En el armario está la maleta de la abuela, y dentro su chaquetón de plumas
Zara escondió los folletos que le había dado Oksanka en la maleta que tenía en el ropero, ya que no sabía qué opinaría su madre al respecto. Por la abuela no debía preocuparse, no le contaría nada de lo dicho por su amiga. Sin embargo, sí tendría que decirle que la había visitado, porque al final se enteraría por los chismorreos de las mujeres del piso comunitario. Como querrían saber qué regalos le había traído, tendría que invitar a cada una a un trago de ginebra. Su madre seguramente se pondría contenta por los regalos, pero ¿se alegraría igual si se enteraba de que Zara podía encontrar trabajo en Alemania? ¿Ayudaría que le dijese cuantos dólares podría mandar a casa? ¿Y si fuese una cantidad de dinero desorbitada? Al día siguiente le preguntaría a Oksanka qué cantidad podía asegurarle. Probablemente también debería aclarar otros asuntos. ¿Ahorraría lo suficiente para vivir cinco años, lo necesario para estudiar y graduarse? ¿Podría ahorrar bastante y al mismo tiempo mandar dinero a casa? Si se quedaba allí poco tiempo, sólo medio año por ejemplo, ¿lograría ahorrar algo?
También metió las medias en la maleta. Si su madre las descubría, seguro que las vendería de inmediato con la excusa de que Zara no las necesitaba.
La abuela dejó de mirar al cielo por un momento.
—¿Qué tienes ahí?
Zara le mostró el envoltorio plano: un sobre de plástico transparente con una foto de una mujer de sonrisa reluciente y piernas largas, impresa sobre un cartón multicolor. En éste había un troquelado por el que se veía un trozo de media. La abuela le dio vueltas en la mano. Zara quiso abrirlo para enseñarle las medias, pero la anciana se lo impidió. ¿Para qué? Se romperían entre sus ásperas manos. ¿Y quién podría arreglar unas medias tan finas con una aguja de remiendo?
—Vamos, escóndelas ya —le ordenó, y añadió que las medias de seda también habían sido una valiosa moneda de cambio durante su juventud.
Zara volvió al armario y decidió colocarlas junto con los folletos en la parte de abajo de la maleta. La bajó al suelo y empezó a deshacerla. En el armario siempre tenían unas maletas preparadas: una para mamá, una para la abuela y una para Zara. Decían que era por si se producía un incendio. A veces, la abuela las rehacía y examinaba, incluso de noche, haciendo tanto ruido que despertaba a su nieta. A medida que Zara fue creciendo, la abuela fue sustituyendo la ropa de la maleta, quitando la que se le quedaba pequeña. También estaban todos los documentos importantes, la chaqueta con el dinero cosido en el forro, y medicinas que se renovaban con regularidad. Asimismo había agujas, hilo, botones e imperdibles. En la maleta de la abuela se guardaba además un chaquetón de plumas, ya grisáceo por el uso. El relleno se había endurecido y las costuras, que iban de arriba abajo, regulares como un alambre de espino, contrastaban extrañamente con la tosquedad de la chaqueta.
De niña, Zara siempre había pensado que la abuela sólo veía la porción de cielo visible por la ventana y no se daba cuenta de lo que pasaba en la casa. Sin embargo, una vez la maleta se le había caído sin querer del estante, y al estrellarse contra el suelo habían saltado las cerraduras. La abuela se volvió con la rapidez de una joven y su boca se abrió de par en par, como la tapa de una lata de conservas. Aquel chaquetón de plumas que Zara nunca había visto había caído al suelo. La abuela no se movió de su sitio, delante de la ventana, pero su mirada traspasó a Zara de parte a parte, y ella no entendió por qué se sentía avergonzada, y por qué era una vergüenza distinta a la que experimentaba cuando tropezaba o contestaba mal en la escuela.
—Guárdalo.
Cuando llegó a casa, su madre arregló la maleta y la cerró. No consiguieron reparar las cerraduras, así que se las dieron a Zara para jugar, y ella hizo unos pendientes para la muñeca. Era uno de los acontecimientos más extraños de su niñez y aunque ni siquiera más tarde llegó a comprender qué había pasado y por qué, lo cierto era que a partir de ese momento abuela y nieta comenzaron a hacer cosas juntas. La anciana empezó a llevarla consigo y a dejarla participar en la preparación de las conservas durante la época de recolecta. Como su madre trabajaba, nunca disponía de tiempo para regar la huerta de legumbres que tenían, ni para quitar las malas hierbas. Zara y su abuela se cuidaban la una a la otra, y de paso la anciana le contaba historias de aquel otro país en aquel otro idioma. Zara lo había oído por primera vez cuando, al despertar de repente en plena noche, vio a su abuela hablando sola junto a la ventana. Tras despertar a su madre, Zara le susurró que a la abuela le pasaba algo. Su madre echó la manta a un lado, se calzó las zapatillas y luego le recostó la cabeza en la almohada sin mediar palabra. Zara fingió obedecer. La manera en que su madre habló con la anciana le sonó extraña, y ésta le contestó también con palabras extrañas. Las maletas yacían en el suelo, abiertas. Su madre palpó las manos y la frente de la anciana y le dio agua y Validol. Su abuela lo tomó sin mirarla, lo que no era de extrañar, ya que nunca miraba a nadie a la cara, siempre desviaba un poco la vista. Luego su madre recogió las maletas, las metió en el armario y después apoyó las manos en los hombros de la anciana. Así permanecieron, quietas, mirando la oscuridad exterior.
