1992, oeste de Estonia

Zara traza un plan para escapar y Aliide tiende trampas

Zara se despertó con un familiar aroma de orejas de cerdo cocidas. Provenía de la cocina. Primero pensó que estaba en Vladivostok, pues la tapa de la cacerola repiqueteaba de un modo conocido sobre el agua hirviendo y reconoció el olor a cartílago, con lo que se le hizo la boca agua. Pero después una pluma de la almohada le pinchó la mejilla, y al abrir los ojos vio el ángulo de un tapiz desconocido. Se hallaba en casa de Aliide Truu. El papel de la pared tenía burbujas y las juntas estaban pegadas de cualquier manera. Entre el tapiz y el empapelado se veía una telaraña fina como una neblina de la que colgaba una mosca muerta. Apartó el tapiz con un dedo y debajo una araña correteó nerviosa. Estuvo a punto de apretar el tapiz para aplastarla, pero recordó que matar una araña significa la muerte de la propia madre. Acarició el tapiz. Se sentía el pelo ligero, la piel suave con aquel camisón de franela abrochado hasta el cuello. Los calcetines humedecidos en alcohol, que por la noche le habían resultado desagradablemente fríos, ahora estaban calientes. Todavía podía oler la fragancia del jabón. Sonrió. El sol se filtraba entre las cortinas, unas cortinas que eran justo como las había imaginado.

Habían preparado la cama en el sofá de la habitación de la entrada. La estancia de atrás estaba tan llena de plantas medio secas que a duras penas habría cabido una persona acostada. El suelo, las camas, las estanterías y la mesa habían sido cubiertos con periódicos, sobre los que había caléndulas, colas de caballo, menta, milhojas y comino. De las paredes colgaban bolsas llenas de rodajas de manzana y pan moreno secos. La mesa pequeña frente a la ventana rebosaba de jarabes medicinales que fermentaban al sol; algunos tarros parecían verdaderos hormigueros, y Zara se apresuró a desviar la mirada. A causa de las plantas, la atmósfera estaba tan cargada que habría sido difícil conciliar el sueño allí. Sin embargo, Aliide se había hecho la cama delante de la puerta, sobre una alfombra. Había apartado con cuidado los periódicos cubiertos de plantas de modo que en el suelo quedase un espacio libre para una persona. Aunque Zara había insistido en dormir allí, la anciana no había querido ni oír hablar de ello, probablemente temiendo que la joven aplastara sus hierbas al moverse en sueños. El olor de las plantas medicinales llegaba también hasta la habitación de atrás, aunque no tan intenso. Allí sólo había panales de miel apilados junto con algún que otro bote, y una ristra de ajos en un colgador al lado de la estufa. Junto al mueble de la radio había una pila de almohadones; las puntillas de sus fundas blancas y algo arrugadas habían amarilleado un poco, pero la parte central resplandecía en aquella habitación, por lo demás, casi en penumbra. Zara les había echado un vistazo furtivo antes de acostarse. Todos llevaban iniciales bordadas, todas distintas.

La puerta de la cocina, en cuyo interior se cocían las orejas de cerdo, estaba cerrada, pero la radio estaba lo suficientemente alta para que se oyese desde la habitación. Estaban hablando de la caída de una antena de repetición en Varsovia, el año anterior. Había sido la estructura más alta jamás construida, de 629 metros. Zara salió de la cama de un brinco, de pronto nerviosa.

—¿Mide?

Miró fuera por la ventana, como esperando ver un Volga o un BMW negro. Sin embargo, en el jardín no había nada anómalo. Aguzó el oído para intentar captar si ocurría algo raro, pero sólo oyó su pulso, la radio, el tictac del reloj y el crujido del parquet cuando se acercó sigilosamente a la puerta de la cocina. ¿Estarían allí Paša y Lavrenti, sentados tranquilamente tomando un té? ¿Esperándola? Conociéndolos, no le sorprendería: la habrían dejado despertar en paz para que luego fuese a la cocina sin sospechar nada. Un sistema, según ellos, diabólico y genial. Estarían apoyados con descaro contra una esquina de la mesa, fumando y hojeando periódicos. Y le sonreirían cuando entrase en la cocina. Tal vez habrían obligado a Aliide a guardar silencio y permanecer sentada entre ellos, con sus legañosos ojos aterrorizados. Aunque era difícil imaginar a la anciana con tal expresión.

