1991, Vladivostok

Zara admira las medias brillantes y prueba la ginebra

Un día, Oksanka fue a casa de Zara en un Volga negro. Zara estaba de pie en los escalones cuando el coche paró delante de su puerta, la portezuela se abrió y apareció una pierna enfundada en una brillante media. Al principio se asustó: ¿cómo era que se detenía ante su casa un Volga negro? Pero el susto se le pasó en cuanto un rayo de sol se reflejó en la pierna de Oksanka. Las ancianas sentadas en el banco de al lado enmudecieron y miraron fijamente aquel vehículo de carrocería reluciente y la pierna que destellaba. Zara nunca había visto nada similar: era una media color carne que ni siquiera parecía una media, a lo mejor tal vez ni lo fuera. Pero la luz se reflejaba de tal manera que indicaba que tenía que haber algo, no podía tratarse de una pierna desnuda. Era como si la extremidad tuviese un halo, igual que la Virgen María, Madre de Dios. La luz doraba el borde de la pierna, que terminaba en un tobillo y un zapato de tacón, ¡y menudo zapato! El tacón era más estrecho por el medio, como un fino reloj de arena. En los viejos libros de historia del arte había visto que Madame de Pompadour llevaba unos parecidos, pero el zapato surgido de aquel coche era más alto y delicado, algo puntiagudo. Cuando se posó sobre la calle polvorienta y el tacón pisó una piedra, pudo oír el rechinar desde los escalones. Al final, del interior del coche salió el resto de la mujer. Oksanka.

De las puertas delanteras bajaron dos hombres vestidos con cazadoras de cuero negro, gruesas cadenas de oro y brillantes al cuello. No dijeron ni una palabra, se limitaron a quedarse al lado del vehículo mirando fijamente a Oksanka. Era digna de admirar. Muy guapa. Hacía mucho tiempo que Zara no veía a su amiga, desde que ésta se había ido a estudiar a Moscú. Le había enviado alguna tarjeta postal y después una carta en que le anunciaba su intención de ir a trabajar a Alemania. Desde entonces no había recibido noticias suyas. El cambio operado en ella era desconcertante. Sus labios brillaban como el papel de una revista occidental, y llevaba una estola de zorro marrón claro, no propiamente del color del zorro, sino más bien café con leche, ¿o quizá en otros sitios los había con ese pelaje?

Oksanka avanzó unos pasos hacia la puerta y al ver a Zara se detuvo y la saludó con la mano. En realidad pareció arañar el aire con sus uñas rojas. Tenía los dedos un poco flexionados, como preparados para rascar. Las ancianas se volvieron en dirección a Zara. Una de ellas se ciñó el pañuelo; otra se colocó el bastón entre las piernas; la última aferró el bastón con ambas manos.

Sonó el claxon del Volga.

Oksanka se acercó a su amiga. Subió los peldaños sonriendo, con el sol jugueteando en sus dientes relucientes, y tendió sus manos de largas uñas para abrazarla. La estola de zorro rozó la mejilla de Zara. Los ojos cristalinos estaban fijos en ella, que les devolvió la mirada. Aquella mirada le resultaba familiar. Por un instante, pensó que los ojos de su abuela a veces eran justo así.

—Cuánto te he echado de menos —susurró Oksanka. El pegajoso brillo de sus labios destellaba, y era como si le costase entreabrirlos, como si tuviese que forcejear con pegamento cada vez que abría la boca.

El viento empujó un mechón de pelo de Oksanka hasta sus labios y, al apartarlo con gesto delicado, Zara le rozó la mejilla, dejándole una raya roja. Tenía marcas similares en el cuello, como azotes de fusta o arañazos. Cuando Oksanka le apretó la mano, Zara sintió los leves pinchazos de sus uñas.

—Tendrías que ir a la peluquería, corazón —dijo riendo Oksanka, ahuecando el pelo de su amiga—. ¡Un color nuevo y un peinado bonito!

Zara no respondió.

—Bah, ahora me acuerdo de cómo son las peluquerías de por aquí. Quizá será mejor que no dejes que te toquen. —Oksanka volvió a reír—. Vamos a tomar un té.

Zara la llevó dentro. A su paso, en la cocina de la kommunalka, el piso comunitario, se hizo el silencio. El suelo rechinó: las mujeres se habían acercado a la puerta para verlas. Las zapatillas de Zara, aplastadas por un lado, hacían crujir la arena y las cáscaras de pipas que alfombraban el suelo. Sentía las miradas de las mujeres como puñales en la espalda.

Zara hizo pasar a Oksanka a la habitación y cerró tras ellas. Su amiga resplandecía como un cometa en aquella estancia poco iluminada. Sus pendientes destellaban como ojos de gato. Zara tiró de las mangas de su bata para taparse los nudillos enrojecidos.

