El sueño de Pettigrew

Mi sueño (dijo Pettigrew) contrasta tristemente con el de mis más jóvenes amigos. Ellos sueñan con la venganza, mientras que mi sueño es trágico. Yo veo a mi director escribiendo mi esquela. Así es como reza:

El Sr. Pettigrew, M. A., cuya triste muerte se recoge en otra columna, tenía cuarenta y dos años (no cuarenta y cuatro, como se afirmaba en la edición vespertina), y había realizado una buena cantidad de trabajo conmemorando la coronación antes de aceptar el encargo que lo llevó a la tumba. Es un secreto a voces que escribió setenta de las escenas que para celebrar el aniversario de la coronación aparecieron en este diario. El panfleto que se vende actualmente en la calle por un penique, titulado «Cincuentenarios del ayer», era suyo. Escribió el capítulo introductorio de Cincuenta años de Progreso, y su Hombres de Estado durante el reinado de la Reina Victoria va por la segunda edición. La idea de una colección de odas al aniversario de la coronación no fue suya sino del editor. Sin embargo, sus amigos y parientes no le culpan. El Sr. Pettigrew se estremeció cuando le llegó el encargo, pero lo aceptó, y entre aquellos que lo conocían la impresión general era que un hombre que había sobrevivido a Hombres de Estado durante el reinado de la Reina Victoria era capaz de cualquier cosa. Como podemos comprobar, sobreestimamos la capacidad de resistencia del Sr. Pettigrew.

Puesto que las «Odas al aniversario de la coronación» serán, sin duda, recopiladas por otra mano, poco cabe decir aquí del trabajo. El Sr. Pettigrew debía elaborar una antología tan completa como le permitiera el espacio limitado del que disponía (dos volúmenes); el único escrito original que debía figurar en el libro era una panorámica de los distintos modelos sugeridos para la celebración del cincuentenario. Fue esta panorámica lo que acabó con su vida. En la mañana del 27, cuando intentó comenzarla, se levantó a una hora inusualmente temprana y desde las ventanas de la casa fue visto paseando por el jardín en un aparente estado de agitación mental. No probó bocado durante el desayuno. Una de sus hijas afirma que reparó en que en sus ojos había una mirada salvaje; pero, puesto que no lo comentó en su momento, no hay necesidad de poner mucho énfasis en este detalle. Los demás declaran que se encontraba de un callado y silencioso nada habitual en él. Todos, sin embargo, cayeron en la cuenta de una cosa. Por regla general, cuando tenía que escribir, se mostraba ansioso por comenzar su tarea, y pasaba poco tiempo en la mesa del desayuno. En esta ocasión se quedó allí durante largo tiempo. Incluso cuando se retiró el servicio del desayuno parecía reticente a dirigirse al estudio. Su esposa le preguntó en varias ocasiones si pensaba empezar aquel día con las «Odas al aniversario de la coronación», y en todas ellas él respondió de manera afirmativa. Pero no paró de hablar, visiblemente alterado, de otras cosas y para su sorpresa —aunque ella había pensado relativamente poco en el asunto— la condujo a una discusión sobre las boinas estivales. Por regla general era éste un tema que él detestaba. Al final acabó levantándose y, acercándose lentamente a la ventana, estuvo mirando afuera durante un cuarto de hora. Su esposa le volvió a preguntar por las «Odas», a lo que replicó que tenía intención de empezar al instante. Entonces se dio una vuelta por la sala del desayuno mirando los cuadros como si fuera la primera vez que los veía. Después se apoyó durante unos minutos en la repisa de la chimenea, tras lo cual, como si una idea lo hubiera iluminado, empezó a dar cuerda al reloj. Fue por toda la casa dando cuerda a todos los relojes aunque ésta fuera una tarea que normalmente se encargaba a la servidumbre; y cuando acabó volvió a la habitación del desayuno y se puso a hablar de los relojes de Waterbury. Su esposa se dirigió a la cocina y él la siguió. De vuelta pasaron por la habitación de los niños y comentó que entraría a hablar con la niñera. Esto era algo muy anormal en él. Al final su esposa le notificó que en breve se haría la hora del almuerzo y entonces se dirigió a su estudio. Unos diez minutos más tarde empezó a vagar por el comedor, donde ella se encontraba arreglando unas flores. Pareció retroceder al verla, pero, tras meditar unos instantes, le comunicó que la puerta del estudio estaba cerrada y que no encontraba la llave. Este hecho la sorprendió sobremanera, puesto que ella misma le había quitado el polvo por la mañana. Fue a mirar y la encontró abierta de par en par. Cuando volvió al comedor él había desaparecido. Lo buscaron por todas partes, hasta que lo descubrieron en la salita de su esposa, ojeando un álbum de fotos. Entonces volvió al estudio. Su esposa lo acompañó y, como era su costumbre, le rellenó la pipa. Fumó una mezcla a la que estaba apasionadamente apegado. Encendió su pipa en varias ocasiones, pero se apagó en todas. Su esposa colocó una nueva plumilla en su pluma, dispuso algo de material para escribir en la mesa y se retiró, cerrando la puerta tras ella.

