El sueño de Jimmy

Veo ante mí (dijo Jimmy, enardecido) un tribunal, donde yo, James Moggridge, me encuentro acusado de agresión al director del St. John’s Gazette, con resultado de muerte. El caso ha despertado poco interés. En el momento del arresto me declaré culpable, y hasta el día de hoy se ha sugerido que el asunto iba a resolverse fuera de los tribunales. Sin embargo, puesto que en el momento del arresto el detenido no manifestó su arrepentimiento, la ley debe seguir su curso. La defensa se apoya en que el asalto fue un comentario justo en un asunto de interés público, y que estaba justificado en sustancia y en hechos. La aparición del acusado en el banquillo es recibida con cierta simpatía.

El Sr. John Jones es el primer testigo que llama la acusación. Su declaración:

—Soy secretario del director del St. John’s Gazette. Es un diario vespertino con un punto de vista pronunciadamente radical. Nunca había visto al acusado hasta el día de hoy, pero me he comunicado con él con frecuencia. Formaba parte de mi trabajo devolverle sus artículos, hecho éste que con frecuencia me suponía quedarme hasta tarde.

En el turno de preguntas de la defensa, el testigo niega haber enviado nunca al acusado artículos de otras personas por error. Bajo presión, admite que quizás pueda haberlo hecho alguna vez. El fiscal suele presentar junto a los artículos cartas, sobre cuyas características peculiares llama la atención. En algunas ocasiones dichas cartas son de naturaleza amenazante, pero nada hay de extraño en eso.

Turno de la defensa: Las cartas no son lo que él calificaría de alarmantes. Él mismo ni siquiera pensó en tomar ninguna precaución especial. Evidentemente, desde su puesto no tenía más remedio que obedecer. Por lo que recuerda, el acusado no quería ver publicados sus artículos en su propio beneficio, sino en el del público. Él (el acusado) se sentía vejado, declaró, al ver el periódico plagado de material de calidad tan inferior. El testigo había visto multitud de cartas al director de otros colaboradores desinteresados formuladas en términos similares. Si no se equivocaba, en la sala se hallaban varios de estos caballeros. (Aplauso de las personas mencionadas.)

El Sr. Snodgrass declara:

—Soy poeta. No compongo de día. La presión sería demasiado intensa. Cada tarde salgo a la calle y compro la última edición de los diarios vespertinos. Si hay algo en ellos que merece ser conmemorado en verso, compongo. Normalmente hay algo. No podría decir a qué periódico envío la mayoría de mis poemas, puesto que los envío a todos. Una de las carencias del St. John’s Gazette es su poesía. No merece dicho nombre. Se trata de ripios. Intenté mejorarla, pero el director rechazaba mis contribuciones. Seguí enviándolas con la esperanza de que educaran su gusto. Una noche le envié un extenso poema que al día siguiente no apareció en el periódico. Estaba terriblemente indignado y fui directo a las oficinas. Aquello fue el día del aniversario de la coronación. Me comunicaron que el director había dejado dicho que se acababa de ir al campo a pasar un par de días. (Murmullos.) Sin embargo, a pesar de que me lo impedían subí igualmente las escaleras, y cuando llegué al piso de arriba no supe hacia qué lado ir. Había una serie de puertas con carteles de «prohibido pasar». (Más murmullos.) Oí voces que discutían en un despacho cercano. Pensé que se trataría de el del director. El acusado se hallaba en la habitación. Había tirado al director al suelo y le estaba saltando encima. Pregunté: «¿Es ése el director?». Contestó: «Sí.» Volví a preguntar: «¿Le ha matado?». Volvió a contestar: «Sí.» «¡Oh!», exclamé, y me fui. Es todo lo que recuerdo del asunto.

Turno de la defensa:

—No se me ocurrió intervenir. Entonces sabía muy poco del asunto. Creo habérselo mencionado a mi esposa por la noche, pero no podría jurarlo. Puesto que no soy el Herr Bablerr que obligó a su hija a casarse con un hombre al que no amaba, podría escribir una oda celebrando los desposorios. No tengo ninguna hija y soy poeta.

