Un rostro que embrujó a Marriot

—Esto no es una historia de amor —gritó Marriot, como disculpándose.

Había vuelto a quedarse cuando los otros ya se habían ido, pero cuando vi sus intenciones escapé a mi dormitorio y ahora me negaba a salir.

—Escúchame —gritó cambiando el tono—, como no salgas te lo pienso contar todo por la cerradura, es lo más extraordinario que me ha sucedido y no me lo puedo guardar para mí solo. Te doy mi palabra de honor de que no se trata de una historia de amor… o, por lo menos, no exactamente.

Le dejé hablar después de haberme metido en la cama.

—Debes saber —empezó, tirando en mi almohada continuamente las cenizas de su cigarrillo—, que hace cierto tiempo fui a ver al padre de Jack Goring, el coronel Goring. Jack y yo habíamos sido uña y carne en Cambridge y, aunque no nos habíamos visto en años, yo estaba deseando que nos volviésemos a encontrar. Era viudo y su padre y él compartían casa. Pero la casa estaba ahora bastante melancólica porque el coronel se encontraba solo. Jack estaba fuera en una expedición científica en el Pacífico, y las chicas hacía años que se habían casado. Después de cenar mi anfitrión y yo pasamos una hora más bien insulsa en el salón de fumar. Yo no podía creer que Jack se hubiera convertido en un tipo corpulento. «Le voy a enseñar una fotografía», dijo el coronel. Trajo un álbum de una estantería polvorienta y entonces no tuve más remedio que admitir que mi viejo amigo estaba, efectivamente, entrado en carnes. Pero no es de Jack de quien quiero hablar. Empecé a hojear con languidez las páginas del álbum, pero de repente me detuve en el rostro de una bellísima muchacha. ¿Te has dormido?

»No soy de natural sentimental, como bien sabes, y sin embargo aún no estoy preparado para admitir que me enamoré de aquel rostro. No se trataba, creo, de ese tipo de atracción. Probablemente habría ignorado la fotografía si no me hubiera recordado los viejos tiempos, unos viejos tiempos cubiertos con un velo, por lo que no pude identificar el rostro. Estaba completamente seguro de que en algún momento de mi vida había conocido el original, pero rebusqué en mis recuerdos en vano. La dama era una encantadora rubia de abundante melena clara, cuyos rasgos podrían decirse romanos, cuando no griegos. Describir una mujer hermosa es algo que me supera. Sin duda, su rostro no estaba exento de imperfecciones. Recuerdo, por ejemplo, que su barbilla tenía poca personalidad y que los ojos eran más “melosos” que expresivos. Se trataba de un retrato, y ella aparecía con las manos entrelazadas con gracia tras la cabeza. Mis dedos tamborileaban en el álbum mientras reflexionaba, pero no era capaz de recordar donde había conocido el original. El coronel no me pudo dar más información; el álbum era de Jack, me dijo, y probablemente nadie lo había abierto en años. La fotografía, además, era antigua; estaba seguro de que había estado rondando por la casa desde años antes del matrimonio de su hijo, así que (y aquí el anciano y curtido caballero estalló en carcajadas) ya no podía ser como el original. Como parecía inclinado a sacar a relucir su ingenio a mi costa, cerré el álbum y poco después me despedí. Te he dicho que te despiertes.

