Mi hermano Henry

En rigor, yo nunca tuve ningún hermano Henry y, sin embargo, no puedo decir que se tratase de un impostor. Cobró vida de manera bastante curiosa y ahora pienso en él, un niño de humo, sin malicia. La primera vez que oí hablar de Henry fue en casa de Pettigrew, en un suburbio de Londres tan convenientemente situado que puedo ir y volver en un día. Estaba probando unos nuevos Cabanas, recuerdo, cuando Pettigrew comentó que había estado almorzando con un hombre que conocía a mi hermano Henry. Puesto que, aparte de Alexander, no tengo más hermanos, pensé que Pettigrew se había equivocado de nombre.

—Oh, no —respondió él—, también habló de Alexander.

Tampoco esto me convenció, así que pregunté a mi anfitrión por el nombre de su amigo. Scudamour era la gracia del buen hombre, y había conocido a mis hermanos Alexander y Henry unos años antes en París. Entonces me acordé de Scudamour, y probablemente fruncí el entrecejo, porque mi hermano Henry no era otro que yo mismo. Recordaba sin problemas cuándo Scudamour y yo fuimos presentados en París, y que me llamaba Henry, a pesar de que mi nombre empieza por J. Le expliqué el malentendido a Pettigrew, y hasta aquí, por el momento, llegó la cosa. Sin embargo, ni mucho menos dejaría de oír hablar de Henry.

Unas cuantas veces después de aquello escuché de distintas personas que Scudamour quería saludarme porque conocía a mi hermano Henry. Al final nos encontramos en las habitaciones de Jimmy y, tan pronto como me vio, me preguntó dónde se encontraba ahora Henry. Eso era precisamente lo que más me temía. Soy un hombre que siempre ha tenido aspecto de muchacho. Pocas personas en Londres han mantenido su aspecto aniñado durante tanto tiempo como yo; es, de hecho, la maldición de mi vida. Aunque ya estoy llegando a los treinta, paso por veinte, y he observado que los caballeros mayores fruncen el ceño ante mi precocidad cuando tengo alguna buena ocurrencia o me sirvo un segundo vaso de vino. No encontré, por lo tanto, nada excepcional en el hecho de que Scudamour observara que cuando tuvo el placer de conocer a Henry, éste debía tener entonces la edad que yo tenía en aquel momento. No habría sucedido nada si yo le hubiera explicado a aquel molesto personaje cuál era la auténtica situación, pero por desgracia para mí, odio empezar a dar explicaciones a cualquiera sobre cualquier cosa. Es lo que tiene fumar Arcadia. Cuando hago sonar la campanilla para que me traigan un horario y, en vez de eso, William John me sube carbón, lo acepto como sustituto. Imaginen, pues, cuánto temía una discusión con Scudamour, su sorpresa al descubrir que Henry era yo y sus comentarios sobre mi apariencia juvenil. Además estaba fumando la mejor de las mezclas. No había probabilidades de que volviera a encontrarme con Scudamour, así que la manera más fácil de deshacerme de él parecía ser complacerlo. Le dije entonces que Henry estaba en la India, casado y que se encontraba bien. «Dele a Henry recuerdos de mi parte cuando le vuelva a escribir», fue lo último que me dijo aquella tarde.

Varias semanas más tarde, alguien me dio unos golpecitos en el hombro mientras caminaba por Oxford Street. Era Scudamour.

—¿Sabe algo de Henry? —me preguntó. Le dije que sabía algo por el último correo—. ¿Algo en especial, en la carta? —Pensé que no resultaba apropiado contestar que no había nada en especial en una carta que venía desde la India, así que insinué que Henry estaba teniendo problemas con su esposa. Yo quería decir que su salud no era muy buena, pero él se lo tomó en otro sentido y no le corregí.

—Vaya, vaya —dijo sacudiendo la cabeza de manera sagaz—, lamento oír eso. ¡Pobre Henry!

—¡Pobre chico! —fue todo lo que se me ocurrió contestar.

—¿Qué tal los niños? —preguntó Scudamour.

—¡Oh, los niños! —dije, con lo que yo pensé era circunspección—, vuelven a Inglaterra.

—¿Para quedarse con Alexander? —preguntó. Mi respuesta fue que Alexander los estaba esperando para mediados del mes siguiente, y al final Scudamour se fue murmurando: —¡Pobre Henry!

