El retumbar del frente se convierte en olor a sirope
Cuando los alemanes del Báltico fueron llamados a Alemania en el otoño de 1939, una amiga de las hermanas, compañera del colegio y catequesis y también alemana, fue a despedirse de ellas y prometió volver. Sólo iría de visita a aquel país que no conocía y después regresaría a contarles cómo era de verdad esa Alemania. Se despidieron agitando las manos, mientras Aliide miraba al mismo tiempo los brazos de Hans, que abrazaban a Ingel por la cintura, y que al poco rato la transportaron detrás del establo de los caballos. Las risitas tontas se podían oír hasta en la parte delantera de la casa. Aliide apretó los dientes contra la palma de su mano. La imagen de la cintura cada vez más abultada de Ingel la torturaba, tanto de día como de noche, dormida o despierta, y no le dejaba ver ni oír nada más. A ninguno de los tres les llamaba la atención el modo como se arrugaban de preocupación las frentes de los ancianos, unas arrugas que no desaparecían sino que, al contrario, se volvían más profundas, el modo como el padre de las muchachas contemplaba las puestas de sol, escudriñaba cada atardecer al lado del sembrado, fumaba su pipa y miraba el horizonte buscando señales, examinaba las hojas del arce, suspiraba cuando leía los periódicos o escuchaba la radio, y siempre volvía a intentar oír el canto de los pájaros.
En 1940, cuando nació la niña, Linda, Aliide creyó que la cabeza le estallaría. Hans andaba con su hija en brazos y en los ojos de Ingel brillaba la felicidad, en los de Aliide las lágrimas y los de su padre se hundían bajo las arrugas de su frente. Éste empezó a aprovisionarse de petróleo y cambió sus billetes por oro y plata. En la ciudad se veían colas, por primera vez había colas en todo el país, y en las tiendas se agotó el azúcar. Hans no se interesaba por Aliide, aunque ésta ya había conseguido en tres ocasiones añadir un poquito de su sangre a la comida de su cuñado, una vez incluso de la menstruación, durante la luna llena. La próxima vez lo intentaría con la orina. María Kreeli había asegurado que en ocasiones era más eficaz.
Hans empezó a conversar con su suegro de un modo discreto y grave. Tal vez no querían preocupar a las mujeres de la familia y por eso, cuando ellas andaban cerca, nunca hablaban sobre los malos augurios que se iban cumpliendo, o quizá lo hacían, pero las hermanas no prestaban atención. El ceño del padre no las inquietaba lo más mínimo, porque era un viejo, una persona del pasado que temía la guerra. Los que habían crecido en la Estonia libre no se preocupaban por la guerra. No habían cometido crímenes, así que ¿de qué podían inculparlos? Hasta que las tropas soviéticas se hubieron desplegado por todo el país no empezaron a temer un futuro amenazante. Arrullando a su bebé en brazos, Ingel le susurraba a Aliide que Hans había empezado a sujetarla más fuerte, que dormía a su lado aferrando su mano toda la noche, no la aflojaba ni siquiera cuando se quedaba dormido, lo que la extrañaba bastante. Hans la apretaba como si temiese que Ingel pudiera desaparecer en plena noche. Aliide escuchaba la preocupación de su hermana, aunque cada palabra suya era una puñalada en sus entrañas. Sin embargo, empezó a sentir que se iba librando un poco de su obsesión y que en su lugar aparecía otra cosa: el miedo por Hans.
Ninguna de las mujeres pudo eludir la realidad cuando llegaron a la ciudad ya semidesierta y oyeron a la banda del Ejército Rojo tocar marchas militares soviéticas. Hans no estaba con ellas, porque ya no se atrevía a ir a la ciudad, y tampoco habría querido que fuesen las hermanas. En un primer momento empezó a dormir en el trastero que había detrás de la cocina, después se pasaba allí también los días y al final acabó por irse al bosque, donde se quedó.