La abuela no movió la cabeza. Siempre se sentaba en aquel sitio y miraba fijamente por la ventana. Su cabeza parecía negra a contraluz. La anciana apenas se movía de su silla, sólo miraba fuera día y noche sin decir nada. Todos la habían temido siempre un poco, incluso el padre de Zara, a pesar de que raramente no estaba borracho. El día que cayó en un coma etílico y murió, su madre volvió a vivir con la abuela y Zara. A la abuela nunca le había gustado su yerno, al que siempre llamaba tibla, sucio ruso. Pero Oksanka estaba acostumbrada a aquella mujer y se apresuró a saludarla, le cogió la mano y le habló con amabilidad. La anciana hasta pareció soltar una risita. Cuando Zara empezó a poner la mesa, Oksanka rebuscó en su bolso y le entregó a la abuela una caja de bombones que relucía tanto como ella misma. Zara introdujo el hervidor eléctrico en la olla de agua. Su amiga se acercó y le tendió una bolsa de plástico.

—Aquí tienes cuatro cositas.

Zara vaciló. La bolsa parecía pesada.

—Cógela, mujer, o… Espera un momento. —Sacó rápidamente una botella—. Es ginebra. ¿La ha probado alguna vez la abuela? Puede que sea una experiencia nueva.

Oksanka sacó unos vasitos de la alacena, los llenó y le llevó uno a la anciana. Ésta olfateó la bebida y esbozó una mueca de desagrado, luego soltó una risita y la apuró de un trago. Zara la imitó. Un ardor amargo se extendió por su garganta.

—Con la ginebra se puede hacer una bebida que se llama gin-tonic. La preparo a menudo para nuestros clientes. Would you like to have something else, sir? Another gin-tonic, sir? Noch einen? —dijo, fingiendo sostener una bandeja con los vasos y depositando la botella en la mesa.

Zara le siguió el juego. Asintió y simuló darle una propina y mostrarse satisfecha con la bebida que la camarera le servía. Luego rió nerviosamente ante el alocado comportamiento de Oksanka, tal como había hecho siempre.

—¡Por fin consigo que te rías! —exclamó su amiga, y se sentó casi sin aliento después de tanta payasada—. Antes siempre nos reíamos mucho, ¿te acuerdas?

Zara asintió. En la olla ya empezaban a formarse burbujas alrededor del hervidor. Esperó a que el agua hirviese, desenchufó y sacó el cacharro, cogió el tarro del té de la estantería, puso varias hojas en dos tazas y las llenó de agua caliente antes de llevarlas a la mesa. Oksanka podría haber avisado de su visita con antelación, haber mandado aunque fuese una postal. Así habría tenido tiempo para preparar algo que le gustase y recibirla de otro modo, no en bata y zapatillas viejas.

Oksanka se sentó a la mesa y colocó la estola en el respaldo de la silla de modo que la cabeza del zorro quedara sobre su hombro y el resto le rodease el brazo.

—Éstos son auténticos —aseguró, dando unos toquecitos con una uña en los pendientes—. Diamantes de verdad. Mira cuánto dinero se gana en Occidente, Zara. ¿Y te has fijado en mis dientes? —añadió con una radiante sonrisa.

Zara reparó entonces en que los empastes delanteros no se le notaban.

Zara recordaba muy bien aquellos Volgas que avanzaban a toda velocidad y se te echaban encima con los faros apagados. Ahora Oksanka también tenía uno. Y chófer propio. Y guardaespaldas. Y pendientes de oro con diamantes. Y los dientes blanquísimos.

Una vez, de niñas, casi las había atropellado un Volga. Volvían a casa después del cine y la calle estaba desierta. Zara iba jugueteando en el bolsillo con una endurecida goma de borrar azul grisácea con la marca desvaída. Entonces apareció. Oyeron el estruendo pero no lo vieron, y al doblar la esquina surgió justo ante ellas para desaparecer al instante. Les pasó a un palmo de distancia. Cuando llegaron a casa, Zara tuvo que limarse la uña del dedo índice, ya que se le había doblado al clavarla en la goma, del susto, además de que otra uña se le había levantado y había sangrado.

En el mismo piso comunitario vivía una familia cuya hija había sido arrollada por un Volga. La policía militar se había limitado a cruzarse de brazos, asegurando que no podían hacer nada. Que las cosas eran así. Eran coches gubernamentales, ¿qué iban a hacer? Encima, los familiares habían tenido que aguantar una bronca antes de que los mandaran a casa. Zara no quería contárselo a su madre, pero ésta ya se había fijado en la uña levantada y en la yema amoratada, así que no creyó sus explicaciones, sabiendo que mentía. Cuando al final Zara le reveló que un Volga negro había estado a punto de atropelladas, su madre la pegó. Después quiso saber si los ocupantes del coche las habían visto.

