1936-1939, oeste de Estonia

Aliide se come una flor de lila de cinco pétalos y se enamora

Los domingos, después de misa Aliide e Ingel solían dar una vuelta por el cementerio para ver a algún conocido o intercambiar miradas con los chicos, y para coquetear tanto como lo permitía la decencia. En la iglesia, se sentaban al lado del sepulcro de la princesa Augusta de Koluveri y trazaban pequeños círculos con los pies, impacientes por ir al cementerio a exhibirse, a mostrar sus tobillos cubiertos con preciosas medias de seda negra de última moda, a pasear graciosamente luciendo sus mejores galas, guapas y preparadas para guiñarles un ojo a los pretendientes apropiados. Ingel se había trenzado el pelo y se había hecho una corona con las trenzas sobre la cabeza. Aliide, como era más joven, se dejaba la trenza suelta a la espalda. Aquella mañana había dicho que iba a cortarse el pelo. Adujo que las chicas de ciudad lucían elegantes rizos hechos con rulos eléctricos y que por dos coronas se podían conseguir unos iguales, pero Ingel, horrorizada, le advirtió que delante de su madre no se podía hablar de esas cosas.

Por algún motivo, aquella mañana era especialmente clara y las flores de lila especialmente embriagadoras. Aliide se sentía mayor y, mientras se pellizcaba las mejillas delante del espejo, había tenido la certeza de que ese verano a ella también le ocurriría algo maravilloso, de lo contrario no habría encontrado una flor de lila de cinco pétalos. Un hallazgo como ése tenía que ser un presagio, sobre todo después de haberse comido la flor del modo correcto.

Cuando por fin la gente salió de la iglesia, charlando animadamente, las chicas consiguieron dar su paseo por el cementerio bajo los abetos. Los helechos les acariciaban las piernas, las ardillas saltaban de rama en rama y la bomba del pozo del camposanto chirriaba de vez en cuando. A lo lejos graznaban las cornejas. ¿Qué estarían prediciendo sobre sus pretendientes? Ingel tarareaba «Craaa, craaa, ¿quiénes pareja serán?», el futuro resplandecía en el cielo y la vida era maravillosa. Sus ilusiones respecto a los años venideros reverberaban en sus corazones, como solía ocurrirles a las muchachas jóvenes.

Las hermanas acababan de dar una vuelta completa al cementerio cuchicheando y parando de vez en cuando para charlar con algún conocido, cuando de pronto el vestido de seda de Aliide se enganchó en la balaustrada de hierro de una tumba y se agachó para soltarlo. Entonces vio a un hombre junto a las tumbas de los alemanes, al lado del muro de piedra; los sauces, el musgo del muro iluminado por el sol, una risa límpida. El hombre estaba con alguien y se reía; se agachó para atarse el cordón de un zapato sin dejar de charlar y volviendo la cara hacia su amigo, y se incorporó con la misma soltura con que se había agachado. Aliide se olvidó del vestido y se levantó sin darse cuenta de que no había liberado el dobladillo. El sonido de la seda al rasgarse la hizo volver en sí y soltó la tela, sacudiéndose las partículas de óxido de las manos. Gracias a Dios, el desgarro era pequeño. Tal vez ni se notase. Tal vez aquel hombre no lo notase. Se alisó el pelo sin siquiera sentir la mano. Mírame. Se mordisqueó los labios para que se le enrojecieran. Podrían dar la vuelta con naturalidad y volver a pasar por delante del muro. Mira hacia aquí.