Abrió la puerta de un empujón, y al estar muy ajustada emitió un chirrido. La cocina se hallaba vacía. Ni rastro de Paša o Lavrenti. Encima de la mesa vio la libreta de recetas de Aliide, un periódico abierto y varios billetes de coronas. La olla de las orejas de cerdo hervía bajo una nube de vapor. Justo delante de la jofaina vacía, el suelo estaba mojado, la bañera también estaba vacía, pero los cubos de agua sucia estaban llenos a rebosar. No se veía a la anciana por ninguna parte. La puerta de entrada chirrió y Zara se volvió. ¿Acaso llegaban en ese preciso momento?

—Buenos días, Zara —la saludó Aliide al entrar—. Por lo visto has dormido bien. —Y depositó un cubo de agua en el suelo—. Pero ¿qué ha pasado? ¿Qué te has hecho en el pelo?

Zara se sentó a la mesa y se pasó una mano por la cabeza. El pelo corto pinchaba y sentía frío en la nuca.

Las tijeras estaban al lado del tarro de azúcar. Las cogió con un movimiento súbito y empezó a cortarse las uñas. Unas medias lunas irregulares y pintadas de rojo fueron cayendo de una en una sobre el mantel de hule.

—Creo que podríamos haber buscado una manera de teñirte el pelo. Con ruibarbo se consigue un color rojizo.

—Ya no importa.

—Bueno, pues por lo menos deja las uñas en paz. Debería tener una lima por alguna parte. Vamos a arreglarlas.

—No.

—Zara, ese marido tuyo no sabe llegar hasta aquí. ¿Cómo iba a saberlo? Podrías estar en cualquier parte. Bebe un café y tranquilízate. Esta misma mañana he molido unos granos de café del bueno.

Llenó la taza de la joven y empezó a poner las orejas de cerdo en un plato con ayuda de una espumadera, sin dejar de mirar de reojo a Zara cortarse las uñas. Cuando acabó, la joven empezó a remover el amarillento y grueso azúcar con la cucharilla. Sentía las yemas de los dedos desnudas y limpias. El húmedo crujido del azúcar junto con el zumbido de la nevera la serenaban. ¿Debía aparentar la mayor calma posible o explicar cómo era Paša en realidad? ¿Qué le convenía contar para que Aliide estuviese dispuesta a ayudarla? ¿Tal vez tendría que tratar de olvidar a Paša durante un tiempo y centrarse en la anciana? Como mínimo, necesitaba pensar con mayor claridad.

—Siempre te encuentran.

—¿Te encuentran?

—Quiero decir que mi marido siempre acaba encontrándome.

—Así pues, no es tu primera huida.

La cucharilla dejó de moverse en el azucarero.

—No hace falta que contestes. —Aliide llevó a la mesa el plato de orejas de cerdo—. Yo sólo digo que estás en demasiado baja forma para ser un señuelo.

—¿Un señuelo?

—No te hagas la inocente, chiquilla. Una jovencita de esas a las que mandan de avanzadilla para ver si hay algo de valor en la casa. Normalmente, las dejan tiradas en medio de la carretera como si estuviesen heridas, para que uno detenga el coche, y luego ya está, te quedas sin él. Aunque no tendrías que haber venido hasta después de la visita de mi hija. —La anciana empezó a poner los platos en la mesa, mirando de reojo a Zara; estaba claro que esperaba una réplica de la joven.

¿Había gato encerrado en sus palabras? Zara se esforzó por interpretarlas, pero no encontró nada extraño.

—¿Y por qué? —se limitó a preguntar al fin.

Aliide no contestó enseguida. Era evidente que había esperado una reacción distinta de la joven.

—Porque vendrán las visitas, la gente de la aldea, pues todos querrán ver qué me ha traído. Pero yo escondo la mayor parte de las cosas en los recipientes de la leche y sólo dejo a la vista un par de paquetes de café. No es que ahora haya nada en ellos, están vacíos, únicamente quedan unos pocos macarrones y algo de harina; están esperando a que mi hija llegue de visita. A mimar a su vieja madre.