Una risa incrédula se propagó de pueblo en pueblo, de aldea en aldea. Proclamas como «¡Luchamos por la gran causa de Stalin!» y «Acabamos con el analfabetismo» levantaron gran hilaridad, ya que nadie podía afirmar en serio semejantes cosas. Las que parecían verdaderos chistes andantes eran las esposas de los oficiales, que se paseaban de un lado a otro como si fuesen la tonta del baile; iban por las calles de los pueblos vestidas con sus camisones llenos de flecos. ¿Y los soldados del Ejército Rojo? ¡Pues mondaban las patatas cocidas con las uñas porque no sabían usar el cuchillo! ¿Quién iba a tomar en serio a aquella gente? Pero después empezaron a desaparecer personas y la risa se tornó amarga. Cuando se puso en práctica la matanza y el traslado de hombres, mujeres y niños, algunas historias se repetían una y otra vez como si fuesen salmos. El padre de Aliide e Ingel fue detenido en la carretera que conducía a la ciudad. Su madre simplemente desapareció. Las hermanas se encontraron un día con una casa vacía y gritaron como animales. El perro no dejó de esperar a su amo, y aulló su pena junto a la puerta hasta que murió. Nadie se atrevía a salir. La tierra se retorcía bajo la marea del dolor y cada una de las tumbas cavadas en territorio estonio se hundía por alguna de sus esquinas, como prediciendo más muertos en la familia. El retumbar del frente corría a campo traviesa hasta cada rincón y en todas partes clamaban por Jesús, por Alemania y por los antiguos dioses.
Aliide e Ingel empezaron a dormir en la misma cama, con un hacha bajo la almohada. Pronto les tocaría a ellas. Aliide hubiese querido marcharse y esconderse, pero lo único que fue capaz de esconder fue la bicicleta Dollar de Ingel, que llevaba pintada la bandera americana. En cambio, su hermana decía que una mujer estonia no abandonaba ni su casa ni sus animales, pasara lo que pasase, aunque fuese a detenerlas un batallón entero. Ella sí les demostraría el orgullo de la mujer estonia. Así pues, una de las hermanas velaba mientras la otra dormía, mientras en la mesilla de noche velaban por ellas la Biblia y la imagen de Jesucristo. Durante aquellas largas noches, Aliide contemplaba a veces el resplandor rojizo del cielo y en ocasiones la claridad que irradiaba la cabeza de Ingel, y meditaba si tendría que escapar sola. Lo habría hecho de no haberle dado Hans un cometido antes de marcharse: «Protege a Ingel, tú sabes hacerlo». Aliide no sería capaz de defraudar su confianza, tenía que demostrar que era merecedora de ella. Por eso empezó a seguir atentamente los partes de guerra de Finlandia, igual que había hecho Hans antes. Por su parte, Ingel se negaba a leer los periódicos, tenía fe en sus plegarias y en las estrofas de Juhan Liivi: «Madre patria, contigo estoy triste, sin ti lo estoy más».
—¿Y si nos vamos ahora que aún podemos? —sugirió un día Aliide con delicadeza.
—¿Y adónde? Linda es demasiado pequeña.
—Quizá a Finlandia, pero Hans opina que Suecia seguramente sería lo mejor.
—¿Y tú qué sabes de las opiniones de Hans?
—Quizá él pueda seguirnos.
—Yo de mi casa no me voy. Pronto cambiarán las cosas. Los países occidentales vendrán a ayudarnos. Hasta entonces aguantaremos. Tienes poca fe, Aliide.