El impresor en jefe declara haber tenido noticia del asesinato del director hacia las tres en punto. En aquel momento se encontraba muy ocupado. Aproximadamente una hora más tarde vio el cadáver y lo cubrió con un cartel. Le habló al ayudante de impresión del asunto, quien sugirió que deberían llamar a la policía. Lo hicieron.

Uno de los contables del periódico narra:

—Recuerdo perfectamente la tarde del asesinato. Me viene a la memoria sin dificultad puesto que fue la tarde posterior a mi velada en el teatro, una ocurrencia nada usual en mí. Subía por las escaleras cuando me crucé con un hombre —señaló al acusado como dicho hombre—. Me dijo: «He matado a su editor». Yo contesté: «En ese caso debería avergonzarse de lo que ha hecho». No cruzamos ni una palabra más.

J. O’Leary es el siguiente llamado a declarar. Su testimonio:

—Soy irlandés de nacimiento. Me vi obligado a abandonar mi país cuando entró en vigor una inicua Ley de Coerción. Actualmente soy periodista y escribo titulares fenianos para el St. John’s Gazette. Recuerdo la tarde del asesinato. Fue el subdirector el que me lo comunicó. Me pidió que escribiera un «parrafito» sobre el asunto para la cuarta edición. Así lo hice, pero como tenía prisa por coger un tren, no fueron más que un par de líneas. Le hicimos mayor justicia al día siguiente.

Turno de la defensa: El testigo niega que se sintiera orgulloso al escuchar que podía escribir sobre un tema nuevo. Más bien lo lamentó.

Un policía aporta pruebas de que el día del aniversario de la coronación, alrededor de las cuatro y media, vio una pequeña concentración de gente frente a la entrada a las oficinas del St. John’s Gazette. Pensó que era su deber investigar el asunto. Entró y preguntó a un chico de los recados qué había sucedido. El muchacho contestó que creía que habían matado al director, pero le aconsejó que preguntara en el piso de arriba. Así lo hizo y la afirmación del chico se vio confirmada. Volvió a bajar y comunicó a los allí congregados que era el director quien había sido asesinado. La multitud se dispersó.

Un detective de Scotland Yard explica cómo fue capturado el acusado. Moggridge escribió al superintendente para comunicarle que tenía que pasar por Scotland Yard por asuntos de negocios el miércoles siguiente. Tres detectives, incluido el testigo, tenían la misión de arrestarlo, y así lo hicieron con éxito. (Largo y prolongado aplauso.)

Aquí intervino el juez. No conseguía ver, dijo, la relevancia de este testimonio. Por lo que había escuchado hasta ahora, la cuestión no era si se había cometido o no un asesinato, sino si, en las circunstancias que rodeaban el caso, se trataba de un delito penal. Concluyó que el acusado no debería haber llegado a aquel tribunal. Era un caso para las vistas preliminares. Si el fiscal no podía argüir algún motivo para seguir aportando pruebas, no pensaba someter el caso a la valoración de un jurado.

Tras algunas observaciones del fiscal y de la defensa, que hizo hincapié en el carácter elevado y noble del acusado, el juez recapitula. Le corresponde al jurado, concluye, decidir si el prisionero ha cometido un delito. Ésa es la cuestión, y para tomar la decisión el jurado debe tener en cuenta lo deseable que resultaría eliminar los casos de simple vejación. La gente no debería acudir a la justicia para resolver disputas sin importancia. Sin embargo, el jurado debía recordar que, sin excepción, la vida humana es sagrada. Tras algunas otras puntualizaciones del juez, el jurado (que delibera durante algo más de tres cuartos de hora) regresa a la sala con el veredicto de culpable. El acusado es sentenciado a una multa de cinco florines o prisión de tres días.