Tabaco propio

Pettigrew me pidió un día que fuera a su casa a probar un tabaco que su hermano había cultivado en el jardín que tenía en Devonshire. Hasta aquel momento jamás había tenido oportunidad de juzgar por mí mismo si el intento de cultivar tabaco en suelo inglés tenía futuro. Fue muy amable por parte de Pettigrew su aseveración de que se había abstenido de fumar el tabaco hasta que pudiéramos probarlo juntos. Durante la cena, en presencia de la Sra. Pettigrew habíamos conseguido hablar algún tiempo de otros temas; pero teníamos el tabaco en mente, y me alegró comprobar que, a pesar de las bromas de su esposa, mi anfitrión tenía interés genuino en el experimento que íbamos a llevar a cabo. Ella esbozó un entretenido cuadro, sin duda un tanto exagerado, de la dificultad de su marido para contenerse antes de que yo llegara, y declaró que cada vez que entraba en el salón de fumar lo encontraba mirándolo fijamente. Pettigrew se tomó esto con humor y me informó de que en varias ocasiones ella lo había llevado a la salita para mostrárselo orgullosa a sus amigas. Estaba encantado, dijo, con que me fuera a quedar allí a dormir, ya que eso nos permitiría una prolongada velada dedicada a catar el tabaco en profundidad. Uno de sus vecinos también había estado experimentando, y Pettigrew, que tiene un considerable sentido del humor, me contó una divertida historia sobre este hombre y unos amigos, que habían empezado a emitir juicios sobre el tabaco cultivado en casa tras fumar ¡una sola pipa! Nos reímos largo y tendido sobre el ridículo e insatisfactorio carácter de dicha prueba (por llamarla de algún modo) mientras nos trasladábamos al salón de fumar. Antes de eso la Sra. Pettigrew me deseó buenas noches. También había dejado órdenes estrictas al servicio de no molestarnos bajo ningún concepto.

Tan pronto estuvimos cómodamente instalados en nuestros sillones de fumadores, algo que cuesta más de lo que la mayoría pudiera pensar, Pettigrew me ofreció un Cabana. Yo habría preferido empezar de inmediato con el tabaco, pero, evidentemente, él era mi anfitrión, y me puse en sus manos por completo. Reparé en que, desde el momento en que su mujer nos dejó, Pettigrew se encontraba un tanto excitado y hablaba más de lo que era su costumbre. Parecía como si pensara que no cumplía con su deber de anfitrión si permitía que la conversación decayera por un momento, y lo que era todavía más curioso, habló de todo excepto del tabaco de jardín. Quiero hacer hincapié en esto desde el principio para que nadie piense que yo fui responsable de alguna manera por el modo en que llevamos a cabo nuestro experimento. Si hubo algún error, éste debe recaer por completo en Pettigrew. Recuerdo con claridad haberle preguntado —no de una manera sibilina, sino directamente— por qué no fumábamos su tabaco. Formulé la pregunta durante los preliminares del proceso, justo después de haber encendido mi segundo puro. La razón por la que encendí aquel puro resultará obvia para cualquier caballero fumador. Si lo hubiese declinado Pettigrew hubiera podido pensar que la marca no era de mi gusto, lo que habría resultado doloroso para él. Sin embargo, no sacó inmediatamente el tabaco; de hecho recuerdo que dijo —fueron sus palabras precisas— que teníamos muchísimo tiempo. Como invitado no podía insistir más.

Pettigrew fuma más rápido que yo, y ya había llegado al final de su segundo puro cuando a mí todavía me quedaban unos cinco minutos del mío. Me exaspera tener que contar lo que aconteció después. Inmediatamente encendió un tercer puro y, entonces, abrió el armario y sacó unas dos onzas del tabaco de jardín. Lo que pretendía era demasiado evidente. Como acababa de encender su tercer puro no se podía esperar que probara el tabaco en ese momento, mientras que no había nada que me impidiera hacerlo a mí. Miré a Pettigrew con no poco desdén, y después observé el tabaco con gran interés. Era bastante negro. Cuando levanté la mirada sorprendí a Pettigrew con un ojo puesto en mí. Miró hacia otro lado disimulando, pero poco después lo volví a ver observándome de la misma manera sibilina. Transcurrió un doloroso silencio durante algún tiempo, tras el que me preguntó si tenía algo que decir. Repliqué con convicción que estaba deseoso de probar el tabaco. Para entonces mi puro se había reducido a una colilla, pero por razones que Pettigrew malentendió, continué fumándomelo. De alguna manera, nuestros sillones habían cambiado de posición, y ahora estábamos sentados dándonos la espalda. Sentí que Pettigrew me miraba furtivamente por encima del hombro, y le lancé una mirada sesgada para comprobarlo. Nuestros ojos se cruzaron, y yo me mordí los labios. Si hay algo que odio es que alguien me observe con esa mirada culpable.

