El romance de un limpiapipas

Seguimos visitando la Arcadia, aunque ahora de uno en uno, y Gilray, que era el que iba más a menudo, también fue el que se quedó más tiempo. En otras palabras, estaba enamorado de nuevo, y esta vez ella vivía en Cookham. Los asuntos amorosos de Marriot me los quitaba de encima con una bocanada de mi pipa, pero el segundo caso de Gilray era algo serio.

Con el tiempo, de todos modos, volvió a la mezcla Arcadia, aunque eso no sucedió hasta que la casa-bote estuvo retirada en su guarida de invierno. Fui testigo de su completa recuperación, que tuvo lugar en sus aposentos. En realidad es una historia bastante patética, así que voy a ponerla en boca de una rosa que la dama entregó en una ocasión a Gilray. Piensen en la rosa abandonada, tal y como yo la veo, en la alfombra de Gilray, e imagínensela susurrando de este modo:

—Me enrollaron un torzal alrededor aquella blanca noche cerca del río en la que ella le permitió que yo le fuese arrebatada. Entonces odié el hilo. Pero ¡ah!, escuchen el final.

»Mis días están contados, y si tengo que exponerlos con mi aliento moribundo, no puedo permitirme sentimentalismos sobre mi propia suerte. Estaban en una barcaza, la mano de ella jugueteaba con el agua cuando fui suya. Cuando aquella noche se despidieron en el muelle de Cookham él sostuvo la cabeza de ella entre sus manos y se miraron a los ojos. Entonces él se dio la vuelta y se fue rápidamente; cuando llegó a la barcaza de nuevo estaba silbando. Varias veces metió la mano en el bolsillo para asegurarse de que yo aún estaba allí, antes de que llegáramos a la casa-bote donde vivían él y otro hombre. Allí me metió en un jarrón con agua fuera de la vista de su amigo, y con frecuencia se escabullía como un ladrón hasta donde yo estaba. A la mañana siguiente, temprano, me colocó en su ojal, y me dirigió dulces apelativos. Cuando su amigo me vio, también él se puso a silbar, pero no del mismo modo. Entonces mi dueño lo miró con odio. Esto sucedió hace muchos meses.

»Al día siguiente estaba yo en el jardín que desemboca en el río. Estaba en su pecho, y durante unos instantes también lo estuvo ella. Su voz era tan suave y calmada cuando le repitió las palabras que me había dicho a mí la noche anterior que caí en un ligero ensueño. Cuando me desperté de repente él estaba furioso con ella, y ella lloraba. Desconozco el motivo por el que se pelearon tan deprisa, pero era sobre alguien al que él se refería como “ese tipo”, mientras que ella le llamaba “el amigo de papá”. La volvió a mirar durante un largo lapso de tiempo, y después le deseó fríamente que pasara una velada excepcional. Ella asintió y se dirigió a la casa, murmurando algo que desprendía felicidad, mientras que él fingió encender un cigarrillo de un tabaco que tenía en gran estima. Aquel día lo escuché caminar arriba y abajo por el puente de la casa-bote hasta altas horas mientras su amigo le gritaba que no fuera merluzo. En cuanto a mí, me había arrojado con fiereza al suelo de la casa-bote. Hacia las doce volvió abajo, con la cara blanca, me recogió y me volvió a meter en su bolsillo. Volvimos a la barcaza, que empujó hasta tener de frente el jardín. Allí dejó la pértiga y se tumbó en la barcaza, que dejó que la corriente llevara, mientras la llamaba su queridísimo diablillo. De repente me sacó del bolsillo, me besó y me lanzó en la oscuridad. Sentí que estaba entre hierbajos, boca abajo; allí pasé toda aquella gélida y horrenda noche. Por fin llegó la bruma de la mañana, y más tarde el sol, y por último primero un bote y después otro. Pensé que había encontrado mi tumba, cuando vi su barcaza aproximarse a los matojos. Me buscó por todos sitios, y al final me encontró. Estaba tan encantado y cariñoso que le perdoné mis sufrimientos; sólo me sentía un poco celosa por una carta que tenía en el otro bolsillo, que leyó y releyó en innumerables ocasiones, murmurando que lo explicaba todo.