Zara siguió removiendo la cucharilla e intentó entender qué quería decir la anciana.

—Le pedí que me trajera un poco de todo.

De repente, Zara tuvo una idea. ¡Un coche! ¿Acaso su hija vendría en coche?

—Vendrá en su propio coche. Talvi también prometió traer un televisor nuevo para sustituir ese Record, ¿qué te parece? Qué raro que hoy en día dejen pasar aparatos electrónicos por la frontera con tanta facilidad.

Zara se sirvió una oreja de cerdo. Su cuchillo tintineaba contra el plato y el tenedor se hundía despacio en los trozos de carne. No siempre acertaba; a veces el tenedor chirriaba, y sus dedos sujetaban con fuerza los cubiertos. Tenía que concentrarse en aflojarlos o Aliide se daría cuenta de que trataba de evitar que le temblasen. Tampoco podía aparentar demasiado interés, debía comer la oreja y hablar al mismo tiempo, pues masticar hacía más firme su voz. Le preguntó adónde se marcharía Talvi después de la visita, si se dirigiría directamente a Tallin en su coche. Aunque Zara consiguiese llegar hasta la ciudad más próxima (y no sabía cuál era), no podría tomar autobuses ni trenes si no quería que su marido se enterara enseguida, y también la milicia. Aliide le recordó que en Estonia ya había policía normal, pero Zara insistía en que necesitaba llegar a Tallin a escondidas, sin que nadie se percatase. Que alguien la descubriera supondría el fin de su viaje.

—Sólo necesito que me lleve hasta Tallin, nada más.

Aliide frunció el cejo. Aunque era una mala señal, Zara ya no podía parar, su voz sonaba agitada y hablaba atropelladamente, se saltaba algunas palabras para luego volver sobre ellas. ¡Un coche! ¡Talvi tenía un coche! Eso podría solucionar sus problemas. ¿Cuándo llegaría?

—Pronto.

—¿Cómo de pronto?

—Quizá en un par de días.

Si Paša no la descubría antes, podría escapar a Tallin con la ayuda de Talvi. Después, solamente tendría que pensar la forma de continuar hasta Finlandia. Quizá en el puerto podría esconderse en un camión, o tal vez en algún otro lugar. ¿Cómo se las arreglaba Paša para llevar a la gente al otro lado de la frontera? Zara sabía que la policía registraba los maleteros de los turismos. Tenía que ser un camión, uno finlandés, los finlandeses siempre lo tenían más fácil para cruzar al otro lado. Necesitaba un pasaporte, y sólo lo conseguiría si se lo robaba a alguna finlandesa de su edad. Pero sería muy complicado, no lo lograría ella sola. Primero había que llegar a Tallin. Ahora debía centrarse en que Aliide la ayudase. Pero ¿qué podía hacer para que la anciana dejase de fruncir el cejo? Tenía que tranquilizarse, olvidarse por un instante de Talvi y su coche para no inquietar todavía más a la mujer. Las alternativas cruzaban su cabeza a toda velocidad, pero no las podía controlar, ni siquiera sopesarlas. Las sienes le latían. Tenía que respirar hondo, aparentar ser digna de confianza, una de esas chicas que se hacen querer por las personas mayores. Tratar de ser amable, correcta, educada y servicial, pero tenía cara de puta y modales de puta, aunque seguramente el hecho de cortarse el pelo la ayudaría un poco. Joder, no lo conseguiría.

Fijó la vista en la taza de café de Aliide. Si se concentraba en algo, podría contestar mejor a cualquier pregunta. La porcelana amarillenta estaba surcada de fisuras negras, como patas de araña. La taza era translúcida y recordaba a una piel joven, aunque ya tuviera sus años. Era chata y modelada con gracia, pertenecía a un ámbito distinto del resto de cacharros de la cocina, poseía alguna clase de refinamiento procedente de un mundo pasado. Zara no había visto en la alacena ninguna otra pieza de vajilla de la misma serie, aunque, por supuesto, no conocía la vajilla entera de Aliide, sólo la que estaba a la vista. La anciana bebía el café, la leche y el agua en aquella taza, que sólo enjuagaba de vez en cuando. Se trataba de su taza favorita, estaba claro. Zara siguió sus fisuras con la mirada, a la espera de la siguiente pregunta.

