La noche en que fumé por última vez transcurrió sin apenas aspavientos por mi parte o la de mis amigos. Reparé en que ninguno de ellos se sentía ya cómodo si se quedaba a solas conmigo, y sabía, aunque no puedo decir cómo, que aunque eran muy delicados refiriéndose a mi felicidad venidera, hablaban entre ellos de este hecho. Fumaban sin cesar y me miraban de reojo, y tenían la impresión de que me estaban ayudando. También se dirigían a mí en voz baja, y se sentaron en sus puestos haciendo tan poco ruido como si hubiera habido alguien enfermo en la habitación de al lado.
—Suponemos —dijo Scrymgeour con gran esfuerzo, en mi penúltima noche—, que preferirás que no hagamos ninguna fiesta en tu honor mañana, ¿verdad?
—Oh, no deseo nada por el estilo —dije.
—Eso pensé —irrumpió Jimmy—. Ese tipo de cosas suelen ser bastante falsas, pero si crees que pudiera ayudarte de alguna manera…
—O si hay algo que pudiéramos hacer por ti —intervino Gilray—, no tienes más que decirlo.
Aunque sus comentarios me irritaban más de lo que tranquilizaban, me conmovieron sus cariñosas intenciones, puesto que en algún momento temí que pudieran mostrarse sarcásticos. La siguiente noche fue mi última noche, y descubrí que habían estado esperándola con dolor genuino. Como se habrá podido comprobar, tenían la costumbre de ir entrando en mi habitación uno por uno, pero en esta ocasión entraron todos a la vez. Habían quedado en el gabinete y subieron las escaleras tan silenciosamente que no los oí llegar. Tenían todos un aspecto muy apagado, y Marriot se sentó en la silla de mimbre con tanto cuidado que ni siquiera crujió. Me di cuenta de que tras echarme una mirada furtiva todos observaron la mesa del centro, donde estaban extendidos mi pipa de brezo, Rómulo y Remo, otras tres pipas que tenían sus propios méritos, pero que nunca llegaron a mi corazón hasta hoy, mi tarro de tabaco de arcilla y mi vieja petaca. Ya me había despedido de éstos antes de que mis amigos entraran y me encontraba en condiciones de hablar con voz relativamente firme. Marriot, Gilray y Scrymgeour señalaron a Jimmy, como si hubieran diseñado alguna estrategia, y Jimmy anunció escuetamente, mientras se sentaba en la alfombra de delante de la chimenea:
—Pettigrew no va a venir. Tenía miedo de no poder mantener la compostura.
Entonces empezamos a fumar. Todavía era demasiado temprano para mi última pipa, pero pronto me arrepentí de no haber dispuesto pasar esa noche solo. Jimmy era el único de los arcadianos que había ido al colegio conmigo, y evocaba multitud de recuerdos que transmitió al resto como si yo no estuviera presente.
—Era la alegría del antiguo colegio —dijo Jimmy, refiriéndose a mí—, y cuando cierro los ojos aún puedo escuchar la jovial risa de cuando llevábamos pantalones cortos.
—¿Qué pensaban de él los compañeros? —susurró Gilray.
—Que era el mejor. Era la honra del colegio y todos le auguramos un brillante futuro. Incluso los profesores lo querían; de hecho, dudo que tuviera algún enemigo.
—Recuerdo la primera vez que nos vimos en la universidad —dijo Marriot—, y me cayó bien al momento. Hablaba aquella noche en la sociedad de debates y su entusiasmo me arrastró.
—Y cómo le vamos a echar de menos aquí —dijo Scrymgeour—, y en mi casa-bote. Creo que voy a venderla. ¿Os acordáis de su asiento preferido en la puerta del salón?
—¿Sabéis? —dijo Marriot, con un aspecto un poco asustado—, pensé que sería el primero del grupo en marchar. A menudo lo he tenido aquí, en esta misma habitación, hablando hasta altas horas de mis problemas y nunca he acabado de comprender por qué en ocasiones le irritaban tanto.
Y así siguieron hablando y hablando, quiero decir que muy bien, y sonó la una. Un frío estremecedor me recorrió y Marriot dio un salto en su silla. Habíamos acordado que empezaría mi última pipa a la una en punto exactamente.
Cualesquiera que fueran mis sentimientos hasta llegar a este momento de la noche, los había eliminado de mi rostro, pero supongo que a partir de entonces se produjo un cambio en mí. Intenté levantar mi pipa de brezo de la mesa, pero mi mano temblaba y la pipa repiqueteó sobre la superficie como el macillo en una subasta.
—Déjame llenarla —dijo Jimmy, y me arrebató la vieja pipa de brezo.