»A ella nunca más la volví a ver, aunque escuché su voz. Ahora me guardaba en un estuche de cuero, en uno de los bolsillos interiores, donde me había apretujado muy plana. No pude entender lo que se dijeron el uno al otro; pero lo comprendí más tarde, porque siempre me repetía sus conversaciones, y unas veces estaba encantador, y otras enfadado, como un mal hombre. Llegó un día en el que él recibió una carta que contenía muchas cosas, entre ellas un anillo con el que parecía que ella se estaba haciendo una colección. Lo que significaba todo aquello no lo pude averiguar nunca con certeza, pero él lanzó el anillo al Támesis llamándola todas aquellas horribles cosas, y algunas nuevas, no menos horribles. Recuerdo cómo corrimos a su casa, esta vez por la orilla, y que ella le pidió que se comportara como un hermano; pero él le gritó vituperios, volvió a hablar d e “ese tipo” y declaró que se iba al día siguiente a Manitoba.

»Por lo que yo sé nunca se volvieron a ver. Ahora caminaba tanto por el puente que su amigo volvió a Londres porque, decía, no había manera de conciliar el sueño. A veces emprendíamos largos paseos a solas; con frecuencia mirábamos el río sentados durante horas, y en aquellas ocasiones me extraía del estuche y me depositaba en su rodilla. Un día su amigo regresó y le dijo que se iba a reponer pronto, puesto que él mismo había pasado por una experiencia similar una vez; pero mi amo respondió que nadie había amado como él amaba y murmuró “Vixi, vixi” para sí hasta que el otro le dijo que no fuera tonto y que le acompañara al hotel a comer algo. Discutieron sobre este asunto: mi amo sugirió que no volvería a comer nunca más, pero comió de buena gana en cuanto su amigo se hubo marchado.

»Tiempo después abandonamos la casa-bote y nos instalamos en las habitaciones de una gran fonda. Aún seguía en su bolsillo, desde donde escuché múltiples conversaciones entre él y la gente que venía a visitarle. Les decía que odiaba las costumbres sociales de las mujeres. Cuando ellos le contaban, como hizo más de uno, que estaban enamorados, él contestaba siempre que había pasado por esa fase hacía años. Sin embargo, algunas noches me sacaba de mi estuche cuando se encontraba a solas, y me miraba; tras lo cual caminaba arriba y abajo por la habitación muy excitado y lloraba, “Vixi”.

»Con el paso del tiempo me dejó en un abrigo que ya no usaba. Antes de llegar a esta situación, me cambiaba a cada abrigo que se ponía. Me tuvo descuidada, creo, durante un mes, hasta que un día palpó los bolsillos del abrigo buscando otra cosa y me sacó. No creo que al principio recordara lo que había en el estuche de cuero, pero cuando me miró su rostro se emocionó y al día siguiente me llevó con él a Cookham. El invierno había llegado, y era un día frío. En el río no había botes. Caminó por la orilla hasta el jardín de la casa donde ella había vivido; pero el lugar estaba ahora abandonado. Se sentó en la puerta del jardín y me extrajo del bolsillo; y allí, creo, pretendía recordar aquellos días perdidos. Pero soplaba un viento frío e hiriente, y miró el reloj en incontables ocasiones, llevándoselo al oído como si pensara que se había parado. Poco después, empezó a lanzar piedras al río, como por hacer algo; y más tarde se fue al hotel donde se quedó hasta que tuvo otro tren en dirección a Londres. Habíamos vuelto mucho antes de lo que él esperaba, así que aquella noche fuimos al teatro.

»Ésa fue la última noche que pasé en el estuche de cuero. Ahora él guarda otra cosa. Me tiró entre papeles viejos, envoltorios de cigarrillo, zapatillas y otras cosas en un cajón de sastre, donde he permanecido hasta esta misma noche. Hace cosa de un mes estuvo rebuscando en el cajón antiguas cartas, se le enganchó el torzal en el dedo y me encontró por casualidad. “¿Y tú de dónde sales?”, me preguntó. Entonces lo recordó y me volvió a tirar entre los papeles con una carcajada. Ahora llegamos a esta noche. Hace aproximadamente una hora lo escuché aspirando algo, y después, patear el suelo. Por sus palabras deduje que su pipa se había obstruido. Le escuché hacer sonar una campanilla y preguntar enfurecido quién se había llevado su limpiapipas. Puso la habitación patas para arriba buscándolos o intentando encontrar un sustituto, y algo después gritó con fuerza: “Lo tengo, eso podría servir, pero ¿dónde la vi por última vez?”. Abrió varios cajones, miró en su escritorio, y por último levantó la tapa de la caja donde yo me encontraba. Volcó el contenido, rebuscando hasta que me encontró, y me cogió exclamando “¡Eureka!”. Me derrumbé, puesto que comprendí todo a medida que caía hoja por hoja en la alfombra donde ahora me encuentro. Me quitó el hilo y lo utilizó para limpiar su pipa».