Ingel no se equivocaba. Aguantaron, el país aguantó y el libertador llegó. Los alemanes entraron con sus tropas, limpiaron el cielo de los humos de las casas en llamas e hicieron que volviese a brillar azul; la tierra ennegreció y las nubes recuperaron su blancura. Hans pudo regresar. Y cuando su pesadilla terminó, empezó la de otros. Los comunistas palidecieron y, como los transportes quedaron paralizados, huyeron a pie, como liebres. Pero Hans ensilló su caballo y salió con andares orgullosos a recuperar la bandera de las Juventudes Campesinas, el trofeo itinerante del Sembrador, los libros de contabilidad y otros papeles que habían tenido que llevar a la ciudad cuando los rojos invadieron el país y prohibieron la organización. Volvió con una sonrisa de oreja a oreja. Todo había ido bien, los alemanes habían sido amables, el ambiente era maravilloso e incluso había sonado una armónica. Los zuecos de las mujeres resonaban por todas partes de un modo agradable y enérgico. También habían fundado la ERÜ, Eesti Rahva Ühisabi (Solidaridad del Pueblo Estonio), para alimentar y apoyar a aquella gente cuyo cabeza de familia hubiese sido alistado a la fuerza en el Ejército Rojo. ¡Todo se arreglaría! Todos volverían a casa: papá, mamá, los desaparecidos regresarían, el grano crecería en los campos igual que antes. Ingel ganaría otra vez los campeonatos de cultivo de legumbres que organizaban las Juventudes Campesinas, irían a las fiestas de otoño y, cuando las hermanas tuviesen unos años más, se afiliarían a la Asociación de Mujeres Campesinas. Cuando su suegro estuviese de vuelta en casa, Hans empezaría a hacer planes para ampliar y expandir sus campos. Hans participaría entonces en la campaña de cultivo del tabaco y la remolacha de azúcar, y después habría suficiente sirope de remolacha, y la hermosa boca de Ingel no se contraería en un mohín de disgusto a causa de la sacarina. Y la de Aliide tampoco, añadía Hans. Ingel ronroneaba contenta como una gata. Entonces comenzó a elaborar una receta de las mejores galletas de Estonia, hechas a base de sirope de remolacha, y junto a Hans cayó en aquella misma nube en que se habían sumido durante los tiempos de los primeros arrumacos, antes de comenzar la pesadilla, mientras que Aliide recayó en la vieja tortura de amor. Todos los obstáculos se derrumbaron ante el brillante futuro de Ingel. Y ni siquiera la escasez de ropa hizo que su armario decreciese, aunque tuvo que sustituir la hebilla de las ligas por una moneda envuelta en papel, pero ¡no pasaba nada! Hans le trajo seda de los paracaídas para que se hiciese una blusa e Ingel la tiñó de azul lavanda y cosió una blusa bien alegre, la adornó con lentejuelas, le colocó en la pechera un broche de cristal alemán y estuvo más guapa que nunca. Hans le trajo un broche igual a Aliide, un poco más pequeño, pero aun así muy fino, y por un momento la mente torturada de su cuñada se apaciguó: a pesar de todo, Hans se había acordado de ella aunque sólo fuera por un momento. ¿Quién iba a fijarse en su broche si encima la nueva blusa de Ingel llevaba unas grandes hombreras? Hans la llamaba «soldadito», con dulzura, con toda la dulzura del mundo.
A Aliide le dolía muchísimo la cabeza. Sospechó que podía tener un tumor. El dolor a veces le nublaba la vista y sólo oía zumbidos. Mientras Hans e Ingel seguían con sus arrumacos, ella cuidaba de Linda, a quien pellizcaba en secreto, a veces incluso la pinchaba con una aguja, pues su llanto le provocaba un placer inconfesable.
* * *
La cosecha de remolacha trajo abundantes tubérculos blancos y maduros, y los alemanes se quedaron. La cocina se llenó de cestas de remolacha e Ingel hacía sus tareas de ama de casa con renovadas energías. Ocupó con naturalidad el espacio dejado por la vieja matrona e incluso la superó. Las cosas marchaban estupendamente, Ingel lo sabía todo sin siquiera preguntar y le daba consejos a Aliide, quien limpiaba obedientemente las remolachas mientras su hermana las rallaba. Aliide no llegaría a hacer ese trabajo hasta más adelante, porque primero Ingel tenía que descubrir cuál era el mejor método para desmenuzarlas. Probó una vez con un molinillo de carne, pero volvió al rallador y encargó a su hermana que, además de limpiar las remolachas, tuviese cuidado de que las cacerolas de sirope que estaban a fuego lento no empezaran a hervir. A veces, mientras Ingel realizaba otras tareas, alargaba el cuello para espiar la cocina de leña, ya que no se fiaba de la habilidad de Aliide para preparar el sirope. Seguro que dejaba que la temperatura subiese demasiado y el sirope cogiese un gusto amargo, y al ofrecérselo a las visitas, éstas pensarían que había sido ella la tonta que lo había dejado hervir demasiado, «¡nunca a más de ochenta grados!». La nariz de Ingel no paraba de olisquear por si de la cocina salía un olor demasiado intenso, y si ocurría le gritaba a su hermana que lo corrigiese. Aliide no notaba en el olor ninguna diferencia de intensidad, pero claro, ella no era Ingel. ¿Cómo podría haberlo distinguido? Además, la propia dulzura que destilaba Ingel hacía que las fosas nasales quedaran impregnadas de su fragancia. Ella sólo era capaz de oler la saliva de Hans en los labios de su hermana, lo que hacía que sus propios labios agrietados latiesen de dolor.