Seguí fumándome la colilla del puro hasta que me chamuscó el labio inferior, y a intervalos Pettigrew comentaba, sin darse la vuelta, que mi puro parecía interminable. Hice caso omiso a sus indirectas, pero, a la postre, tuve que desistir de fumarme el final del puro. Para no hacer ruido lo tiré silenciosamente, pero Pettigrew debía de estar pendiente de mis movimientos. Se giró de repente y empujó el tabaco hacia mí. Jamás, con casi total seguridad, lo había tenido por un ser tan ruin como en aquel momento. Mi indignación debía mostrarse en mi rostro, porque se retrepó en su sillón diciendo que pensaba que «quería probarlo». Ahora bien, yo nunca dije que no quería realizar el experimento, y el lector habrá podido comprobar que fui a casa de Pettigrew con el único objeto de degustar el tabaco. ¿Tenía entonces Pettigrew algún motivo para insinuar que no pensaba catarlo? Reprimiendo mi indignación me encendí un tercer puro, y después le planteé abiertamente la pregunta: ¿tenía o no tenía él intenciones de probar aquel tabaco? Debo reconocer que quizás fui un poco brusco, pero hay que tener en cuenta que había hecho todo el camino desde la fonda, tomándome molestias considerables, para someter al tabaco a un examen intensivo.

Como es costumbre en los hombres de la clase de Pettigrew cuando se encuentran arrinconados, intentó echarme a mí todas las culpas. «¿Por qué no había probado el tabaco —inquirió—, en vez de empezar un tercer puro?». Como respuesta, pregunté con mordacidad si no era ése su tercer puro. Lo admitió, lo era, pero dijo que él fumaba más rápido que yo, como si eso justificara su comportamiento. Me fumé el tercer puro con mucha lentitud, pero no porque quisiera echar a perder el experimento, puesto que, como todo el mundo habrá podido observar, yo estaba realmente ansioso por catar el tabaco, sino para ver qué sucedería después. Cuando Pettigrew acabó su tercer puro —que me pareció eterno— miró durante un rato el tabaco de jardín y cogió una pipa de la repisa de la chimenea. Primero la sostuvo en una mano, después en la otra, y, por último, se le iluminó el rostro y me comunicó que iba a limpiar sus pipas; algo que hizo con una lentitud pasmosa. Cuando terminó, volvió a mirar el tabaco de jardín, que yo le acerqué. Me miró como si no hubiera obrado amistosamente, y entonces dijo, como disculpándose, que se fumaría una pipa mientras me acababa el puro. Le dije «De acuerdo» de manera cordial, pensando que tenía intención de comenzar el experimento, pero cuál no sería mi sorpresa cuando sacó un tarro de la mezcla Arcadia. Llenó la pipa con su contenido y procedió a encenderla, al tiempo que me lanzaba una mirada desafiante. Su excusa de esperar a que yo terminase daba demasiada lástima como para tenerla en consideración. Me terminé el puro al cabo de unos minutos, y llegó el momento en el que me habría gustado dar comienzo al experimento. Sin embargo, como huésped de Pettigrew no podía tomarme semejante libertad, aunque él, con una falta de pudor absoluta, me volvió a acercar el tabaco de jardín. Llené mi pipa con la única intención de cargarla por la mitad de Arcadia para que Pettigrew y yo termináramos al mismo tiempo. La costumbre, no obstante, me llevó a ser generoso e, inadvertidamente, la colmé, y sólo me di cuenta del error cuando ya era demasiado tarde. Aunque le aconsejé que empezara con el tabaco de jardín sin esperarme, insistió en fumarse media cazoleta de Arcadia para hacerme compañía. Por increíble que pueda parecer, aunque lo intentamos, no conseguimos acabarnos las pipas al mismo tiempo.

Hacia las dos de la madrugada, Pettigrew dijo algo acerca de irse a dormir; y yo me levanté y vacié mi pipa. Estuvimos un rato de pie ante el fuego y expresó contrariedad por el hecho de que yo tuviera que irme tan temprano por la mañana. Después apagó las luces y ambos miramos el tabaco de jardín. Pareció tener una repentina idea; porque metió con diligencia el tabaco en un impoluto paquetito de papel y me lo regaló, comentando que quizás quisiera probarlo en la fonda. Lo cogí sin decir una palabra, pero abrí la mano sin querer y lo dejé caer. Mi primer impulso fue recuperarlo; pero entonces reparé en que Pettigrew no se había dado cuenta de lo que había pasado y que si me veía recogerlo podría llegar a pensar que no lo había tratado con el merecido cuidado. Así que lo dejé allí y, tras desearle buenas noches, me fui a dormir. Ya estaba al pie de la escalera cuando pensé, que después de todo, quizás me gustara el tabaco, así que di la vuelta. No pude ver el paquete por ningún sitio, pero había algo que crepitaba en la chimenea y Pettigrew tenía las tenazas en la mano. Murmuró algo acerca de que su esposa iba a hacerse una idea equivocada. Al día siguiente, dicha dama se mostró muy irónica sobre el hecho de que nos hubiéramos fumado las dos onzas enteras.