1992, oeste de Estonia

Aliide prepara un baño

Aliide le ordenó que se sentase en la tambaleante silla de la cocina. Zara obedeció y su mirada perdida se posó en el tarro de sal que desde el invierno se había quedado entre el doble cristal de las ventanas, como si fuese un objeto maravilloso.

—La sal absorbe la humedad. Así, cuando hace frío, las ventanas no se empañan tanto.

Aliide hablaba despacio. No estaba convencida de que la muchacha estuviese cuerda. Aunque fuera se había animado un poco, al entrar había pisado cuidadosamente con sus zapatillas, como si el suelo fuese de hielo y dudase que pudiera soportar su peso. Al llegar a la silla se había acurrucado aún más que en el jardín. El instinto de Aliide le había dicho que no la dejara entrar, pero su estado era tan lamentable que no había podido hacer otra cosa. Ahora la joven se sobresaltó otra vez, cuando, reclinada en la silla, la cortina de la cocina le rozó ligeramente el brazo desnudo. Asustada, se inclinó hacia delante, de modo que la silla se tambaleó y ella estuvo a punto de perder el equilibrio. Su zapatilla chirrió contra el suelo. Cuando la silla se quedó quieta, la chica detuvo el pie y se agarró a los bordes del asiento. Encogió los pies bajo la silla y se abrazó el cuerpo.

—Deja que te traiga ropa seca.

Aliide mantuvo abierta la puerta del recibidor mientras rebuscaba en el armario, del que sacó un par de vestidos y una enagua. La muchacha permanecía encorvada mordiéndose el labio inferior. De repente, volvía a tener la misma expresión de antes. Aliide sintió una oleada de antipatía. Ya podía ir marchándose bien pronto, en cuanto resolviera adónde mandarla y le diera alguna medicina. No era cuestión de tener que recibir también al marido, ni a cualquiera que estuviese buscándola. Si no era un señuelo de los ladrones, ¿de quién entonces? ¿Acaso de los chicos de la aldea? ¿Por qué se habrían embarcado en algo tan complicado? ¿Sólo para fastidiarla o había algo más? Aunque, en cualquier caso, aquellos chicos nunca habrían recurrido a una rusa, eso jamás.

Cuando Aliide regresó a la cocina, la muchacha se irguió y levantó la cabeza, volviéndose hacia la anciana, pero sin mirarla. Dijo que no quería vestidos, sólo un pantalón.

—¿Un pantalón? Pero no tengo más que un pantalón de chándal, y puede que necesite un lavado.

—No importa.

—Está sucio de trabajar en la huerta.

—Da igual.

—¡Bueno, vale!

Aliide fue a buscar los pantalones comprados en Marat al perchero del vestíbulo y de paso se subió las bragas. Llevaba dos, como siempre, como cada santo día después de haber pasado aquella noche en el ayuntamiento. También había probado alguna vez con los pantalones de montar que su marido solía usar con las botas de caña alta. Le habían dado enseguida una sensación de seguridad. De mayor protección. Pero por aquel entonces las mujeres no usaban pantalones largos. Más tarde, por la aldea habían aparecido mujeres con pantalones, pero ella ya estaba tan acostumbrada a sus dos bragas que no ansiaba llevar un pantalón largo. ¿Por qué aquella chica vestida con ropa occidental querría unos pantalones de Marat?

—Los compré después de que en Marat adquirieran las máquinas de tejer japonesas —explicó con una risita al volver a la cocina.

Tras un instante de silencio, Zara respondió a su vez con una risita nerviosa. Fue muy corta y se la tragó enseguida, como hacen las personas que no han entendido un chiste pero no se atreven o no quieren admitirlo, y ríen con los demás. Aunque aquello no era ningún chiste. A lo mejor, la chica era tan joven que no se acordaba de cómo era el punto que fabricaban en Marat antes de tener las máquinas nuevas. Aunque seguramente Aliide estaba en lo cierto al suponer que la muchacha ni siquiera era de Estonia.

—Lavaremos y arreglamos tu vestido más tarde.

—¡No!

—¿Por qué no? Es un vestido caro.

La chica le arrebató el pantalón de las manos de un tirón, se bajó las medias, las hizo un ovillo, se puso rápidamente los pantalones, se quitó el vestido con prisas, se puso una bata de Aliide en un segundo y, antes de que la anciana pudiera impedírselo, arrojó el vestido y las medias a la cocina de leña. Con aquel ajetreo, el mapa cayó sobre la alfombra. La joven lo agarró y lo lanzó también al fuego.

