El asesinato en la posada

En ocasiones pienso que todo fue un sueño y que, en realidad, no asesiné a los músicos. Quizás estén todavía vivos. Y sin embargo la escena se me aparece todavía muy vivida, aunque el hecho tuvo lugar —si alguna vez tuvo lugar— hace tanto tiempo que no se puede esperar de mí que recuerde todos los detalles. Se estaba acercando el momento en que debía dejar de fumar, así que quizás estuviera inusualmente irritable y determinado, a cualquier precio, a fumarme mi última lata de una libra de Arcadia en paz. Creo que tenía mi pipa de brezo en la boca cuando lo hice, pero con el pasar de los meses no sabría decir si fueron tres hombres o sólo dos. Por lo que recuerdo cogí primero al de la barba.

El incidente me habría impresionado más si hubiera habido algún comentario al respecto. Por lo que supe, nunca llegó a los titulares. Los porteros parecían pensar que no era asunto suyo, aunque uno de ellos debió de adivinar por qué invitaba a los músicos a subir. Me vio abrirles la puerta, estaba enterado de que era su tercera visita en una semana, y sólo una noche antes me había oído avisarles a gritos desde la ventana de la fonda. Pero, evidentemente, los porteros deben concederse cierta discreción en el cumplimiento de sus obligaciones. También estaba el agradable hombre de la puerta de al lado, no, la otra, que chocó conmigo cuando estaba tirando el segundo cadáver por la valla. No teníamos relación, pero lo recordaba como el hombre que había lanzado un jarro de agua a los músicos la noche antes. Se paró en seco cuando vio el cadáver (lo había envuelto con la alfombra del sofá), y me miró sospechosamente.

—Es uno de los músicos —le dije.

—Perdone —contestó—, no lo había entendido. —Cuando estaba a unas cuantas yardas se dio la vuelta—. Es mejor que lo tape bien —dijo—, si no los nuestros hablarán.

Después se fue paseando, dejando escapar de entre sus labios el aroma de «La Gran Duquesa». Aún nos volvimos a ver en alguna otra ocasión, y asentíamos si no nos miraba nadie.

De todos modos, estoy yendo demasiado deprisa. Lo que intento explicar es que el asesinato fue premeditado. En el caso de un asesinato reprobable sé que esto habría sido considerado como agravante por la acusación. Por supuesto, queda en el aire la cuestión de si no son reprobables todos los asesinatos, pero obviemos esto. En mi mente, de hecho, consideraría que merecía un castigo si hubiera salido a degollar a los músicos en un momento de furia. Si uno tuviera que dar rienda suelta a su pasión cada vez que unos berridos le interrumpen en su trabajo o en su sueño, la vía pública estaría saturada de cadáveres. Nadie valora tanto como yo la vida humana ni entiende mejor cuán sagrada es. Sólo digo que puede haber momentos en que un hombre, habiendo sufrido lo suyo y tras meditar sobre ello con calma, está justificado para tomarse la ley por su mano; suponiendo siempre que sea capaz de hacerlo de una manera decente, discreta y sin escándalo. La epidemia de músicos navideños se desató a principios de diciembre, y noche sí noche no, más o menos, sus tormentos llegaban a altas horas de la madrugada y prorrumpían a cantar bajo mis ventanas. Me ponían nervioso. Me destrozaban los nervios aún más en las noches en que no venían, porque ya había empezado a escucharlos y nunca podía estar seguro de si se habían trasladado a otro barrio hasta las cuatro de la mañana. En cuanto a sus canciones, eran más parecidas a tonadillas de music hall que a villancicos. Así que una mañana —era, creo, el 23 de diciembre— les avisé, clara, completa y detalladamente sobre lo que les ocurriría si me volvían a molestar. Puesto que les había advertido, no puede atribuírseme culpa alguna, al menos, hasta cierto punto.

La Nochebuena desembocó en el día de Navidad antes de que los músicos llegaran aquella profética mañana. Abrí la ventana —si la memoria no me engaña— al instante y les clavé la mirada. No podría jurar que fueran las mismas personas a las que había avisado la noche antes. Quizás debería haberme asegurado de ello, pero en cualquier caso éstos eran cantantes experimentados. Su lamento ascendió hasta mi ventana con un vigor que demostraba que no eran principiantes. Además, la noche había sido fría, y no es que me pudiera yo pasar todo el día asomado a una ventana abierta. Asentí a los músicos con amabilidad y les indiqué mi puerta. Bajé abajo, les dejé entrar y me acompañaron a mis habitaciones. Como ya he dicho, el paso del tiempo me impide recordar cuántos eran: tres, creo. En cualquier caso, los llevé a mi cuarto y los estrangulé uno por uno. Murieron de manera bastante apacible y la única dificultad residió en deshacerse de los cadáveres. Pensé en dejarlos en los bordillos de distintas calles, pero me preocupaba que la policía no se diera cuenta de que eran músicos navideños, en cuyo caso habrían podido ocasionarme ciertas molestias. Así que cogí una pala y excavé dos (o tres) grandes hoyos en el patio de la fonda. Después llevé los cuerpos al lugar en cuestión, uno a uno y envueltos en mi alfombra, los metí allí dentro y los cubrí. Un observador atento habría reparado, algún tiempo después, que en aquella parte del patio había un pequeño montículo, pero producía el mismo efecto que un codo que sobresaliese de debajo de las sábanas. Sin embargo, nadie lo ha denunciado aún y yo todavía los veo con frecuencia en mis propios sueños.