»Desde aquella tarde el rostro empezó a perseguirme. No quiero decir que me poseyó hasta el punto de excluir todo lo demás, pero en los momentos en que me encontraba a solas se alzaba ante mí y yo sucumbía al éxtasis. Has tenido que darte cuenta de lo pensativo que he estado últimamente. Con frecuencia dejaba de lado mi periódico en el club e intentaba rememorar el original. Probablemente Jack Goring la conocía mucho mejor que yo. De lo único que estaba seguro es de que la habíamos conocido ambos. La primera vez que Jack y yo nos vimos fue en Cambridge. Pensé en todas las damas que conocí allí, en particular, las que también habían sido amigas de Goring. Jack nunca fue exactamente un “conquistador”, pero, como solía decir, comparándose conmigo, “él tenía corazón”. Rebusqué en vano en los anuarios de nuestros días de Cambridge. Lo intenté en la casa de campo donde ambos pasábamos buena parte de nuestras vacaciones. De repente recordé el grupo de lectura que teníamos en Devonshire; pero no, aquella era morena. En una ocasión Jack y yo tuvimos una aventura romántica en Glencoe en la que intervinieron una dama y su hija. Intentamos sacarle el máximo partido, pero en nuestro fuero interno sabíamos que, vista a la luz del día, la hija no era bella. También estaba aquella muchacha francesa de Argel. Jack me había hecho quedarme en Argel una semana más de lo que era nuestra intención. La postura de la cabeza, las manos entrelazadas detrás, una postura que me resultaba tan irritantemente familiar… ¿sería la chica francesa? No, la dama que me esforzaba por ubicar era sin duda inglesa. Estoy seguro de que te has dormido.

»Pasó un mes antes de que tuviera oportunidad de volver a ver la fotografía. Me había venido a la mente una idea que tenía intención de poner en práctica: seguir el rastro de la fotografía por el fotógrafo. Sin embargo, no quería volver a mencionarle el asunto al coronel, así que me las apañé para buscar el álbum mientras él se hallaba fuera del salón de fumar. Lo único que quería era el número de la fotografía y la dirección del fotógrafo; pero en cuanto saqué la fotografía del álbum mi anfitrión regresó. Deslicé con rapidez aquello en mi bolsillo y él ya no me dio oportunidad de volverla a poner en su sitio. Por lo tanto, que me llevara la fotografía se debió sólo a un accidente. Mi robo no me fue de ninguna utilidad. Efectivamente, el nombre y dirección del fotógrafo figuraban en el reverso, pero cuando me dirigí al lugar mencionado había desaparecido para dar lugar a «habitaciones residenciales». Tengo algunos otros compañeros de Cambridge en Londres, así que aproveché para enseñarles la fotografía. Uno de ellos, ahora soy consciente, tiene la impresión de que me voy a casar en breve, pero el resto se comportó de modo racional. Grierson, del Ministerio de la Guerra, reconoció al instante el retrato. «Ahora se dedica a hacer papeles secundarios en el Criterion», me contó. Finchley, un hombre con una prometedora carrera en la judicatura, también la reconoció. «Su retrato estaba en toda la prensa ilustrada de hace cinco años», me dijo, «cuando cumplió los doce meses». No obstante, uno y otro se contradecían, y yo satisfice mis dudas comprobando que ni se trataba de una actriz del Criterion ni de la aventurera de 1883. Por supuesto, era posible que se tratara de una actriz, pero si efectivamente lo era, su rostro no era conocido en los escaparates de moda de las papelerías. ¿Me estás escuchando?

»Me di cuenta de que no podría resolver el misterio hasta que Jack volviera a casa; y cuando la semana pasada recibí una carta suya en la que me pedía que cenara con él, acepté ansioso. Acababa de llegar y yo tenía ganas de volver a ver a un viejo amigo de Cambridge. Íbamos a cenar en el club de Jack y llevé la fotografía conmigo. Reconocí a Jack tan pronto como entré en la sala de espera del club. Un hombre muy bajito, muy gordo y con un rostro muy delicado estaba sentado a su lado, con las manos entrelazadas detrás de la cabeza. Creo que me quedé boquiabierto. “¿Te acuerdas de Tom Rufus?”, preguntó Jack, “solía representar el papel femenino en el centro de arte dramático de Cambridge. Tú me ayudaste a escoger su peluca para Fox. Debo de tener por casa alguna fotografía suya disfrazado. Quizás lo recuerdes por su manía de sentarse con las manos entrelazadas detrás de la cabeza”. Estreché la mano de Rufus. Pasamos a cenar y probablemente me comporté con dignidad. Ahora que todo ha terminado, no puedo por menos que agradecer no haberle preguntado a Jack el nombre de la dama antes de ver a Rufus. Buenas noches. Creo que te he hecho un agujero en el cojín.»