—Este año hemos tenido una cosecha buena —dijo Aliide, y empujó la fuente de tomates hacia la muchacha.

Entre los tomates revoloteaba una mosca.

Zara negó con la cabeza mirando la fuente. Aliide espantó la mosca con la mano.

—Sólo ponen los huevos en la carne.

Aliide estaba alerta. Había intentado despertar el interés de Zara por Finlandia, pero la muchacha no había formulado más preguntas sobre Talvi ni sobre aparatos eléctricos. Se limitaba a toquetear el plato con el tenedor, masticaba con esmero, hacía tintinear la taza de café. Sus tragos largos se oían perfectamente, aunque la radio estaba encendida, y de vez en cuando se tocaba el pelo recién cortado. Su pecho subía y bajaba. Hablar del coche la había puesto nerviosa, no había sido el televisor nuevo ni otra cosa. A lo mejor era que simplemente no le interesaban, o que era astuta como un zorro. Pero ¿podría ser aquella piltrafa de chica un señuelo o una ladrona? Aliide reconocía a los ladrones. Zara no tenía aquella vivacidad en los ojos, no miraba como los ladrones, sino más bien como un perro siempre alerta para que los niños no le pisen el rabo. Su expresión era huidiza, como si se estuviese encogiendo. Los ladrones no eran así, ni siquiera los que aprendían a robar a base de sopapos. Tampoco el hecho de mencionar los regalos de Finlandia había producido en la chica la reacción que Aliide esperaba, aquel conocido brillo de la codicia, una vibración respetuosa en la voz, nada. ¿Acaso lo que quería robar era el coche?

También la había puesto a prueba dejándola sola en la cocina: había salido fuera para espiarla por la ventana, pero la muchacha no se lanzó sobre el bolso de la anciana, ni siquiera miró los billetes esparcidos en la mesa, aunque ella los había dejado bien a la vista. Luego, al entrar, le mencionó las coronas y se las enseñó, diciendo: «Mira, billetes de corona, y sólo tienen un par de meses, ya no tenemos rublos, ¡imagínate!». Charló un buen rato sobre el gran día del cambio de moneda, el 20 de junio, y después dejó, como quien no quiere la cosa, las coronas en la esquina de la alacena, pero la muchacha no les prestó ninguna atención. Mientras Aliide parloteaba sobre la devaluación del dinero y cómo los rublos se habían convertido en papel higiénico, la chica parecía ausente, limitándose a asentir de vez en cuando con educación y atrapando al vuelo alguna palabra en su conciencia para dejarla escapar enseguida, sin la más mínima reacción. Más tarde, sin que la muchacha la viera, la anciana contó los billetes. No faltaba ninguno. También comentó lo bonito que era su bosque, pero en los ojos de la joven no surgió la menor chispa de interés.

Sin embargo, al dejarla sola, la vio frotarse los brazos y ponerse a examinar la antigua azucarera, anterior a la época soviética, recorriendo con los dedos las fisuras y los adornos, observando la cocina a través de ella. Ningún ladrón podría estar interesado en una pieza de porcelana rota. Aliide había repetido el truco de antes, dejó a la chica sola y salió por agua al pozo. Antes de marcharse, apartó una de las cortinas justo lo suficiente para poder espiar a su invitada desde el jardín. La muchacha se limitó a dar vueltas y se acercó al ropero, pero no lo abrió, ni siquiera los cajones, tan sólo lo toqueteó por fuera e incluso apretó la mejilla contra la madera pintada de blanco, para luego aspirar la fragancia de los claveles que había sobre la mesa. Acarició el mantel, con sus amapolas, sus lirios y sus capuchinas bordadas sobre fondo negro, tocó sus hojas verdes con los ojos fijos en la tela, como si de repente estuviera interesada en aprender a bordar. Si se trataba de una ladrona, era la peor del mundo.