La vació a conciencia para que cupiera el máximo posible, y entonces la rellenó. Ninguno propuso, me alegra recordar, un puro en la última ocasión en que fumé, ni creyó posible que pudiera decirle adiós al tabaco por otro medio que no fuera mi pipa de brezo. Era la que más apreciaba. Eso ya lo he dicho, pero tengo que volver a decirlo. Jimmy le pasó la pipa a Gilray, que no la rindió hasta que alcanzó mi boca. Entonces Scrymgeour fabricó una tea y Marriot la encendió. Al momento estaba fumando mi última pipa. Los otros se miraron unos a otros, vacilaron, y metieron sus pipas en los bolsillos.
Se habló poco, puesto que todos me estaban mirando como si algo sorprendente fuera a pasar en cualquier momento. El reloj se había parado, pero el ventilador hacía ruido. Aunque Jimmy y los otros sólo me miraban a mí, yo intenté no mirarlos a ellos. Evoqué el rostro de una dama, y ella sonrió animándome, y entonces me sentí más seguro. Pero en ocasiones su rostro se perdía entre el humo, o de repente aparecía la cara de Marriot, amarga, sombría, de duelo.
Al principio despilfarraba bocanadas vigorosas, después empecé a pensar con espíritu científico y expulsé anillos de humo tan potentes y numerosos que había por lo menos media docena de ellos flotando en el aire al mismo tiempo. En tiempos pasados con frecuencia seguía un anillo por encima de la mesa, a través de las sillas y casi hasta fuera de la ventana, pero eso sucedía cuando expulsaba uno por accidente y me mostraba reacio a dejarlo ir. Ahora los distribuía entre mis amigos, que los dejaban desvanecerse en el espejo. Creo que ya casi había olvidado qué estaba haciendo y dónde me hallaba, cuando sucedió algo espantoso. Mi pipa se apagó.
—¡Todavía quedan restos! —gritó Jimmy, con una jovialidad forzada, mientras Gilray me soplaba las cenizas de la manga, Marriot deslizaba un cojín detrás de mi espalda y Scrymgeour fabricaba otra tea. Volví a fumar, pero ya no fue despreocupadamente.
No revelo ningún gran secreto cuando digo que un hombre que se está ahogando ve como todo su pasado se despliega ante él como una gran panorámica. Sin embargo, en la vigilia de una inmensa felicidad, me hallaba yo en una situación tan poco comparable a la de un hombre que se está ahogando, que nada pasó ante mis ojos. Perdí incluso de vista a mis amigos, y aunque Jimmy se encontraba a mis pies, agarrando mi mano, desapareció como si el vacío de su boca abierta hubiera engullido el resto de su rostro. Sólo pensaba en una cosa: estaba fumando mi última pipa. Inconscientemente crucé las piernas y se me cayó una de las zapatillas; creo que fue Jimmy el que la volvió a colocar en mi pie. Marriot estaba de pie por encima de mí, mirando el interior de la cazoleta de mi pipa, pero no lo vi.
Estaba ahora pegando bocanadas con una fuerza tremenda, pero ya no expulsaba humo alguno. La habitación volvió a dibujarse ante mí, vi claramente a Jimmy, sentí que Marriot estaba detrás y los escuché murmurar entre ellos. Y sin embargo seguí chupando mi pipa; sabía que estaba vacía, pero seguí aspirando. Los dedos de Gilray intentaron extraerme la pipa de la boca, pero la mordí con fuerza y seguí aspirando.
Cuando volví en mí estaba solo. Tenía una ligera conciencia de haber sido sacudido por varios pares de manos, de una voz, que creo era la de Scrymgeour, diciendo que me escribiría con frecuencia —aunque mi nuevo hogar se encontraba a una distancia de cuatro millas— y de otra voz, que creo era la de Jimmy, que le pedía a Marriot que no permitiera que yo lo viera desfallecer. Pero aunque había cesado de aspirar, mi pipa de brezo seguía en mi boca; y, de hecho, allí la encontré cuando William John me devolvió a la vida con una sacudida a la mañana siguiente.
Mi despedida de William John fue aún más triste que la escena de la noche anterior. Hice sonar la campanilla cuando había ya empaquetado todos mis tesoros en papel de estraza y le dije que le diera el tarro de tabaco a Jimmy, Rómulo a Marriot, Remo a Gilray y la petaca a Scrymgeour. William John se contuvo hasta que llegué a la petaca, cuando, con toda justicia, no pudo reprimir las lágrimas. Tuvo que meterse en mi dormitorio. Pero todavía tengo algo pendiente con William John. Ni siquiera Scrymgeour sabía tan bien como él lo que mi petaca había significado para mí, y seguiré lamentando hasta el día de mi muerte no habérsela dejado a William John. La pipa de brezo me la quedé yo.