La escena más grande de la historia

Aunque Scrymgeour sólo pintaba acuarelas, pienso que —nunca vi sus cuadros— tuvo una idea excepcional que a menudo le aconsejamos que plasmara. La primera vez que lo dijo la sala se animó considerablemente, puesto que la idea nos fascinaba, así que le suplicamos que se retirara a Stratford durante algunos meses antes de empezar el cuadro. Su idea era pintar a Shakespeare fumando su primera pipa de la mezcla Arcadia.

Se han escrito centenares de libros sobre las glorias de la era isabelina, el más sublime período en nuestra historia, en el que los enardecidos ingleses acometían gestas inmortales. El patrimonio que nos legaron fueron sus logros y nobles ambiciones. No había nada que no estuvieran dispuestos a hacer por Inglaterra. Los marineros pusieron un cinto al mundo. Todos los capitanes tenían la capacidad de un general; todos los soldados podían haber sido capitanes. Todas las mujeres, de la reina para abajo, eran heroínas. Elevados hombres de Estado guiaron el curso de la historia y se respiraba en el ambiente una filosofía sublime. El período de las grandes gestas fue también la época dorada de la literatura. Londres bullía de genios poéticos. Inmortales dramaturgos caminaban en parejas entre las entradas de los teatros y las tabernas.

Tanto se ha escrito al respecto, que la lectura de estas brillantes explosiones sobre la era isabelina evoca en nuestras mentes el redoble de un tambor. Pero, ¿por qué estuvo este período más maduro para las grandes gestas y la noble literatura que ningún otro en la historia de Inglaterra? Todos sabemos cómo responden a eso los pensadores, historiadores y críticos de ayer y hoy; pero nuestros corazones y cerebros nos dicen que yerran. Debido a un asombroso descuido no han mencionado siquiera la Influencia del Tabaco. Bien se podría haber llamado a la época isabelina el comienzo de la era del tabaco. De las personas sin prejuicios que han reflexionado sobre el asunto, no hay una sola que ose cuestionar lo apropiado de una división de nuestra historia en dos períodos: el pretabaco y el del tabaco. En el momento en que Raleigh, en honor del cual Inglaterra debería cambiar su nombre, introdujo el tabaco en este país, la gloriosa era isabelina dio comienzo. Soy consciente de que esas odiosas personas llamadas investigadores de fuentes originales sostienen ahora que no fue Raleigh, pero yo hago oídos sordos. Yo sé, yo siento que con la introducción del tabaco Inglaterra se despertó de un prolongado letargo. De repente la vida tenía un nuevo aliciente. La gloria de la existencia se convirtió en algo de lo que hablar. Hombres que hasta entonces sólo se dedicaban a las pequeñas cosas cotidianas pusieron pipas en sus bocas y se convirtieron en filósofos. Poetas y dramaturgos fumaron hasta que alejaron de ellos todas las ideas innobles y en su lugar irrumpieron pensamientos más elevados de lo que el mundo había visto nunca. Los hombres de Estado abandonaron sus insignificantes celos y, mientras fumaban, empezaron a trabajar juntos por el bienestar público. Los soldados y marineros sintieron, ante enemigos extranjeros, que luchaban por sus pipas. El país entero estaba revuelto por el afán de vivir para el tabaco. Todos consiguieron en poco tiempo un elevado ideal presente ante ellos en todo momento. Dos anécdotas de la época, que hasta la fecha no han sido correctamente relatadas, ilustran este hecho. Todos sabemos que Gabriel Harvey y Spenser se tumbaban en la cama a discutir sobre poesía inglesa y las formas que debería adoptar. Esto acontecía cuando el tabaco era conocido sólo por unos pocos elegidos, entre los que se contaba Spenser (amigo de Raleigh) con toda seguridad. No me cabe la menor duda de que ambos amigos fumaban en la cama. Muchos poetas han hecho lo mismo desde entonces. Además está también la preciosa historia de la Armada Invencible. En un famoso cuadro inglés sobre la Armada los marineros ingleses han sido representados fumando, lo que hace tanto más sorprendente el hecho de que la anécdota nos haya llegado de manera incorrecta. Según los historiadores, cuando la Armada Invencible apareció en el horizonte los capitanes ingleses estaban jugando a los bolos. En lugar de precipitarse hacia sus barcos para recibir las noticias, hicieron la siguiente observación: «Antes, vamos a terminar la partida». Yo no me puedo creer que fuera eso lo que dijeron. Estoy convencido de que sus auténticas palabras fueron: «Antes, vamos terminar nuestras pipas», que, evidentemente, es una observación mucho más memorable.