Al día siguiente, Zara le preguntó a su madre qué había dicho su abuela y en qué idioma hablaba. Su madre trató de eludir el tema fingiéndose ocupada con el té y el pan, pero Zara insistió. Entonces le contó que la abuela había estado hablando estonio, repitiendo la letra de una canción de ese país; por lo visto chocheaba un poco. Sin embargo, le dijo el título: Emasüda, «Corazón de madre». Zara memorizó la palabra y cuando su madre no estaba en casa aprovechó para pronunciarla delante de su abuela. Ésta la miró a los ojos y Zara sintió su mirada atravesándola, en la boca, en la garganta, y notó que la garganta se le cerraba, que la mirada de su abuela se deslizaba hacia abajo, hacia el corazón, que empezaba a encogérsele. Luego percibió que seguía desde el corazón al estómago, que se le retorció, y a continuación hacia sus piernas, que le empezaron a temblar, y de éstas a las plantas de los pies, que le hormiguearon. Entonces notó una oleada de calor, y su abuela le sonrió. De esa sonrisa nació su primer juego compartido, que había brotado palabra por palabra y empezado a florecer de manera brumosa y amarillenta, como florecen las lenguas muertas, a chasquear con dulzura, como la aguja del gramófono, y a sonar como las voces bajo el agua. Entre silencios y susurros crearon un idioma propio. Era su secreto, su juego compartido. Mientras su madre se hallaba inmersa en las tareas domésticas, Zara sacaba cualquier cosa, un juguete, o simplemente tocaba algún objeto, y la anciana sentada en su silla articulaba con los labios una palabra en estonio, sin pronunciarla en voz alta. Entonces Zara tenía que descubrir si era el nombre correcto. Si no lo descubría, se quedaba sin un caramelo, pero si acertaba conseguía un dulce. A su madre no le gustaba que la abuela le diese chucherías sin motivo, pues eso era lo que creía, pero, como no tenía ganas de entrometerse, se limitaba a soltar un hondo suspiro de vez en cuando. Zara había ido atesorando aquellas palabras melodiosas, aquel idioma suave, y las pocas historias que su abuela le había contado en la huerta acerca de un café en algún lugar, donde servían pasteles de ruibarbo decorados con nata cremosa. Un café donde los pasteles de nata y chocolate se derretían en la boca y en cuya terraza se percibía la fragancia del jazmín, el crujir de los periódicos en alemán, estonio y ruso, las agujas de corbata y los gemelos, las mujeres con elegantes sombreros, y donde se veía a algún dandi con zapatillas de tenis y traje oscuro. En la calle flotaba una nube de magnesio salida de un apartamento donde acababan de tomar unas fotografías. El concierto dominical en el paseo marítimo. Tragos de agua Seltzer en el parque. El fantasma de la princesa de Koluveri, que se aparecía en la oscuridad por los caminos. En las noches de invierno, al calor de una cocina de leña, tostadas untadas con confitura de frambuesa y leche fría para beber. ¡Y compota de grosellas rojas!
Zara rehízo su maleta, metió todo lo que contenía sobre los folletos y las medias, la cerró y la puso en su sitio en el armario. La abuela se había vuelto otra vez hacia la ventana y miraba el cielo. En invierno no podían tapar el cristal con mantas, aunque entrase la corriente, e intentaban sellarla de todas las maneras posibles, pero no había forma. Su abuela quería contemplar el cielo también de noche, cuando de hecho no se veía nada. Decía que era el mismo cielo de su hogar. También la Osa Mayor era de gran importancia para ella, pues era la misma de su casa, sólo que se veía menos y a veces incluso había que buscarla. Siempre había sido fácil hacer sonreír a la abuela con la ayuda de la Osa Mayor; bastaba con que Zara la señalase y pronunciase su nombre. De niña, Zara no comprendía el porqué; hasta más tarde no había entendido que la abuela quería decir «Estonia» cuando decía «casa». Había nacido allí, y su madre también. Después había llegado la guerra y el hambre, y la guerra se había cobrado la vida del abuelo y ellas habían tenido que escapar de los alemanes. Habían llegado a Vladivostok, ya que allí había trabajo y comida, de modo que se habían quedado.
—¿Estaría mal que me fuera a trabajar a Alemania? —le preguntó Zara a su abuela.
—Eso tienes que preguntárselo a tu madre —respondió la anciana sin volverse.
—Total, ella no va a decirme nada. Nunca dice nada sobre nada. Si no quiere que se haga algo, no dice nada. Y si quiere, tampoco.
—Tu madre es de pocas palabras.
—¡Es que parece muda!
—Calla, calla —la reprendió la abuela.
—No creo que le importe que esté aquí o en otra parte.
—A mí no me lo parece.
—¡No intentes justificarla!
Zara bebió un sorbo de té con ímpetu, se atragantó y empezó a toser tanto que se le saltaron las lágrimas. Se iría, al menos así dejaría de oír cómo se arrastraban las zapatillas de su madre. Otras madres también habían presenciado los bombardeos de niñas, y aun así hablaban, aunque la abuela aseguraba que una bomba podía asustar a un niño hasta tal punto que no volviera a hablar. ¿Por qué tenía que ser justo su madre la que se había quedado conmocionada por las bombas? Se marcharía. Traería un montón de dinero para su abuela y a lo mejor incluso un telescopio. Y a ver si su madre tenía algo que decir cuando volviese con la maleta repleta de dólares y se pagase los estudios, cuando consiguiese una vivienda sólo para ellas y se hiciese médica en un tiempo récord. Tendría su propia habitación, donde podría estudiar tranquila y prepararse para los exámenes, y luciría un peinado occidental, medias brillantes a diario, y la abuela podría buscar la Osa Mayor con un telescopio.