Mírame a mí. El hombre se volvió hacia ellas y dejó de hablar justo cuando Ingel se daba la vuelta para ver qué retenía a su hermana, y en ese instante el sol alcanzó la corona de su cabello y… ¡No, no! ¡Mírame a mí!… Ingel irguió el cuello, lo hacía a menudo, y parecía un cisne, levantó la barbilla y se miraron el uno al otro, el hombre e Ingel. Aliide supo entonces que él nunca se fijaría en ella, al ver cómo se interrumpía, cómo inmovilizaba la mano que acababa de sacar una pitillera del bolsillo, cómo se quedaba mirando fijamente a Ingel sin continuar la frase, y cómo la tapa de la pitillera brillaba en su mano igual que un cuchillo. Ingel se acercó a Aliide, la mirada fija en el hombre, la piel resplandeciente desde los hombros hasta el hoyuelo de la clavícula, como una invitación. Sin siquiera mirar a su hermana, Ingel la agarró de la mano y la condujo hacia el muro donde el hombre permanecía inmóvil. Incluso su amigo se había percatado de que no estaba escuchándolo y de que la mano con la pitillera se había parado a la altura de la cintura. También vio que Ingel arrastraba a Aliide de la mano, aunque ésta intentaba resistirse a cada paso, buscando en las lápidas o en alguna raíz un apoyo al que agarrarse. Los tacones se le hundían en el mantillo una y otra vez, pero el terreno era resbaladizo, las raíces cedían, los abetos se apartaban, la hierba se deslizaba, las piedras rodaban ante sus pies e incluso una mosca voló hasta su boca, pero Aliide no fue capaz de espantarla tosiendo, porque Ingel no quería parar, tenía que seguir, tiraba y tiraba y el sendero estaba despejado y conducía directamente a aquel muro de piedra. Aliide reparó en la expresión ausente del hombre, una expresión que indicaba que ya no estaba en aquel momento ni en aquel lugar, y percibió los pasos ansiosos de su hermana y la fuerte presión de sus dedos. El pulso de Ingel latía contra su mano, al mismo tiempo que su rostro se desembarazaba de todas las expresiones viejas y familiares, que volaban hacia atrás para estrellarse contra la cara de Aliide; se pegaban a sus mejillas como jirones mojados y salados, algunas incluso la atravesaban como fantasmas del pasado. Los hoyuelos de las mejillas de Ingel al reírse aquella mañana con su hermana se ajaron y alejaron de su cara. Al llegar al muro, Ingel se había convertido en una extraña, una nueva Ingel, alguien que ya no le contaría sus secretos sólo a Aliide, que ya no iría al parque a beber agua Seltzer con ella, sino con otro. Una nueva Ingel que pertenecería a otra persona, sus pensamientos y su risa serían de otro, aquel a quien ella misma hubiese querido pertenecer. Aquel cuya piel habría querido oler, cuyo calor habría querido mezclar con el suyo. A aquel que debería haber mirado a Aliide, haberla visto, haberse quedado petrificado al verla mientras sacaba la pitillera del bolsillo. Pero fue a Ingel a quien el destello de aquella pitillera de latón separó de la vida de Aliide con su cuchillo de luz.

Aino, la vecina, se acercó presurosa al muro de piedra. Conocía al amigo de aquel hombre y presentó a las hermanas. Los sauces murmuraban. El hombre no miró a Aliide ni siquiera al saludarla.

Los tres leones de Estonia destellaban al sol y se reían en la tapa de la pitillera.

Otra vez Ingel. Siempre ella. Siempre lo había conseguido todo y seguiría haciéndolo, porque Dios continuaba burlándose de Aliide. No bastaba con que Ingel recordase todos los pequeños trucos aprendidos de su madre, como fregar la vajilla con el agua de cocer las patatas y dejarla brillante. No bastaba con que nunca se olvidase de aquellos consejos, como Aliide, a quien los platos siempre le quedaban grasientos. No, Ingel sabía hacerlo todo incluso antes de que se lo enseñaran. Desde la primera vez que había ordeñado las vacas, la espuma de la leche había llegado al borde del cubo, y en los campos que pisaba crecía mejor el grano. Eso tampoco bastaba. También tenía que conseguir al hombre a quien Aliide había visto primero. El único al que Aliide había querido.

Habría sido razonable que Aliide consiguiese al menos alguna de las cosas que deseaba, eso habría sido lo correcto, sólo por una vez, porque desde su nacimiento había observado cómo ni siquiera hacía falta colar la leche que Ingel ordeñaba, porque ella lo hacía todo de un modo limpio e incluso había ganado el concurso de ordeño de las Juventudes Campesinas sin ningún esfuerzo. Aliide había visto con sus propios ojos cómo las leyes del mundo no afectaban a su hermana, cómo en su cubo no caían pelos de vaca y cómo en su frente no había ni un solo grano. El sudor de Ingel olía a flores y con la menstruación no se le hinchaba su cintura de avispa. Las picaduras de los mosquitos no dejaban marcas en su piel casi transparente, ni las orugas atacaban las coles que plantaba. Las confituras que preparaba no se enmohecían, ni su repollo agridulce fermentaba. Los frutos de sus manos estaban siempre bendecidos, la insignia de las Juventudes Campesinas destellaba más en su pecho que en el de los demás, y su trébol de cuatro hojas nunca se rayaba, mientras que su hermana menor perdía el suyo una y otra vez, haciendo que su madre negase con la cabeza, pero sólo un momento, pues sabía que no mejoraría nada con ello.

