1992, oeste de Estonia

El coche de Paša está cada vez más cerca

Zara estaba limpiando las últimas frambuesas de la temporada, separaba los gusanos y los frutos ya totalmente comidos por éstos, los que conservaban una mitad intacta los partía en dos y dejaba caer la parte buena en una escudilla. De paso, intentaba pensar cómo preguntarle a Aliide acerca de las piedras que habían impactado contra la ventana, y sobre la palabra tibla escrita en su puerta. Al principio se había asustado, pensando que esa pintada se refería a ella, pero incluso a pesar de que no estaba muy lúcida, sabía que ni Paša ni Lavrenti harían tales jueguecitos. Iba dirigida a Aliide, mas ¿por qué iban a burlarse así de una anciana? ¿Cómo era posible que Aliide estuviese tan tranquila en semejante situación? La mujer trasteaba junto a la cocina de leña como si nada hubiese pasado, incluso tarareaba y de vez en cuando asentía con la cabeza hacia la escudilla de las frambuesas, supervisando su trabajo. En un abrir y cerrar de ojos, la joven tuvo en sus manos un cuenco de espuma extraída de la cacerola donde hervía la confitura. Según la anciana, Talvi siempre le pedía probarlo la primera. Empezó a beberse el cuenco obedientemente. La dulzura de la espuma le provocó un dolor punzante en los dientes. Los gusanos se movían en la fuente de los frutos de desecho, y las flores esmaltadas de la fuente parecían cobrar vida. Aliide estaba demasiado tranquila, sentada en una banqueta al lado de la cocina para vigilar los pucheros, con el bastón apoyado contra la pared y, sobre el regazo, el matamoscas, con el que asestaba un golpe de vez en cuando a algún que otro insecto. Sus chanclos de goma brillaban, aunque la cocina se hallaba en penumbra. El olor dulzón de las cacerolas se mezclaba con el del apio colgado a secar y con el desagradable sudor provocado por el calor de la cocina. Eso mareaba a Zara. El pañuelo, medio caído sobre su nuca, olía a Aliide. Le costaba respirar. No dejaban de ocurrírsele nuevas preguntas, aunque aún no había recibido respuesta a las primeras. ¿Por qué Aliide Truu vivía en aquella casa? ¿Qué significaban las pedradas contra las ventanas? ¿Llegaría Talvi antes que Paša? Zara se movía impaciente. Tenía el paladar pegajoso. La anciana apenas había pronunciado palabra después de haberle explicado la razón por la que habían pintado su puerta y tirado piedras. Era una situación incómoda. ¿Cómo conseguir que volviera a parlotear? Se había indignado bastante por la subida de los precios, a lo mejor debía preguntarle sobre eso. ¿Sería un tema lo bastante seguro? ¿Cuánto costarían hoy en día los huevos o los huesos para preparar una sopa? ¿Y el azúcar? Aliide había murmurado que probablemente habría que empezar a cultivar remolacha dulce otra vez, así estaban los tiempos. Pero ¿qué sabía Zara sobre aquello? Durante el último año, había olvidado todo lo relacionado con la vida normal, cómo se conocía gente, cómo conversar, y no lograba encontrar una manera sutil de acabar con aquel silencio. Aparte de eso, el tiempo se acababa y la imperturbabilidad de Aliide la asustaba. ¿Y si estaba loca? Seguramente las piedras y las pintadas no significaran nada para los propósitos de Zara, seguramente debería limitarse a actuar con rapidez y decisión. Las semillas de frambuesa que se le habían colado entre los dientes se le clavaban en las encías. Notaba el sabor a sangre. El reloj seguía con su tictac metálico, el fuego consumía un madero tras otro, quedaban menos frambuesas en las cestas, Aliide seguía quitando la espuma y los gusanos salían a la superficie con una precisión y exactitud fanáticas, mientras Paša se acercaba. A cada instante Paša estaba más cerca. El coche de Paša no se estropearía, el coche de Paša no se quedaría sin gasolina, el coche de Paša no sería objeto de un robo, Paša no sufriría ninguno de los percances que pueden retrasar el viaje de un mortal normal y corriente, porque los problemas de la gente normal y corriente no le afectaban y porque siempre se salía con la suya. No se podía contar con que tuviese mala suerte. Jamás la tenía. Tenía suerte, y dinero, y eso era buena suerte. Paša se acercaba sin tregua.

En la casa no había nada que hubiese llamado la atención de Zara, nada que hubiese podido aprovechar; ni viejas fotografías, ni libros con dedicatorias. Tenía que inventarse algo diferente.

La fotografía esperaba en su bolsillo.

Cuando Aliide fue a la despensa a buscar las tapas para los tarros, decidió actuar.