—No creo. Iba muy rápido.

—¿No se han parado?

—Claro que no.

—Nunca, jamás te acerques a un coche de ésos. Si ves uno, sal corriendo. Da igual donde sea, en ese mismo instante corre a casa.

Zara se sorprendió al oír tantas palabras juntas de boca de su madre. No era algo habitual. El hecho de que le pegase no importaba, pero aquel fulgor repentino en los ojos maternos… Su expresión traslucía la mayor seriedad, cuando, en general, la cara de su madre siempre era de lo más inexpresiva.

Aquella noche, su madre la pasó despierta, sentada a la mesa de la cocina, mirando con fijeza al frente. Y después, las noches siguientes, espiaba furtivamente entre las cortinas, como si estuviese esperando que un Volga se apostara delante de la casa y acechara con el motor en marcha. Pasado el tiempo, solía despertar en plena noche, echaba un vistazo a Zara, que fingía dormir, e iba hasta la ventana para escudriñar fuera; un rato después volvía a la cama y se tumbaba rígida hasta caer dormida, si es que lograba conciliar el sueño.

En ocasiones se quedaba de pie ante la cortina hasta el amanecer.

Una vez, Zara se levantó y se acercó a ella.

—No va a venir nadie —le dijo, tirándole del camisón de franela desde atrás.

Su madre no contestó, se limitó a zafarse de su mano.

—Mamá, Lenin nos protege, no tenemos por qué preocuparnos.

La mujer permaneció un rato en silencio y luego se volvió para mirar a su hija de soslayo, como acostumbraba hacer, como si a su espalda hubiese otra Zara y su vista se centrara en esa otra. Todo seguía sumido en la oscuridad, el reloj dio la hora, sus pies descalzos fueron resiguiendo las irregularidades del gastado suelo de madera, hasta que su madre la metió de nuevo en la cama sin mediar palabra.

Zara también había oído hablar del comisario Berija y la policía secreta. Y de coches negros que buscaban chicas jóvenes. Al parecer, daban vueltas por las calles de noche y las seguían, hasta que paraban a su lado. Nunca volvía a saberse de aquellas chicas. Un Volga negro del gobierno era siempre un Volga negro del gobierno.

Y ahora Oksanka, como una estrella de cine de algún lugar lejano, había saludado a Zara con la mano, con sus impecables y largas uñas rojas después de bajar de un Volga negro. Había arañado el aire con una sonrisa benévola y amplia, como una persona de sangre azul al descender de un transatlántico.

—¿El Volga es tuyo? —preguntó Zara.

—Mi coche está en Alemania —contestó su amiga sonriendo.

—Entonces, ¿tienes coche?

—¡Claro! En Occidente todo el mundo tiene.

Oksanka cruzó las piernas con elegancia. Zara escondió los pies debajo de la mesa. El forro de franela de sus zapatillas estaba húmedo, como siempre, igual que lo había estado también el de unas zapatillas idénticas de color rosa que había tenido Oksanka. En los tiempos en que ambas las usaban, se dedicaban a rellenar juntas el diario de la escuela justo en aquella misma mesa, con los dedos manchados de tinta.

—A mí los coches no me interesan —declaró Zara.

—Pero ¡con ellos puedes ir a donde te plazca! ¡Piénsalo!

Zara pensaba en que su madre no tardaría mucho en llegar y en lo que pasaría si veía un Volga negro allí aparcado.

La abuela no había visto el coche porque estaba sentada en su sitio de siempre y desde su ventana no se veía la calle. En realidad, no le interesaba la vida callejera, como a las ancianas que se sentaban contra la fachada; a ella le bastaba con el cielo.

Cuando Zara la acompañó de vuelta al Volga, Oksanka le explicó que el tejado de la casa de sus padres ya no tenía goteras, que lo había mandado arreglar.

—¿Lo pagaste tú?

—Con dólares.

Antes de subir al coche, su amiga le tendió un folleto alargado.

—Es del hotel donde trabajo.

Zara lo sopesó en la mano. El papel era grueso y brillante, y llevaba impresa la foto de una mujer cuyos dientes relucían con un blanco irreal.

—Es un folleto —le aclaró Oksanka.

—¿Un folleto?

—Hay tantos hoteles que los folletos son necesarios. Aquí tienes más. Éstos no los conozco, pero sé que también contratan a mujeres rusas. Podría conseguirte un visado si quieres.

Los hombres que estaban esperándola pusieron el motor en marcha y Oksanka subió detrás.

—¡En la bolsa de plástico hay unas medias como éstas! —exclamó, señalando sus piernas y sacando una por la puerta—. Toca, toca.

Zara se acercó y acarició la brillante pantorrilla de Oksanka.

—Increíble, ¿verdad? —dijo riendo su amiga—. Volveré a visitarte mañana. Ya seguiremos hablando.