Y ni siquiera era suficiente el hecho de que Ingel consiguiese al único hombre que había hecho detenerse el corazón de Aliide, a Hans. No, con eso tampoco bastaba, pues la tan admirada hermosura de Ingel y su sonrisa celestial habían empezado a resplandecer después de conocerlo con una fuerza que no era de este mundo, de un modo aún más cegador. Alumbraba todo el jardín de la casa incluso en las noches lluviosas y llenaba la alcoba donde dormían las hermanas, a tal punto que a Aliide le faltaba el aire y por las noches se despertaba jadeante y se precipitaba tambaleándose a abrir la puerta en busca de oxígeno. Y con eso tampoco bastaba, antes bien, las penurias de Aliide se multiplicaron aunque eso ya pareciese imposible. Se multiplicaron porque Ingel no era capaz de guardarse para sí misma sus pensamientos, así que tenía que estar susurrando sin parar cosas sobre Hans, que si Hans esto y Hans lo otro. Encima, obligaba a Aliide a observarlo, a fijarse en sus miradas y gestos, si eran lo suficientemente devotos, si miraba a otras, o si sus ojos sólo se fijaban en Ingel, y qué significaba esto y lo otro que Hans hubiera dicho, qué querría decir la flor de aciano que le había dado, si significaría amor, amor sólo por ella. ¡Y sí, era eso! Hans andaba tras la fragancia de Ingel como un animal en celo.

Los tonteos y arrumacos de los dos tortolitos se extendieron por la casa con tal rapidez que, un año después, apareció sobre la mesa una botella del licor rojizo que solía traer el pretendiente para pedir la mano de la novia. Después empezaron los preparativos de la boda y el baúl del ajuar. El baúl con el ajuar de Ingel engordaba como un cerdito, y ella correteaba de un lado a otro entusiasmada. Hubo divertidos bailes al atardecer y muchas risas, y después llegó la luna nueva, la que trae suerte y salud a los novios. Boda por aquí y boda por allá, y los novios a la iglesia y luego de vuelta. Los invitados esperaban, el velo corto de la novia ondeaba al viento y Aliide, con sus medias negras de seda, bailó y les contó a todos lo feliz y contenta que se sentía por su hermana y por el hecho de que al fin tenían un joven amo de la casa. Los guantes blancos de Hans resplandecían, y aunque bailó alguna pieza con Aliide estuvo mirando a Ingel todo el tiempo, volviendo la cabeza hacia allí donde resplandeciera el velo de la novia.

Hans e Ingel juntos en el campo. Ingel que corre a su encuentro. Hans que le quita la paja del cabello. Hans que la coge por la cintura y le da vueltas por el jardín. Ingel que corre hacia el establo de los caballos, Hans tras ella, risas tontas y nerviosas. Un día, una semana, un año, otro más. Hans que se quita la camisa y las manos de Ingel ya están acariciando su piel. Ingel que le echa agua en la espalda. Los dedos de los pies de Hans retorciéndose de gusto cuando Ingel le lava el pelo. Susurros, suspiros, el sordo roce de la ropa de cama por las noches. El crujido del colchón de paja y el chirrido de la cama de hierro. Murmullos para que el otro se calle y risitas tontas. Suspiros. Gemidos ahogados en la almohada y grititos atenuados con la mano. El calor sudoroso atravesaba la pared hasta la cama atormentada de Aliide. Después el silencio, y luego Hans abría la ventana a la noche de verano, se apoyaba con el torso desnudo contra el marco y fumaba un cigarrillo, cuya ascua brillaba en la oscuridad. Si Aliide se pegaba a su ventana podía ver el cigarrillo y aquella mano de venas abultadas y dedos largos, la mano que aguantaba el cigarrillo y que luego dejaba caer la colilla en el parterre de los claveles.