Aliide seguía lavando las remolachas un día tras otro, les arrancaba las pequeñas raíces y quitaba los puntos negros. Ingel le dijo que ella misma se encargaría de rallarlas y revoloteaba por la cocina dándole órdenes, bien para que vigilase la remolacha rallada que estaba a remojo, bien para que le cambiase el agua, bien para que fuese por más al pozo. «¡Media hora, ya ha pasado media hora! ¡Hay que verter el agua sobre las rodajas nuevas!». En algún momento, Ingel se aburrió de rallar remolachas y empezó a cortarlas en rodajas finas. «¡Ya ha pasado media hora! ¡Vierte ya el agua limpia!». Aliide limpiaba, Ingel picaba, y de vez en cuando la primera colaba el líquido bajo la estricta mirada de la segunda; al mismo tiempo, esperaban a que sus padres volviesen a casa. Escurrían las remolachas y dejaban que el agua del sirope se evaporase a fuego lento, sin dejar de esperar. «¡Quita esa espuma de la superficie! ¡Quítala, que si no va a estropearse!». La hilera de tarros de sirope se alargaba sin cesar y ellas seguían esperando. De vez en cuando, Ingel derramaba una lagrimita en el cuello de la camisa de su marido.
Toda la aldea esperaba noticias de Narva. ¿Cuándo volverían a casa los hombres? Ingel preparaba sopa de zanahoria y remolacha dulce, Hans se relamía de gusto comentando lo bien que sabía y su mujer seguía atareada con el guiso de macarrones y remolacha, con el jugo de remolacha, y seguían esperando. Hans se daba auténticos festines de torta de remolacha, asentía aprobadoramente ante los bollos de remolacha, mientras con las cortezas de las castañas hacía flores y pájaros para Linda. El ambiente tan azucarado de la cocina le provocaba náuseas a Aliide. Envidiaba a las mujeres de la aldea que tenían un hombre a quien esperar, alguien por quien aprender a preparar bollos de remolacha dulce, pero ella, una chica adulta, sólo podía esperar a sus padres. Habría querido esperar a que Hans se reuniese con ella desde algún lugar lejano, no desde el otro lado de la mesa, pero intentaba ahuyentar ese pensamiento porque era vergonzoso, ingrato. Las mujeres de la aldea suspiraban diciendo que ojalá ellas tuviesen tanta suerte; tenía un hombre en la casa e Ingel era la más feliz de las mujeres, ante lo que a Aliide no le quedaba más que asentir apretando sus resecos labios.
Ingel no paraba de inventar recetas, incluso una para hacer bombones de remolacha dulce, con leche, sirope de remolacha, mantequilla y nueces. Apartó a Aliide de los fogones, ya que darle el punto exacto de cocción a la leche con el sirope era un trabajo difícil, y después había que mezclar las nueces con la mantequilla y darle otra cocción. Le permitió sentarse a la mesa y cuidar de Linda y de la bandeja donde vertía la mezcla. Tenía que observar con atención, aseguraba Ingel, pues le preocupaba cómo se las arreglaría Aliide más adelante, cuando tuviese su propia familia y sus propias remolachas, si ahora no practicaba. También podía aprender mejor cómo cuidar de un niño. Aliide estuvo a punto de preguntarle a qué familia se refería, pero calló y le dio la impresión de que Ingel temía que su hermana menor se quedase toda la vida holgazaneando por la casa. Ingel había empezado a dejar el periódico a la vista de Aliide, siempre abierto como por casualidad por la página de contactos. Pero ella no quería a un señor que buscase una dama menor de veinte años y tampoco a uno a quien le gustasen las señoritas no muy delgadas. No quería a nadie más que a Hans.
