja para colocarlo contra la pared nueva, y el papel recién puesto quedó tan sutilmente tapado que no se notaba que era más liso y de tono más claro. La puerta del cuartucho quedó tras el armario. Al principio, pusieron un cubo en el rincón para sus necesidades, pero después decidieron cavar un agujero en el suelo, colocar allí el cubo y taparlo. También barajaron la posibilidad de practicar un agujero en el tabique que separaba el establo adyacente, donde quizá podrían instalar alguna clase de váter que, llegado el caso, se pudiese usar como salida de emergencia.

Aquella noche, Hans tomó un baño y comió copiosamente. Ingel le preparó la mochila y a Linda le dijeron que su padre tenía que irse otra vez, pero que volvería pronto. Muy pronto. La niña empezó a llorar y Hans la consoló. Ahora tenía que ser una chica muy valiente, para que él pudiese estar muy orgulloso de su hija estonia.

Las tres lo acompañaron hasta la puerta del establo de las vacas y se quedaron mirando cómo desaparecía en el lindero del bosque. A la noche siguiente, Hans volvió y tomó posesión del cuartucho.

En un par de días, se extendió por la aldea la noticia del horrible fin de Hans Pekk en un sendero del bosque.