Al cabo de más o menos un mes nos volvimos a ver.

—¿No hay noticias de si Henry pide la baja? —preguntó Scudamour. Contesté rápidamente que Henry se había ido a vivir a Bombay, y que no volvería a casa durante años. Se dio cuenta de que había estado brusco y me llevó a un apartado para ofrecerme una explicación más pausada—. Supongo —dijo—, que está molesto porque le conté a Pettigrew que la esposa de Henry le había dejado. Pero el hecho es que lo hice por su bien. ¿Sabe usted que se me ocurrió hacer algún comentario a Pettigrew sobre su hermano Henry y me dijo que tal persona no existía? Evidentemente, me reí ante aquello, y le hice saber que no sólo tenía el placer de figurar entre los conocidos de Henry, sino que usted y yo manteníamos una conversación sobre él cada vez que nos veíamos. «Bien —dijo Pettigrew—, eso es algo sin duda notable, puesto que él —refiriéndose a usted— me confesó en esta misma sala que su único hermano era Alexander». Me di cuenta de que Pettigrew estaba molesto porque usted le había ocultado la existencia de su hermano Henry, así que pensé que lo mejor que podía hacer por un amigo era contarle que su reticencia había estado motivada sin duda por el desgraciado estado en el que se encuentran los asuntos privados de Henry.

Le estreché la mano, no sin antes comentarle que había actuado juiciosamente; pero si hubiera podido apuñalarlo en aquel momento, debo decir que lo habría hecho sin vacilar.

Durante una buena temporada no volví a ver a Scudamour, puesto que me cuidé mucho de apartarme de su camino; pero primero tuve noticias suyas y más tarde se puso en contacto conmigo. Un día me escribió contando que su sobrino iba a ir a Bombay y que si no me importaría darle una carta de presentación para mi hermano Henry. También me pidió que tuviera la cortesía de cenar con él y con su sobrino. Decliné el ofrecimiento pero envié al sobrino la requerida carta de presentación. Lo siguiente que supe de Scudamour fue por boca de Pettigrew.

—Por cierto —me dijo Pettigrew—, Scudamour está ahora mismo en Edimburgo.

Me eché a temblar, porque Alexander vive en Edimburgo.

—¿Qué es lo que le ha llevado allí? —pregunté con fingida despreocupación.

Pettigrew pensaba que los negocios.

—Pero —añadió—, Scudamour me pidió que te dijera que tenía intenciones de visitar a Alexander, porque estaba ansioso de conocer a los hijos de Henry.

Unos días más tarde recibí un telegrama de Alexander, que suele utilizar este sistema en su correspondencia conmigo. «¿Conoces a un tal Scudamour? Contesta», fueron las palabras de Alexander. Pensé en contestarle que habíamos conocido a un hombre del mismo nombre en París, pero tras reconsiderarlo, contesté tajantemente: «No conozco a nadie con el nombre de Scudamour».

Hace unos dos meses me crucé con Scudamour en Regent Street y me lanzó una mirada malvada. Lo podría haber soportado si se hubiera acabado la historia de Henry pero sabía que, ahora, Scudamour le estaba contando a todo el mundo lo de la mujer de Henry. Con el tiempo recibí una carta de un amigo que me preguntaba si había algo de verdad en la información de que Alexander se iba a Bombay, después Alexander me escribió diciendo que varias personas le habían dicho que yo me iba a ir a Bombay; en breve me di cuenta de que había llegado el momento de matar a Henry. Así que le dije a Pettigrew que Henry había muerto de fiebres, profundamente afectado; y le pedí que se asegurara de hacer partícipe de la noticia a Scudamour, que siempre se había interesado por el bienestar del finado. Pettigrew me relató con posterioridad que había comunicado el triste suceso a Scudamour.

—¿Cómo se lo tomó? —pregunté.

—Bien —contestó Pettigrew con cierta reticencia—, me dijo que cuando estuvo en Edimburgo no se entendió muy bien con Alexander. Pero mostró gran curiosidad por los hijos de Henry.

—Ah —respondí—, los dos niños se ahogaron en el Forth; un asunto muy desgraciado. Aún no podemos soportar hablar de ello.

No es probable que vuelva a ver a Scudamour de nuevo, ni tampoco Alexander. Scudamour ahora va diciendo que Henry era el único de nosotros por el que sentía aprecio.