Ante la puerta de Maria Kreeli ya hacía tiempo que se formaban colas, pues las mujeres iban a preguntarle por sus maridos desaparecidos al otro lado de la frontera. Al final, la vieja tuvo que echar el pestillo y ya no recibía ni siquiera a Aliide, aunque ésta había sido su proveedora de miel durante años. Un día apareció en la aldea un gitano que leía el futuro en las cartas y la gente que se amontonaba delante de la casa de la vieja Kreeli acudió a él. Ingel y Aliide lo visitaron una vez y les predijo que sus padres ya estaban camino de vuelta. Hans se burló de ellas cuando volvieron entusiasmadas por la buena nueva y dijo que se fiaba más de las promesas de los alemanes que de las cartas de los gitanos. Los alemanes habían jurado que conseguirían traer de vuelta a cuantos habían sido conducidos al otro lado de la frontera. Ingel se puso a examinar su libreta de recetas, avergonzada, y Aliide no quiso contrariarlo diciéndole que creía más en las predicciones de los gitanos.
—He invitado a algunos alemanes a jugar a las cartas esta noche. Ingel puede ofrecerles sus deliciosos bombones y a cambio podréis refrescar vuestros conocimientos de alemán. ¿Qué os parece?
Aliide se sorprendió. Hans jamás había invitado a casa a ningún alemán. ¿Tan desesperada estaba su hermana por encontrarle marido? Si ni siquiera le gustaban los alemanes.
—Echan mucho de menos sus hogares y necesitan compañía. Son hombres jóvenes —explicó Hans a Aliide.
Ésta miró a Ingel, que sonrió.
Jugaron a las cartas hasta muy tarde. Los alemanes habían colgado sus armas nada más llegar. Ingel sonrió en agradecimiento y les ofreció bollos de remolacha y compota de bayas de serbal con remolacha. Los alemanes cantaban canciones de su país y hacían reír a Aliide, aunque ella no conseguía entenderlas del todo. El lenguaje de gestos y la mímica ayudaban, y aquellos hombres se sintieron entusiasmados incluso por los escasos conocimientos de alemán de las hermanas. Ingel se había retirado en plenos cánticos para lavar el centeno; Aliide oía verter la leche sobre los granos. «¿Recuerdas que siempre tiene que ser leche desnatada?». Ingel le había enseñado los trucos para preparar sucedáneo de café. El recipiente entró con estrépito en el horno, donde aún flotaba el olor a pan recién cocido, y Aliide hubiese preferido estar ayudando a su hermana en la cocina que sentada a la mesa con aquellos soldados, aunque eran unos muchachos divertidos. Acudieron de nuevo la tarde siguiente. Y una tercera. Aliide se sentía molesta, Ingel entusiasmada. Aliide no quería a nadie más que a Hans, pero su hermana exigió que esta vez fuese ella quien preparase el café.
—Primero echas la remolacha dulce muy, pero que muy picada, en el agua hirviendo. La cueces de veinte a treinta minutos, después la pasas por el colador y añades la achicoria y la leche. ¿Te acordarás? Así no tendré que aconsejarte en presencia de nuestros invitados. Demuéstrales que eres una buena ama de casa.
Durante su quinta visita, los soldados anunciaron que los trasladaban a Tallin. Aliide se sintió aliviada, pero Ingel frunció el cejo. Hans las consoló diciendo que seguramente vendrían más alemanes. Y sus padres también volverían. Todo iría bien. Antes de despedirse, uno de los soldados le dio su dirección a Aliide y pidió que le escribiese. Ella se lo prometió, aunque sabía que nunca lo haría. Notó el intercambio de miradas entre Ingel y Hans a su espalda.
Ni su padre ni su madre volvieron.
Hans le talló a Ingel unos bonitos zuecos, les puso unos lazos y anunció que iba a seguir a las tropas alemanas.
Las veladas de las hermanas se volvieron interminables. Una noche, desapareció de la aldea Joffe, el hijo de Armin, junto con sus hijos, su mujer y sus suegros. Corría el rumor de que se habían marchado a la Unión Soviética buscando refugio. Eran judíos.