Aquella tarde se había estrenado El judío de Malta de Marlowe; y de los dos hombres que acaban de salir del Teatro Blackfriars, uno es el que ha dado vida a Barrabás. Una maravilla para todos los «insignificantes hacedores de farsas y pendencias», excepto para uno, «el famoso Ned Alleyn», puesto que cuando el dinero le sonríe no se lo bebe todo hasta que lo acaba; y que se está retirando para confundir a los eclesiásticos, que lo insultan por haber fundado el Dulwich College. «Ni Roscio ni Esopo», dijo Tom Nashe, que por aquellos entonces necesitaba probablemente alguna que otra corona, «representaron jamás con tanta destreza». Además es un buen tipo, puesto que, si consigue reunir a sus amigos, los gastos de la cena que esa noche ofrece en El Globo en honor de la nueva pieza irán por cuenta de Ned. El actor-gerente sacude la cabeza, porque Marlowe, que se tenía que encontrar con él en dicho lugar, debe de haber sido seducido en alguna taberna por el camino; pero su compañero, Robin Greene, no hace más que preguntarse si dicha taberna no será más bien un calabozo a la vuelta de la esquina. Robin, el de los «aires de rufián», utriusque academiœ in artibus magister, se acerca al fin de sus días, y podría dirigirse esta noche al Shoemaker Islam’s house, cerca de Dowgate, para decirle a cierta «moza grande, gorda y lujuriosa» que le prepare su último lecho y compre una corona de laurel. Ned debe dirigirse al Saba en Gracious Street, donde sin duda encontrará a Burbage y al «honesto jugador Armin», pero Greene no osa mostrarse en público sin Cutting Ball y otros selectos rufianes que le hacen de guardaespaldas. Ned se alegra de dejarlo atrás, puesto que Robin se ha negado a formar parte de la compañía esta noche si también invita a ese «principiante Will», y el actor aprecia a Will. No hay un hombre de tanta valía en el teatro, le ha dicho al «Signior Kempino» ese mismo día, para retocar las obras antiguas; y Will es además un joven tenaz, si no directamente brillante.

Ned Alleyn va de taberna en taberna, recogiendo a sus hombres. Hay una cervecería en Seacoal Lane —la misma donde el afeminado George Peele fue encontrado por el barbero, que una hora antes había suscrito su entierro decente «sin nada más aparte de un capazo de ostras»— y aquí se entretiene Ned durante un tiempo excesivo. Justo cuando está a punto de salir, acompañado de Kempe y de Cowley, Armin y Will Shakespeare irrumpen a gritos pidiendo vino. Es Armin el que pide, pero su compañero paga. Reparan en Alleyn, y Armin no tiene más remedio que dar su mensaje. Es el portador de un desafío al actor gerente de parte de unas almas felices que se hallan en el Saba; y Ned Alleyn se vuelve blanco y después rojo cuando lo escucha. Entonces ríe con ganas y acepta la apuesta. Algunos habituales del teatro, animados por el vino, lo han retado a representar ciertos papeles en los que Bentley y Knell, en opinión de dichos habituales, sobresalen especialmente. Ned no entiende que aquellos hombres estén tan dispuestos a perder su dinero; sin embargo allí está Will, que da fe, y Burbage, que se ha quedado en el Saba para impedir que los osados retadores escapen.

El joven de veinticuatro años en El Caballo Blanco, de Friday Street, es Tom Nash, y sólo puede ser Peele el que le jura que es un tipo monstruosamente inteligente mientras le ayuda a terminar su vino. Pero Peele se alegra de ver a Ned y a Cowley en la puerta, puesto que Tom siente cierta debilidad por leer en voz alta los aciertos de sus propios manuscritos. Ya sólo queda uno de los presentes que no esté hasta la coronilla de las sátiras de Nash sobre Martin Marprelate; e incluso puede que también él esté harto de ellos, sólo que no es aún lo bastante conocido como para admitirlo: Will. Nash le obliga a detenerse unos instantes para hacerle escuchar sus últimas líneas sobre la controversia Marprelate. Marprelate aparece ahora como «de ingenio desgastado por el uso, retorcido y consumido como una mecha que ya ha ardido; quantum mutatus ab illo! Qué diferencia con el bellaco que antes fuera, no porque hubiera perdido vileza, sino mordacidad. El tonel ya se ha desbordado, y nada se puede extraer de él salvo heces». Will le dice que es muy buena; y Nash sonríe para sí mientras se vuelve a meter los papeles en los bolsillos y piensa vagamente que podría hacer algo por Will. Shakespeare no tiene estudios, y se dice que hasta no hace mucho se encargaba de cuidar los caballos en las puertas de El Globo; pero sabe reconocer algo bueno cuando lo oye.

Durante todo este tiempo Marlowe ha estado en El Globo, preguntándose por qué tardan tanto en llegar los demás, pero sin inquietarse en exceso porque no es mal vino el que le dan en El Globo. Incluso antes de que la fiesta dé comienzo, los ojos de Kit están ya inyectados en sangre y sus manos temblorosas. La muerte se está fraguando en una taberna de Deptford y ante nuestros ojos la última escena de una vida breve y salvaje: una sórdida cervecería, palabras de borrachos, y un hombre de genio recibe un golpe mortal. Qué epitafio para la mayor quimera de la literatura inglesa: «Christopher Marlowe abierto en canal por un truhán en un tugurio de borrachos, a la edad de veintinueve años». Pero para cuando Shakespeare alcance su cuadragésimo aniversario, todos los colegas del teatro que esa noche comparten mesa con él se habrán precipitado a la muerte.