Antes de que Zara se despertase, Aliide ya había llamado a Aino para decirle que tenía un poco de fiebre y no se sentía con fuerzas para recoger los paquetes de la beneficencia. Aún le quedaba un poco de leche, así que ya se la traería en otra ocasión. Aino se puso a hablar sobre Kersti, que una vez había visto una luz extraña en el camino del bosque, un ovni según ella, se había desmayado y se había despertado horas más tarde en el mismo camino. Ni siquiera la propia Kersti recordaba si los ovnis se la habían llevado a algún sitio. Aliide la interrumpió alegando que se sentía muy débil e iba a acostarse, y casi le colgó sin más. Ya tenía bastante que pensar en su propia casa. Debía desembarazarse de aquella muchacha antes de que Aino u otra vecina fuese a visitarla. ¿Qué demonios la había movido a acogerla?

Zara comía ruidosamente. Sus mejillas resplandecían como una manzana roja. Sus ojos aún brillaban al pensar en el coche, aunque intentaba contener su entusiasmo. Era una pésima actriz, y no llegaría muy lejos si seguía así. ¿Qué había pretendido al raparse el pelo, si con un pelo así todavía llamaba más la atención que antes?

Aliide fue a la despensa en busca de pepinillos. La crema de caléndulas que había preparado para el invierno estaba espesándose en la alacena, delante de los tarros de pepinillos en conserva. Era lo único que Talvi aceptaba llevarse a Finlandia, pues la caléndula le sentaba muy bien a su cutis, pero nunca había aprendido a prepararla. En cambio, jamás quería llevarse pepinillos, aunque le gustaran. En el maletero de su coche cabían un montón de tarros, pero si Aliide intentaba meterlos a escondidas, su hija los sacaba. ¿Acaso aquella muchacha que seguía acurrucada en la cocina quería robarle el coche a Talvi y escapar? La anciana no tenía ni idea.

Contaban que los finlandeses no echaban rábano picante a sus pepinillos en conserva, ésa era la diferencia con los suyos.

Aliide se sentó a la mesa y le ofreció a la chica rodajas de pepinillo en vinagre al eneldo y nata agria, pepinos en salsa y pepinillos amargos.

—Este año he tenido una cosecha extraordinaria.

Zara no era capaz de decidir qué clase de pepinos escoger: extendió el brazo primero hacia los amargos y después hacia el otro recipiente, que hizo caer al suelo a causa del temblor de su mano. El golpe la hizo brincar de la silla y taparse los oídos con las manos. Como siempre, lo había estropeado todo. El recipiente esmaltado quedó boca abajo al lado de la alfombra de retales; unas rayas de nata agria veteaban el cemento gris. Afortunadamente, el recipiente no era de cristal, al menos no había roto nada. Aunque seguramente rompería algo pronto si las manos no dejaban de temblarle. Primero tendría que controlar el temblor y luego conseguir que Aliide entendiese que no disponía de mucho tiempo. La anciana tampoco pareció enfadarse esta vez por el desastre ocasionado; al contrario, fue a buscar un trapo y empezó a limpiar canturreando de modo tranquilizador. No pasaba nada. Cuando al fin a Zara se le ocurrió ayudar, sus manos aún temblaban.

—Venga, Zara, sólo era un tarro de pepinos. Vuelve a la mesa.

La muchacha no paraba de repetir que había sido sin querer, pero eso no parecía interesar a Aliide, que interrumpió su retahíla de excusas y lamentos.

—Entonces, ¿tu marido tiene dinero?

Zara volvió a sentarse. Ahora tenía que concentrarse en hablar correctamente y no provocar nuevos estropicios. Zara, sé una buena chica. No pienses que no vales para pensar. Sólo contesta a las preguntas y ya está. Ya hablarás más tarde del coche.

—Sí, tiene dinero.

—¿Mucho?

—Mucho

—¿Y la mujer de un hombre rico trabajaba de camarera?

