Cuando los arcadianos fueron conocedores de que había firmado un acuerdo para dejar de fumar, primero se comportaron con incredulidad, después con sarcasmo y por último se enfurecieron. En vez de venir a mi habitación como era habitual, una noche se dirigieron en bloque a casa de Pettigrew, y allí, como descubrí más tarde, trazaron un plan para «salvarme». Entendían tan poco la firmeza de mi carácter que pensaron que había sucumbido por debilidad a las amenazas de la dama a la que me refería en el primer capítulo, cuando, evidentemente, a lo único que había sucumbido era a sus argumentos, y estuvieron de acuerdo en apelar a ella en mi nombre. Como hombre casado que era, Pettigrew fue elegido como intercesor y comprendí que los demás no sólo lo acompañaron a la puerta de la dama, sino que se quedaron esperando en el jardín hasta que salió. Nunca llegué a descubrir si el razonamiento que expusieron ante la dama había sido concebido por Pettigrew o sugerido por Jimmy y el resto, pero, ciertamente, fue muy generoso por parte de Pettigrew suplantarme con tanta libertad. En su momento, sin embargo, la conspiración me enfureció, puesto que la dama concibió la absurda idea de que había sido yo mismo el que había enviado a Pettigrew.
Fue sin duda un golpe de efecto cargado de coraje. El plan de Pettigrew era apelar al aprecio que la dama sentía por mí sugiriéndole que si dejaba de fumar, probablemente moriría. Viendo que ella estaba más predispuesta a escuchar que a hablar, pronto osó asegurarle que él mismo odiaba el tabaco y que sólo lo consumía por motivos de salud.
—Le aclaro que por prescripción médica —dijo con expectación—, del Dr. Southwick, de Hyde Park.
Ella mostró una educada sorpresa al oír esto, y entonces Pettigrew, creyendo que la había impresionado, contó su historia como sigue.
—Mi propio caso —comenzó—, constituye un extraordinario ejemplo. Últimamente me he visto aquejado de dolor de garganta, acompañado de un estado de ánimo decaído y pérdida de apetito. Esta indisposición era tan poco habitual en mí que consideré prudente ponerme en las manos del Dr. Southwick. Reproduciré sus palabras con la exactitud que me sea posible: «¿Cuándo dejó de fumar?», me preguntó de manera abrupta mientras me examinaba la garganta.
«Hace tres meses», contesté, cogido por sorpresa, «pero ¿cómo sabe que lo he dejado?»
«Eso no viene al caso», me respondió severo, «ya le había dicho que, por mucho que lo deseara, no debía dejarse llevar por su deseo de no fumar. Así es como cumple lo que le prescribo…».
«Bueno», respondí huraño, «me he sentido tan saludable durante los últimos dos años que pensé que podía relajarme un poco. Usted sabe cuánto abomino del tabaco».
«Vaya si lo sé», replicó, «y ya ve los resultados de esa triste autoindulgencia. Hace dos años le prescribí tabaco, tres veces al día, y usted mismo admite que lo convirtió en un hombre nuevo. En vez de sentirse agradecido, se queja de las leves molestias que conlleva su consumo y ahora desobedece deliberadamente mis instrucciones y deja de fumar. Debo decir que la forma de actuar de mis pacientes nunca deja de maravillarme».
«Pero», inquirí, «¿cómo sabe que mi giro al agradable hábito de no fumar es la causa de mi dolencia actual?»
«¡Oh!», exclamó, «no se fía usted…»
«Pensé que podía tener alguna duda al respecto, aunque, por supuesto, no había olvidado lo que usted me prescribió hace dos años.»
«De nada sirve», dijo, «que se acuerde de lo que le prescribí si después no va a cumplir mis órdenes. Pero en cuanto a saber si su negligencia en el fumar le ha llevado a este estado, ¿cuándo empezó a sentir los síntomas?»
«No sabría decirlo…», respondí. «Sin embargo, lo intentaré. Me empezó a doler la garganta este año la noche que vi al Sr. Irving en el Liceo, y eso fue en el cumpleaños de mi esposa, el 3 de octubre. ¿Cuánto hace de eso?»
«Caramba, hace de eso más de tres meses. ¿Está seguro de la fecha?»
«Bastante», le comuniqué, «así que como podrá ver sentí los primeros dolores antes de arriesgarme a no volver a fumar».
