Primus es el hijo mayor de mi hermano y una vez pasó las vacaciones de Pascua conmigo. Ni yo lo quería ni él tenía un interés particular en venir, pero las circunstancias nos superaron a ambos y, para ser justo con Primus, debo decir que puso todo su empeño en hacerme ver que yo no estaba en su camino. Se encontraba entonces en esa edad en que los niños empiezan a dirigirse los unos a los otros por sus apellidos.
Ya he mencionado que me cuido mucho de saber cuánto tabaco fumo en una semana, y quizás esté formulando una acusación contra Primus cuando digo que mientras estuvo conmigo la Arcadia desaparecía misteriosamente. Aunque se refería a la mezcla con respeto —como sobrino mío que era— la volcó toda encima de la mesa para fabricarse un teléfono con las latas, y sentía pasión por lo que él llamaba «decapitar puros». Scrymgeour le había regalado un cortapuros con forma de pistola: se ponía el puro al final del agujero, se apretaba el gatillo, y el cigarro quedaba decapitado. La simplicidad del artilugio fascinó a Primus, y tras su regreso a la escuela descubrí que había irrumpido en mis cajas de Cabana y había decapitado casi trescientos puros.
Tan pronto como llegó puso en estado de sitio el corazón de William John, lo capturó en seis horas y lo desmoralizó en veinticuatro. Nosotros, que conocíamos a William John desde hacía años, lo considerábamos muy práctico, pero Primus lo enardeció con cuentos sobre terribles venganzas contra «el viejo Poppy» —que era el sobrenombre que Primus le daba a su preceptor—, y en poco tiempo William John estaba tan henchido de romanticismo que no podíamos confiarle ni el cepillado de las botas. Él y Primus tenían un plan para robar un barco y convertirse en piratas en el que Primus sería el capitán, William John el contramaestre y el viejo Poppy el prisionero. A la tripulación se le añadió un crío con un tirachinas, un tal Johnny Fox, que era otra de las víctimas del tirano Poppy, y practicaban el arrojarlo al mar desde la ventana de Scrymgeour. Habían sacado casi la mitad del tablón por la ventana, y desfilaban por ella hasta que se balanceaba y eran lanzados al patio. Era tal el romanticismo de William John que caminó por el tablón con los brazos atados, gritando ridículamente a petición de los presentes: «¡Capitán, yo os desafío, ja, ja, ja! ¡No ha nacido bucanero que haga palidecer las mejillas de Dick, el Alquitrán temerario!». Entonces William John desapareció de nuestra vista. Le tuvieron que poner cataplasmas.
Mientras William John estaba en cama recuperándose lentamente de su heroísmo, el capitán pirata y Johnny Fox se dedicaron a crearme problemas colocando una cuerda tensa a unos seis pies del suelo, contra la que numerosos sombreros de copa tropezaron para acabar por tierra. Un mejorado tirachinas que disparaban desde el Lowther Arcade conseguía tener al cristalero en la fonda a todas horas. Primus y Johnny Fox se fueron a pasear por Holburn, le quitaron la gorra a un limpiabotas y volvieron con la frente llena de chichones. Un día fueron vistos en Hyde Park —a donde se podría temer que fueron con cigarrillos— corriendo tras las ovejas, de las que huían las damas, mientras unos árabes perseguían a los piratas y policías perseguían a los árabes. El único libro que leyeron fue la Historia de Roma en viñetas, propiedad de Gilray. Les gustó tanto que Primus empapeló el interior de la caja donde guardaba sus cosas con las viñetas. Los únicos autores sobre los que me consultaron eran «dos tipos importantes» llamados Descartes y James Payn, de quien Primus descubrió que uno trabajaba mejor en la cama y el otro consideraba el latín y el griego un error. El propósito de los piratas era llamar la atención del viejo Poppy sobre los puntos de vista de estos dos caballeros.
