Scrymgeour tenía una casa-bote llamada, cómo no, Arcadia, a la que en una ocasión cometió la insensatez de invitarnos a todos. Por aquel entonces estaba amarrada cerca de Cookham intentando plasmar la llegada del verano en un lienzo, y todos estuvimos, por desgracia, en situación de aceptar la invitación. Considerando retrospectivamente aquella pesadilla de vacaciones, me asombro de que no pudiéramos llevarnos bien, puesto que si cinco solteros que se conocen bien y son todos fumadores del mismo tabaco no se llevan bien en una casa-bote, ¿quién va a hacerlo? Marriot sostiene ahora que quizás fuéramos felices sin saberlo, pero eso es una tontería. Éramos completamente infelices.
He llegado a la conclusión de que nos conocíamos demasiado bien. Aunque acostumbrados a vernos cada tarde en mis habitaciones, en Londres teníamos cada uno nuestros aposentos privados para retirarnos, pero en Arcadia la soledad era imposible. No había manera de que ninguno escapara del resto.
Scrymgeour, creo, sostenía que habíamos sido desgraciados porque cada uno de nosotros actuaba como si la casa-bote fuera suya. Nosotros replicamos que el chico —en absoluto comparable a William John— era el origen de todos nuestros problemas, a lo que Scrymgeour respondió que él siempre se había opuesto a tener un criado. Nosotros tampoco queríamos contratarlo al principio, porque imaginamos que podríamos disfrutar haciendo nuestra propia comida. En vista de que éramos bastantes, esto no debería haber supuesto una dificultad, pero la cocina era pequeña y siempre estábamos chocando unos con otros y tirando cosas. Tuvimos que romper un panel de la ventana para dejar salir el humo; además, Gilray, tras patear el horno porque se había quemado los dedos, debió de incomodar al artilugio, y antes de que pudiéramos intervenir lanzó por los aires la pierna de cordero, que hizo diana en el depósito de carbón. En un alarde de insensatez, Jimmy puso a secar nuestras tazas en el alféizar de la ventana y un golpe de viento las empujó al río. Las corrientes eran un fastidio. Este hecho se debía a que las ventanas estaban enfrentadas y todo el mundo se las dejaba abiertas, lo que se traducía en que las prendas de ropa desaparecían de manera tan misteriosa que estábamos convencidos de que teníamos un ladrón o un sonámbulo a bordo. El tercer o cuarto día, sin embargo, cuando me dirigía al salón, sorprendí a mi sombrero de paja huyendo en las alas del viento. La última vez que fue visto iba camino de Maidenhead, dando vueltas sobre sí mismo a una velocidad de varias millas por hora. Así que llegamos a la conclusión de que tampoco estaría tan mal tener un chico. Por lo que yo recuerdo, éste fue el único punto en el que estuvimos de acuerdo unánimemente durante todo el tiempo que estuvimos embarcados. Nos dijeron en el Hotel Ferry que era bastante difícil encontrar chicos en Cookham, pero nos dedicamos a una búsqueda intensiva casa por casa. Al final hicimos salir a uno de su madriguera y nos lo llevamos.
Para todos los implicados resultó de lo más penoso que el muchacho no durmiera a bordo. De todos modos, no había sitio para él, así que llegaba a las siete de la mañana y se iba cuando sus tareas diarias habían terminado. Digo que llegaba, pero, de hecho, ahí radicaba la dificultad con el chico. No podía llegar. Llegaba tan lejos como podía; es decir, caminaba por el sendero de al lado del río hasta el lugar en el que estaba amarrada la casa-bote, en el lado opuesto del río, y entonces gritaba para ser subido a bordo, para lo que alguien tenía que subir en la canoa e ir a buscarlo. En todo el tiempo que pasamos en la casa-bote, aquel chico no llegó cinco minutos tarde ni un solo día. Lloviera o hiciera bueno, a las siete de la mañana encontraban al muchacho en el sendero, berreando. Tan pronto como nos dormíamos, el chico convertía en abominable el alba brumosa. En cama, con las mantas sobre nuestras cabezas para amortiguar sus gritos, su frescura, aquella voz obscenamente joven que perforaba madera, mantas, sábanas, todo… «Eo, eo, eo, eooooo, eo, eooooo…», para poder subir.
Lo que a esto seguía se puede imaginar sin demasiada dificultad. Nos quedábamos todos quietos como tumbas, esperando que algún otro se levantara y subiera a bordo a la impaciente criatura. Al final, la quietud la rompía alguien voceando que ya iba él a por el crío. Un segundo echaba pestes en sueños; un tercero se convertía él mismo en favorito para la ocasión cuando gritaba a través del tabique de madera que le tocaba ir al quinto. El quinto explicaba al resto dónde prefería ver al chaval antes que ir a buscarlo. Después, de nuevo silencio. Al final, alguno se ponía un abrigo por encima del pijama y anunciaba sin asomo alguno de caridad su intención de arrebatarle al muchacho la vida. Oído esto, todos los demás nos volvíamos a dormir de golpe. Durante algunos días conseguimos engañar al chico subiendo las cortinas y creándole la impresión de que nos estábamos levantando. Entonces no tenía preparado el desayuno cuando nos levantábamos, cosa que, naturalmente, nos enfurecía.