«No lo entiendo», repuso. «¿Intenta decirme que a principios de mayo seguía mi prescripción diariamente? No lo dejaría de vez en cuando o se olvidaría de pedir una nueva caja de puros cuando la última se había acabado, o los tiraría antes de haber llegado a la mitad, ¿verdad? Los pacientes tienden a hacer ese tipo de cosas.»
«No, le aseguro que me forzaba a fumar. Por lo menos…»
«¿Por lo menos qué? Vamos, si le tengo que ser de alguna ayuda, no puede tener reservas conmigo.»
«Bueno, ahora que lo pienso, sólo fumaba un puro al día.»
«¡Ajá! Ya lo tenemos», exclamó. «Un puro al día cuando le había prescrito tres. Debería haberlo supuesto… Cuando les digo a los no fumadores que deben fumar o no me podré hacer responsable de las consecuencias, intentan negociar conmigo para que les permita abandonar el hábito de no fumar de manera gradual. Empezaremos con un cigarrillo al día, me suplican, y prometen aumentar la dosis poco a poco. Cuando, señor mío, un cigarrillo al día es veneno; peor que no fumar.»
«Pero no es eso lo que hice…»
«La idea es la misma», respondió. «Como todos los demás, se queja incesantemente de tener que dejar por completo ese hábito que jamás debería haber adquirido. Desde mi punto de vista, ni siquiera puedo entender dónde residen los sutiles placeres de no fumar. Contrapuesto a la salud, ¿no resultan del todo inmateriales?»
«En este aspecto debo admitir que tiene usted razón.»
«Entonces, si lo admite, ¿por qué se muestra tan complaciente consigo mismo?»
«Supongo que porque uno es débil en materia de hábitos. ¿Conoce muchos casos como el mío?»
«Veo casos como el suyo cada semana», me dijo, «de hecho, empecé a tener tantos casos de ese tipo que me hice un especialista en la materia. Cuando empecé a ejercer no tenía ni la menor noción de lo común que era la garganta del no fumador, como la llamo».
«Pero, ¿se conoce la enfermedad desde hace mucho tiempo?»
«Sí, pero hasta muy recientemente se desconocían las causas. Le podría explicar la dolencia en términos científicos, como prefieren hacer muchos representantes de la comunidad médica, pero es mejor que sepa a lo que se enfrenta en inglés llano.»
«Sin duda; pero me gustaría saber si los síntomas en otros casos se parecen en algo a los que yo tengo.»
«Como es de esperar, he conocido casos más o menos agudos, pero su naturaleza es la misma», respondió. «Por ejemplo, usted se queja de que su dolor de garganta va acompañado de un decaimiento del estado de ánimo.»
«Efectivamente. De hecho, el decaimiento en ocasiones precede al dolor de garganta.»
«Exacto. Sospecho, también, que se siente más decaído por la tarde; pongamos por caso, después de cenar.»
«Ese momento es precisamente cuando más decaimiento sufro».
«El resultado», dijo, «si se me permite adentrarme en asuntos un tanto delicados, es que su decaimiento llega a afectar a su esposa, a su familia e incluso al servicio, ¿no es cierto?»
«Bastante acertado, sí», respondí. «Nuestro hogar, sin duda alguna, no ha vuelto a ser tan feliz como antes. Supongo que cuando un hombre no tiene ánimos, tiende a ser brusco y poco afectuoso con su esposa y a que le irriten los niños con facilidad. Ciertamente ése ha sido mi caso en los últimos tiempos.»
«Sí», exclamó, «y todo porque no siguió mis instrucciones. Los hombres deberían darse cuenta de que no tienen derecho a sucumbir a no fumar, aunque sea sólo por el bien de sus esposas y familias. Un soltero quizás tenga más excusa; pero piense en el ejemplo que debe dar a sus hijos no haciendo un esfuerzo para sacudirse esta debilidad de encima. Resumiendo, fume por el bien de su esposa y su familia si no lo hace por su propia salud».
Creo que ésta es más o menos la historia que contó Pettigrew, aunque debo añadir que abandonó la casa muy decaído y más tarde contagió a Jimmy y a los otros tal abatimiento, como para que hubieran ido todos corriendo en un coche a casa del Dr. Southwick.
—Honestamente —dijo Pettigrew—, yo diría que no ha creído una palabra de lo que le he dicho.
—Ay, si hubiera sido un hombre… —suspiró Marriot—, la hubiéramos convencido.
—¿Cómo? —preguntó Pettigrew.
—Hombre, evidentemente —respondió Marriot—, enviándole una lata de Arcadia.