Poco después de que Primus llegara a mi casa supe que su preceptor le había encomendado una tarea durante las vacaciones. Todos sus «colegas» de clase tenían que escribir un ensayo titulado «Mis vacaciones, y cómo las convertí en algo de provecho» y enviárselas a su maestro. La redacción proporcionó a Primus pocos quebraderos de cabeza mientras se mantuvo alejada, pero a medida que se acercaba el momento se refería a ella con indignación y tildaba la actuación de su profesor de «truco sucio». Asustó a nuestra asistenta hasta el punto de hacerla llorar afirmando que no pensaba escribir una sola línea de la tarea y, lo que era peor, que su profesor se iba a «enterar» por habérsela impuesto; también escuché que Johnny y él incluso se habían planteado escribir el ensayo en la forma que les había sugerido su escrutinio de la Historia de Roma en viñetas. Un día encontré un escrito en mis habitaciones que me indicó que, en cualquier caso, la tarea era objeto de una seria ponderación. Eran las instrucciones que el profesor de Primus le había dado para realizar el ensayo, que debía ser «en forma epistolar» y «no inferior en extensión a quinientas palabras». El escritor, se sugería, debía dar una visión general de cómo estaba pasando el tiempo, qué libros estaba leyendo y «cómo daba esplendor a su bogar». Desconocía que Primus estuviera capacitado para ello hasta que, un día después de su partida, recibí la carta de su preceptor, que quería saber cuánto de verdad había en ella. Aquí está el ensayo de Primus sobre sus vacaciones y cómo dio esplendor a su hogar:
«Estimado Sr.:
Me dirijo a Ud. para confiarle un tema de interés jeneral para todos aquellos implicados en la educación, y el tema que deseo confiarle es: “Mis bacaciones y cómo les saqué partido”. Han pasado tres semanas y dos días desde que abandoné su establecimiento escolástico, y abandoné su establecimiento escolástico con lágrimas en los ojos, puesto que se trata del establecimiento escolástico de entre los que he estado en el que más me gusta residir, y todo el mundo era dispuesto y amable. Las bacaciones son buenas para reemprender nuestros hestudios con renovado vigor, los moluscos necesitan ser vigorizados y yo, en mis bacaciones no he extenuado ni cuerpo ni mente. Encontré bien a mi tío, y le traje un adorno para la puerta y él pensó que yo había mejorado tanto en apariencia como en modales; y le dije que tal cosa se devía al amantísimo cuidado que mi profesor pone en conseguir que la mejora de la apariencia y los modales suponga un placer para la juventud de Inglaterra. A mi tío le complació cronquetamente la mejora que había hecho, no sólo en mi aspecto y modales, sino también en mis hestudios; y le conté que Zésar era el escritor latino que más me gustaba y cité veni, vidi, vici y otras que lamento no recordar en este momento. Con su amable permiso me gustaría relatarle brevemente como pasé mis días durante las bacaciones; y la primera manera que tuve de pasar mis días durante las bacaciones fue haciendo todo lo que mis manos encontraron para hacer, haciéndolo con toda mi voluntad; también me determiné noblemente a no erir los sentimientos de los demás y, recordé decir, antes de ir a dormir, “Algo intenté, algo hice, para ganar el reposo nocturno”, como Ud. me aconsejó, mi estimado comunicante. Pasé mis días durante las bacaciones levantándome temprano para llegar a tiempo al desayuno y dar ningún problema. En el desayuno me comportaba como un modelo, para dar ejemplo; y después salía con mi querido y joven amigo John Fox, a quien escogí cuidadosamente como amigo, puesto que temía corromper mis balores alternando con muchachos maleducados. El J. Fox al que me refiero es estimado por todo aquel que lo conoce por su inusual y amable disposición; y Ud. mismo, mi muy respetado Sr., lo conoce personalmente, puesto que se encuentra en mi clase y es más conocido en censuravle argot como “Foxy”. Andemos por Hyde Park admirando las obras de la naturaleza, rememoremos nuestro latín llamando “arbor” a los árboles cuando veíamos alguno y repasando las declinaciones; pero jamás escalemos los árboles por miedo a ensuciar las ropas otorgadas a nosotros por nuestros amantísimos padres con el sudor de sus frentes; y nos neguemos a tirar piedras a los bellos jilgueros que llenan la atmósfera con música. Por las tardes pasé mis días durante las bacaciones hablando con la asistenta sobre cosas que ella entiende, como que no me quitaría los pantalones de franela hasta el 15 de junio, o alababa a la matrona del colegio por enmendar mis calcetines. Al anochecer me dedicaba con fervor a cualquier buena causa en la que pudiera pensar; y siempre me quitaba las botas y me ponía las zapatillas para no estropear la moqueta. Quisiera, mi respetado Sr., informarle de los libros que he estado leyendo cuando mis obligaciones me lo permitían; y los libros que he leído son las obras de William Shakspeare, John Milton, Albert Tennyson y Francis Bacon. John Fox y yo también estudiemos la Historia de Roma, con objeto de abastecernos de la grandeza del pasado; y confiamos en que los gloriosos ejemplos de Rómulo y Remo, pero especialmente el de Anibal, se anclarán en nuestras mentes para guiarnos en nuestras vidas. Me encuentro deseoso de comunicarle el modo en que di esplendor al hogar de mi tío; pero ya he llegado a las 500 palabras. Así que esperando ansiosamente terminar mis hestudios, suyo, mi respetado Sr., su diligente pupilo.»