En cuanto llegó a bordo, aquel muchacho consiguió hacer sentir su presencia. Era muy fuerte y enérgico por las mañanas, y pasaba la primera media hora, más o menos, lanzando trozos de carbón contra el carbón. Era su manera de romperlos, y era de naturaleza tan paciente que se sentía más bien halagado cuando el carbón no se rompía hasta el vigésimo intento. Nosotros soñábamos que nos rompía carbones en la cabeza. Con frecuencia, uno de nosotros irrumpía en la cocina y lo amenazaba con tirarlo al río si no se sentaba quietecito en una silla durante las dos horas siguientes. Sometido a tales amenazas parecía lo suficientemente asustado como para contentar a todo el mundo, pero en cuanto volvía el silencio se arrastraba de nuevo a la carbonera y volvía a sus jueguecitos.
Hiciéramos lo que hiciéramos, el chico siempre conseguía interrumpirnos. Intentábamos permanecer en silencio, y a los diez minutos ya teníamos un «eo, eo, eooeeeeooo» desde la otra orilla. Era el muchacho que volvía con las verduras. Si nos poníamos a leer, «oe, oe, oeoooo» y alguien tenía que cruzar a por el chico y el bidón de agua. El muchacho nos esperaba en el sendero en el momento en que sucumbíamos a una ligera modorra; o teníamos que cruzarlos a él y a la leche en el momento de encender nuestras pipas. Todavía está en el aire la cuestión de si era más molesto traerlo o ir a por él. En dos o tres ocasiones intentamos ser sociables y fuimos juntos al pueblo, pero tan pronto como empezábamos a divertirnos nos acordábamos de que había que volver para dejar al muchacho en la orilla. Tennyson habla de un grupo de amigos que hacía creer que era feliz cuando, en realidad, el espíritu del que había marchado los acechaba en todos sus juegos. Ése era exactamente el efecto que el chico producía en nosotros.
Incluso sin el muchacho, tengo mis dudas de que hubiéramos sido capaces de comportarnos de manera sociable. La visión de tanta humanidad reunida en una sola habitación se convirtió en un fastidio. Recurrimos a todo tipo de subterfugios para huir unos de otros; y, normalmente, el que primero acababa el desayuno solía ser el que salía de excursión con el bote. Los demás eran libres de verlo alejarse en la distancia, en medio de la corriente, tumbado boca arriba en la popa del bote; y eso era más de lo que podíamos soportar. La única manera de hacerlo regresar era extorsionar al muchacho para que asegurara que necesitaba volver al pueblo para comprar beicon o carbón o sardinas. En dichas ocasiones, incluso el chico tenía su utilidad.
Las cosas fueron de mal en peor. Sólo recuerdo un día en el que cuatro de nosotros se hallaban en disposición comunicativa. Pero esta sociabilidad temporal se debía únicamente al hecho de que teníamos que unirnos para despedazar a Jimmy con la más devastadora de las fuerzas. Jimmy nos había mencionado en un artículo en el que se había representado como una especie de ser superior que hacía un estudio de nosotros. Aquella cosa constituía una caricatura tan obtusa y feroz, que lo lamentamos más por Jimmy que por nosotros mismos. De todos modos, lo rodeamos como un solo hombre y le comentamos lo que pensábamos del asunto. Todo habría ido mucho mejor si los cuatro hubiéramos sido capaces de permanecer en una piña. Desgraciadamente, Jimmy consiguió poner a Marriot de su parte y al día siguiente había una especie de muro imaginario alrededor de todos nosotros que nos tenía divididos en cinco facciones.
Un día vino a visitarnos Pettigrew. Trajo consigo su bolsa Gladstone, pero no se quedó a dormir. Se alegró de marchar, puesto que, me temo, ninguno de nosotros se comportó de manera muy civilizada con él, aunque después aflojamos un poco. Volvió a Londres y le contó a todo el mundo la situación en la que nos había encontrado. Admito que no estábamos preparados para recibir compañía. La casa-bote contaba sólo con cinco apartamentos: un salón, tres habitaciones y una cocina. Cuando subió a bordo nos encontró distribuidos de la siguiente manera: yo estaba sentado fumando en el salón, Marriot estaba sentado fumando en la primera habitación, Gilray en la segunda, Jimmy en la tercera y Scrymgeour en la cocina. El chico no hacía compañía a Scrymgeour. A él lo enviamos a cubierta, donde se sentó con las piernas cruzadas, el mismísimo retrato de la desazón porque no tenía carbones que romper. Unos días después de la visita de Pettigrew lo seguimos a Londres (dejando a Scrymgeour en la casa-bote), y al poco recuperamos nuestras relaciones.