Zara se tironeaba del lóbulo. No llevaba pendiente, tan sólo tenía un agujero ligeramente enrojecido. ¿Cómo podía contestar a aquella pregunta? Era estúpida y lenta para improvisar, pero si se quedaba callada, la anciana pensaría que estaba ocultando algo malo. Pero ¿seguiría sosteniéndose su historia de que trabajaba de camarera? Aliide la escrutaba, así que comenzó a ponerse nerviosa otra vez. No sería capaz de salir airosa. Paša tenía razón, lo que necesitaba era una paliza. Quizá también acertaba cuando le decía que era incapaz de comportarse a menos que temiese recibir una tunda. Puede que en ella hubiese algo malo e insano, alguna tara de nacimiento. Y mientras pensaba en su propia incapacidad para comportarse correctamente, las palabras empezaron a brotar de sus labios, sin darle tiempo de decidir qué iba a decir. Vale, vale, no era camarera. Se apretaba el agujero de la oreja con una mano, mientras con la otra se frotaba el hueco de la clavícula. Su mente, su boca y ella misma eran ahora entidades separadas que nada tenían en común. La historia simplemente fluía hacia fuera y ella era incapaz de acallarla. Le contó que habían estado de vacaciones en Canadá, en un hotel de cinco estrellas, y pasaban el día entero dando paseos en un coche negro, y que tenía un abrigo de piel nuevo cada día de la semana, además de abrigos distintos para la noche, para el día, para estar dentro y estar fuera.

—Vaya, qué emocionante.

Zara se limpió las comisuras de la boca. Sintió vergüenza y calor, e hizo lo que solía cuando tenía demasiada vergüenza: concentró sus pensamientos y su mirada en algo distinto. Aliide, la cocina y la olla de orejas de cerdo desaparecieron. Miraba fijamente su dedo. La espumilla de las comisuras que le había quedado en la yema era igual que la saliva que deja una serpiente sobre una hoja de frambuesa. Era una oruga. Se concentró en esa pequeña criatura, eran las más útiles cuando se trataba de abstraerse de la realidad. La oruga se esconde dentro de una bola de baba, que la protege de sus enemigos y evita que se seque. ¿Dónde lo había oído? ¿En la escuela? Recordaba el crujir tranquilizador del libro de texto, el olor a papel y pegamento. Por un instante, evocó aquel crujido, imaginando que sus pensamientos eran como las páginas secas del libro y se tranquilizó, abandonó la oruga y permitió que la emisora Vikerraadio volviese a sus oídos, que su mente regresara a la cocina de Aliide, a las ranuras del suelo, al mantel de hule, a la cucharilla de aluminio. En una esquina de la mesa vio un frasco en cuya etiqueta se leía en cirílico drazee, «vitamina C», y el código de certificación sobre el familiar cristal marrón. Zara extendió la mano hacia él repitiendo para sí aquellas tranquilizadoras palabras rusas de la etiqueta, y le dio unos golpecitos a la tapa, un sonido conocido. Cuando era niña, a menudo se zampaba todo el contenido del frasco a escondidas; aquel sabor amargo, de un naranja vivo, le colmaba la boca junto con el olor a farmacia, pues se compraba en la farmacia. Su pulso ya había recuperado el ritmo normal cuando se volvió hacia Aliide y le pidió perdón por su nerviosismo. Dijo que sólo había querido parecer una persona normal y corriente, y que no tenía ninguna intención de parecer presumida.

Aliide soltó una risita.

—No querías parecer una ladrona.

—Probablemente.

—Y tampoco la mujer de un mafioso.

—Probablemente.

Pero Aliide no continuó con la conversación y tampoco preguntó el motivo por el que Zara no podía volver a Rusia o a su casa.

Oyó el tictac del reloj. El fuego chisporroteaba en la cocina de leña. Zara sentía la lengua entumecida. Las ranuras del suelo de cemento parecían borrosas, como si se moviesen un poco.

—Ya está —dijo al fin Aliide levantándose de la mesa. Golpeó la lámpara con el matamoscas, pues algunos insectos revoloteaban alrededor, y se puso a hervir unos tarros de cristal en una tartera—. A ver, ven aquí a ayudarme. Por lo visto, los calcetines mojados en alcohol han servido de algo, al menos no pareces resfriada. Luego iré a buscar un pañuelo, para que te tapes esa cabeza.