El rudo y bajito caballero al que le encanta gastar bromas, y no es especialmente escrupuloso a la hora de repartirlas, ha oído otra buena anécdota sobre Tarleton. Se trata del comediante secundario Kempe, que recientemente ha pasado a ocupar el lugar del estrábico y chato Tarleton y no acaba de rellenarlo. Se la susurra a Cowley por detrás de Will antes de que llegue al dominio público; y poco se imagina, mientras cuchichea, que la inmortalidad que tanto él como su amigo ganarán, se va a deber a que, antes de que acabe el siglo XVI, representarán los papeles de Dogberry y Verges en una comedia de Shakespeare, a quien, en ese momento, tienden a mirar con condescendencia. La anécdota es recibida con sonoras carcajadas, como corresponde a tal lugar y momento.

Peele se halla en medio de una canción de amor cuando Kit cruza la habitación tambaleándose para dirigir una palabra amable a Shakespeare. Eso es síntoma de que George aún no está muy achispado, puesto que es un caballero galante con las damas, siempre y cuando esté sobrio. No hay mesonera en Fleet Street que no considere a George Peele el hombre más correcto de todo Londres. Aún así, con Greene ausente, limpiando la calle con Cutting Hall —cuya hermana es la madre del pobre Fortunatus Greene— Peele es el más disoluto de todos los hombres que esa noche se encuentran en El Globo. En casa le espera una triste hermanita que esa noche va a tener que esperar sentada hasta que empiece a clarear el día. Las alabanzas de Marlowe llegarían más profundamente al corazón de Will si se pudiera mantener más firme sobre sus piernas. Y sin embargo acoge las palabras de Kit con alborozo, y se alegra de escuchar que Tito Andrónico, que se ha representado hace dos días, complace al hombre cuya alabanza más anhela. Will Shakespeare levanta la mirada hacia Kit Marlowe, y Tito Andrónico es la obra de un joven dramaturgo que ha intentado escribir como Kit. Marlowe lo sabe, y se lo toma como una especie de cumplido, aunque no cree en las imitaciones. Ahora le gustaría volver a su asiento al lado de Ned Alleyn, pero el suelo de la habitación ha empezado a tambalearse y Ned parece bastante lejos. Además, la copa de Shakespeare nunca se rellenaría si no le ayudara alguien a beber.

El jolgorio estalla rápido y frenético, y el amo del Globo hace acto de presencia, para honrar ostensiblemente a sus invitados sirviéndoles él mismo. Pero le asusta cómo puede acabar el motín y, si se atreviera, pondría a Nash de patitas en la calle. Tom es el único hombre que disgusta al amo personalmente, ¡si fuera un Boswell!; de hecho Nash tampoco es muy apreciado, ni entre sus compadres. Tiene una lengua muy afilada y no conviene anegar su corazón de vino. La mesa ruge ante sus dardos, de los que el propio amo desconoce ser diana, y Kempe y Cowley patalean ante su sátira. Comediantes tan brillantes se enfrascan en una diferencia de opinión trivial; y el hermoso Nash —él mismo nos dice que era hermoso, así que no puede haber duda sobre ello— mantiene que deberían decidir la disputa a golpe de puño sin mayor demora. Mientras Kempe y Cowley amenazan con romperse las respectivas crismas —cosa que, de hecho, no importaría si lo hicieran en silencio— Burbage recita impetuoso sin que nadie le haga caso; y Marlowe insiste en pelear con Armin sobre la existencia de una deidad. Porque cuando Kit se emborracha se convierte en un infiel. Armin no tiene intención de pelear con nadie y Marlowe se exaspera.

Pero, ¿dónde ha estado Shakespeare durante todo este tiempo? Se ha retirado a una mesa vecina con Alleyn, que tiene otro papel histórico que requiere ser alterado. Su conversación es de relativa poca importancia; lo que debemos apreciar con el aliento contenido es que Will está rellenando una pipa. Su rostro se muestra apacible, puesto que desconoce que el tabaco que Ned le está ofreciendo es la mezcla Arcadia. Adoro a Ned Alleyn y me gusta pensar que fue él quien le facilitó Arcadia a Shakespeare.

Dejemos por un instante a Shakespeare con esta crisis en su vida. Alleyn lo ha dejado y está pagando la cuenta. Marlowe sigue donde cayó al suelo. Nash ha olvidado dónde se aloja, así que se marcha con Peele a una cervecería en Pye Corner donde conocen a George demasiado bien. Kempe y Cowley han sido enviados a sus casas en dos canastos.

Volvamos de nuevo a la figura de la esquina: veremos que hay tal brillo en su rostro que ensombrece nuestros ojos. Está fumando Arcadia y, a medida que las bocanadas se suceden, la tragedia de Hamlet toma forma en su cerebro.

Éste es el cuadro que Scrymgeour jamás se atreverá a pintar. Sé que no hay mención del tabaco en las obras de Shakespeare, pero aquellos que fuman Arcadia jamás cuentan su secreto, y nunca se molestan en hablar de otras mezclas.