Media hora más tarde la Sra. Pettigrew envió a uno de sus niños al estudio con un recado trivial. Como no volvía fue en su busca. Se lo encontró sentado en las rodillas de su padre, donde no recordaba haberlo visto jamás. El Sr. Pettigrew sostenía su reloj a la altura del oído del pequeño. La mesa del estudio estaba empapelada con varios cientos de odas al aniversario de la coronación. Otras habían caído al suelo. La Sra. Pettigrew preguntó si avanzaba, y su infeliz marido le contestó que acababa de empezar. Le temblaban las manos y había desistido de fumar. Intentó hacer que se quedara hablándole de los rizos del niño, pero se marchó llevándose con ella a la criatura. Cuando cerró la puerta, tosió con fuerza, así que la volvió a abrir para preguntarle si no se encontraba bien. Respondió negativamente y lo dejó. La última persona que vio con vida al Sr. Pettigrew fue Eliza Day, el ama de llaves. Le llevó una carta entre las doce y la una. Normalmente le disgustaba ser interrumpido mientras escribía; pero esta vez, en respuesta a su llamada a la puerta, gritó ansioso: «¡Adelante!». Cuando entró él insistió en que tomara asiento, le preguntó por su familia y si podía hacer algo para ayudarles. En varias ocasiones se levantó de la silla para irse, pero él no se lo permitió. Eliza mencionó estos detalles en la cocina cuando volvió. Su señor era de natural un hombre reservado que en muy rara ocasión hablaba con el servicio, por lo que su comportamiento en aquella ocasión fue algo realmente excepcional.

Como fue anunciado en la edición vespertina de ayer, el criado enviado al estudio a la una y media para averiguar por qué el Sr. Pettigrew no iba a almorzar, lo encontró sin vida en el suelo. El cuchillo que agarraba en su mano demostraba que él mismo había sido el autor del fatal desenlace. El Dr. Southwick, de Hyde Park, que llegó al lugar de los hechos diez minutos después del descubrimiento, es de la opinión de que su vida se había extinguido hacía una media hora. El cuerpo yacía entre odas al aniversario de la coronación. En la mesa había una docena o más de papeles de calco que, aunque eran sólo garabatos, demostraban que el fallecido no había sucumbido sin esfuerzo. En una de ellas comenzaba: «Cincuenta años han pasado desde que una pura doncella inglesa subió al trono de Inglaterra». Otra se detenía bruscamente en: «Para cualquier súbdito inglés leal el anivers…». Una tercera arrancaba con el enunciado: «Aunque varios cincuentenarios de la coronación se han sucedido en la historia del mundo, probablemente ninguno levantó tanto interés como…», y una cuarta con: «1887 se conocerá entre las generaciones futuras como el año del anivers…». Una de las hojas contenía la frase «¡Dios mío, ayúdame!» y se cree que fueron estas las últimas palabras que salieron de la pluma del difunto.

El Sr. Pettigrew era un hombre querido en sus círculos íntimos, y será grandemente añorado en aquellos en los que se ganó la estima de todos. Deja una viuda y una pequeña familia. Quizás valdría la pena añadir que cuando fue descubierto sin vida, su rostro lucía una sonrisa, como si por fin hubiera hallado la paz. Aquel día debió haber sufrido una gran agonía y su muerte sería mejor calificada de feliz desenlace.

Marriot, Scrymgeour y yo otorgamos la lata de Arcadia a Pettigrew porque de todos los participantes parecía ser el único que creía que su sueño podía llegar a hacerse realidad.