—Zara, cálmate.

La joven se había quedado delante de la cocina de leña como protegiendo la quema de su ropa. Tenía la bata mal abotonada.

—¿Qué te parecería un baño? Voy a poner agua a calentar. Tranquila —dijo Aliide.

Y se acercó lentamente al fogón. La muchacha estaba inmóvil. Sus ojos asustados pestañeaban sin cesar. Aliide llenó la tetera, la cogió a ella de la mano, la hizo sentarse a la mesa y le sirvió una taza de té caliente. Luego regresó a los fogones. Zara se volvió para ver lo que hacía.

—Dejémoslos arder —dijo Aliide.

La chica ya no pestañeaba con aquel tic nervioso, y empezó a rascarse el esmalte de uñas concentrándose en una cada vez. ¿Eso la tranquilizaba? Aliide cogió de la despensa una fuente de tomates y la puso sobre la mesa. Echó un vistazo a la ratonera que había al lado del montón de calabazas y examinó su libreta de recetas y los tarros de verduras mixtas preparadas el día anterior y que había dejado a enfriar sobre la alacena.

—Pronto habrá que preparar las conservas de tomates. Y las frambuesas de ayer también. ¿Podrías ver qué ponen en la radio?

La muchacha agarró el periódico y lo hojeó sobre el mantel de hule, haciendo crujir el papel. La taza de té se le derramó y, asustada, dio un brinco atrás, mirando de forma alterna la taza y a Aliide, antes de enredarse en un torrente de excusas, confundiendo las palabras. Con gran nerviosismo, trató de reparar el estropicio: buscó un trapo, limpió el suelo, recogió la taza, secó las patas de la mesa y retorció la alfombra para que se secase, antes de barrerla.

—No pasa nada —dijo Aliide.

La joven seguía asustada, así que la anciana intentó calmarla de nuevo:

—Tranquila, es sólo una taza de té. No te preocupes. ¿Y si vas a la habitación del fondo y traes la tina para el baño? Dentro de un momento ya habrá suficiente agua caliente.

Sin dejar de disculparse, Zara se apresuró a obedecer. Tras arrastrar hasta la cocina una bañera de zinc, que golpeó por todos lados, empezó a apresurarse entre el fogón y la bañera, acarreando primero agua caliente y después fría. Tenía la mirada fija en el suelo, las mejillas coloradas e intentaba quedar bien con sus movimientos serviles. Aliide seguía muy de cerca sus tareas. Era una muchacha excepcionalmente bien educada. Para conseguir una educación tan buena se requiere una alta dosis de miedo. La joven le dio pena, y cuando le acercó una toalla de lino adornada con dibujos de Lihula le sujetó la mano por un instante. Zara volvió a sobresaltarse, crispó los dedos y tironeó de la mano para liberarla, pero la anciana la retuvo. Aunque hubiese querido acariciarle el cabello, parecía demasiado tímida para dejarse tocar, así que se limitó a repetir que se tranquilizara. Ahora tomaría un baño relajante, después volvería a ponerse la ropa seca y bebería algo. A lo mejor un vaso de agua fría bien azucarada. ¿Y si se lo preparaba ya?

La muchacha distendió los dedos. El miedo empezaba a remitir y su cuerpo a relajarse. Aliide le soltó con cuidado la mano y se puso a preparar el agua azucarada que la ayudaría a relajarse. La joven bebió; en el vaso tembloroso, los cristales de azúcar se arremolinaban. Aliide le sugirió meterse en la bañera, pero Zara no se movió hasta que la anciana le dijo que la esperaría en el recibidor. Dejó la puerta entornada y pudo oír el salpicar del agua y el suave suspiro de una voz infantil.

La joven no sabía leer estonio. Hablarlo sí, pero no leerlo. Por eso había hojeado el periódico con aire nervioso y tal vez tirado el té a propósito, para no tener que confesar su carencia.

Aliide echó una ojeada por la rendija de la puerta. El magullado cuerpo de Zara yacía en la bañera. Un mechón de pelo sobre la sien apuntaba hacia arriba, como si fuese una tercera oreja en estado de alerta.