Sin Arcadia

Aquellos que no conocen Arcadia puede que tengan una mezcla que sus no instruidos paladares adoran, pero siempre están preparados para probar otras mezclas. El arcadiano, no obstante, nunca podría abastecerse de petacas rebeldes. Sin embargo, hubo una semana negra en la que todos tuvimos que fumar otros tabacos. Debido a una terrible falta de previsión de nuestro proveedor, no había Arcadia que fumar.

Deberíamos haber dejado de lado nuestras pipas y subsistir con los puros; pero las pipas eran viejas amigas y jamás habríamos podido abandonarlas. Cada uno de nosotros compró una mezcla distinta, pero todas sabían parecido y eran igual de abominables. Me puse enfermo. El doctor Southwick, sin más datos, llamó a mi enfermedad por algún nombre docto, pero yo sabía a qué se debía. Jamás olvidaré la alegría que me embargó cuando Jimmy irrumpió en mi habitación un día con una lata de una libra de Arcadia. Débil como estaba, abrí la ventana y, levantando en el aire el paquete medio vacío del tabaco que me había puesto enfermo, lo lancé en medio de la calle. El tabaco se desperdigó antes de que el paquete llegara al suelo, pero me senté en la ventana y disfruté mirando el sucio trozo de papel arrollado por los coches. Lo que yo llamo calle es más concretamente una plaza, porque mis ventanas daban a la parte trasera de la fonda y tenían una vista un tanto plebeya. La plaza es el lugar de encuentro de cinco calles y en la esquina de cada una de ellas el papel era arrastrado hasta la siguiente.

Aquí, se podría pensar, olvidé felizmente la causa de mis disgustos, pero la verdad es que estuve mirando el envoltorio durante días. Mi doctor vino cuando aún estaba pendiente de él, y en vez de prescribirme medicamentos, apostó conmigo. El trozo de papel desaparecería antes de que se disolviera el gobierno. Yo afirmé que todavía estaría por ahí danzando antes de que se disolviera y si perdía le regalaría al doctor un nuevo estetoscopio y si ganaba no me cobraría la factura. Por lo tanto, por extraño que pueda parecer, ahora tenía un motivo para sentir un amigable interés por el paquete que previamente había odiado. Antes, su sola visión me hacía sentir desgraciado; ahora temía perderlo. Pero lo buscaba cuando me levantaba por las mañanas, y al instante adivinaba por su aspecto qué tal había pasado la noche, y mucho más: me creía capaz de adivinar qué viento había soplado desde la puesta de sol, si había habido mucho tráfico y si el coche de bomberos había tenido que salir. Desde mi ventana se ve un parque de bomberos, y el papel presentaba un aspecto especialmente arrugado si el pesado coche le pasaba por encima. Sin embargo, aunque estaba seguro de que podía reconocer mi trozo de papel entre otros cien, el doctor insistió en que nos aseguráramos. La apuesta se plasmó por escrito en el mismo trozo de papel que la había sugerido. Fue el propio doctor el que salió a buscarlo. En la parte trasera se establecieron formalmente las condiciones de la apuesta y ambos las firmamos. Entonces abrimos la ventana y volvimos a lanzarlo. El doctor se comprometió solemnemente a no interferir en su devenir; y yo le di mi convaleciente palabra de honor de informarle cabalmente de su situación.

Pasaron varios días y el tiempo dejó de pesar en mis manos. Mi atención estaba dividida entre dos papeles, el pedazo caído en la plaza y mi Times diario. Cualquier mañana podría uno indicarme que había perdido la apuesta o el otro que la había ganado; y me apresuraba a la ventana temiendo que el papel hubiera migrado a otra plaza y confiando en que mi Times contuviera la información de que el gobierno estaba acabado. Tenía el presentimiento de que ninguno de los dos podría ya durar mucho más. Es notable lo mucho que aumentó mi interés por la política desde la apuesta.

El doctor, creo, confiaba sobre todo en los barrenderos. Pensaba que pronto caerían sobre el trozo de papel. Sin embargo, yo no veía por qué habría de temerles. Venían a la plaza con tan poca frecuencia, y se quedaban tan poco tiempo cuando esto ocurría, que no los tuve en consideración. Si el doctor hubiera llegado a saber el monto de lo que recogían, habría pensado que los estaba sobornando. Pero quizás conociera su modo de actuar. Un día me asustó un perro. Era uno de esos animales de mirada caída que de vez en cuando infestaban la plaza de seis en seis, pero en muy rara ocasión solos. Recorrió uno de los lados de la calle, y de pronto me di cuenta de que ya tenía el papel en el hocico. Entonces se quedó quieto y miró a su alrededor. Aquél fue para mi un momento muy tenso. Me puse de pie delante de la ventana.

Mi primer impulso fue abrir la hoja de la ventana y agitar mi puño contra aquella bestezuela; pero, afortunadamente, recordé a tiempo mi promesa al doctor. Me pregunto si algún hombre habrá estado alguna vez tan interesado en los chuchos. En una de las esquinas se alquilaba una casa que hasta ese momento pensaba que estaba a cargo de la mujer de un jefe de policía. Con frecuencia se veía un gato de la zona que se paseaba por delante de la casa. Creo firmemente que le debo a aquel gato no haber perdido la apuesta en aquel momento. ¡Qué fiel criatura! Llegó a la puerta, se desperezó y en ese momento vio al perro y se erizó. El perro, resentido por esta demostración de hostilidad, soltó el trozo de papel y se fue a por el gato. Me dejé caer en mi silla.

Al día siguiente sobrevino un desastre aún peor que no puedo dejar de referir. Uno de los trabajadores de la plaza, buscando algo para encender la pipa, reparó en el papel que revoloteaba cerca del bordillo. Lo cogió con la evidente intención de prenderlo en el brasero de un vendedor ambulante de castañas calientes que acababa de cruzar la plaza. El trabajador se acercó, enroscando el papel a medida que llegaba, cuando —¡buena suerte de nuevo!— un joven carnicero casi corrió a su encuentro, y el haragán, con auténtica presencia de ánimo, le pidió rápidamente una cerilla. En cualquier caso la cerilla pasó de uno a otro y, para mi infinita tranquilidad, volvió a tirar el papel.

Le oculté a William John el motivo de mi nerviosismo. Sin duda se preguntaba por qué iba corriendo hasta la ventana cada vez que parecía que se levantaba el viento y me ponía frenético cuando llovía. No podía entender por qué estaba tan interesado en el tiempo cuando mi salud me impedía salir de casa. Una vez pensé que estaba sobre la pista. Un repentino golpe de viento había arrastrado el papel y lo había elevado por los aires. Debí de prorrumpir en alguna exclamación, porque se acercó a la ventana. Me encontró señalando abobado lo que ya era un puntito blanco navegando por el tejado del parque de bomberos:

—¿Es un pichón? —preguntó. Cogí la idea.

—Sí, un pichón mensajero —murmuré como respuesta—; a veces, creo, se envían mensajes a los parques de bomberos mediante ese sistema.

Por muy fríamente que lo dijera, fui consciente de que, de los mismos nervios, estuve arañando con frenesí el alféizar hasta que el trozo de papel volvió a caer a la plaza.

Lo siguiente que sucedió es que fue aplastado entre las paredes de un desagüe. Eso fue lo último que vi de él, y al día siguiente el doctor ganó su estetoscopio… aunque sólo por unas horas, porque el fin del gobierno fue anunciado en la edición vespertina. Mi derrota me tuvo abatido durante algún tiempo, pero pronto me alegré de haber perdido. No quiero saber nada de ganar apuestas por otra mezcla que no sea Arcadia.