Scrymgeour era un artista y un hombre de recursos, con tan buen concepto de su profesión que ponía a sus obras unos precios exorbitantes, y tan acomodado que podría haberlos comprado todos. A él me dirigía cuando quería dinero, aunque de este hecho no se debe inferir que pedía prestado. En los días de la mezcla Arcadia no tenía cuenta corriente. A medida que mis cheques caían con cuentagotas los amontonaba en una caja de cuero raído que ataba con un cordel, y cuando la necesidad llamaba a mi puerta, extraía el cheque que parecía más dispuesto a salir y se lo cambiaba a Scrymgeour. Scrymgeour se parecía a mí en su aversión por la discusión, pero por lo demás nos diferenciábamos tanto como pueden diferenciarse dos fumadores de Arcadia. Leía poco, aunque nos sorprendía a todos por un conocimiento superficial de todos los libros importantes que habían sido publicados en los últimos meses, hasta que descubrimos que obtenía la información de un amigo en la India. También tenía, creo recordar, la romántica idea de que la mezcla Arcadia sería el instrumento que civilizaría África. Como explicaré más adelante, su devoción por Arcadia por poco lo lleva al altar contra su voluntad, pero antes debería describir su gabinete.
Siempre lo llamamos «el gabinete de Scrymgeour», incluso después de que dejara de merecer el mote, del mismo modo que a Moggridge lo llamábamos Jimmy porque así era conocido para alguno de nosotros cuando era un niño. Scrymgeour abandonó sus elegantes habitaciones en Bayswater por la fonda algunos meses después de que la mezcla Arcadia lo reconstruyera, pero sus aposentos eran los mejores de nuestra escalera y con la ayuda de un artesano de la comunidad japonesa los convirtió en un sueño oriental. Nuestra asistenta tenía una visión bastante pobre del resto de nosotros, pero el gabinete estaba allí para ser admirado, y ni siquiera William John osaría jamás derramar café en él. Cuando el gabinete estuvo listo para su inspección, Scrymgeour me llevó a verlo y, en el preciso instante en el que se abrieron las puertas, recordé, de repente, que mis botas estaban llenas de barro. El techo era una inmensa postal de navidad japonesa que representaba los cielos; densas nubes flotaban alrededor de una tenue luna y con la oscuridad aparecían las estrellas. Las paredes, en lugar de estar empapeladas, estaban cubiertas de una suave tela japonesa, y alrededor de un hogar que sostenía un abanico de bambú surgían figuras fantásticas. No había repisa de la chimenea. La habitación era muy pequeña pero si, por ejemplo, se deseaba escribir sobre un escritorio de terciopelo azul no había más que apretar una palanca que había en la pared; y si, sin querer, te apoyabas en el escritorio, los artesanos japoneses estaban listos para fabricarte otro. Había palanquitas por todas partes con forma de pájaros, ratones y mariposas, y si se tocaba alguna, siempre salía algo de algún sitio. Unas cortinas rojo sangre separaban la alcoba donde Scrymgeour descansaba por la noche y su cama se convertía en una bañera por el sencillo sistema de girar y quedar escondida bajo el suelo. A un lado de la cama había una bodega con una escalera que la abarcaba entera; la puerta del comedor era una sinfonía de grises, con sombríos reptiles que se deslizaban por los paneles; y el suelo, oscuro y misterioso, representaba una visión idealizada de las regiones infernales. Scrymgeour me informó esperanzado de que el lugar tendría un aspecto más acogedor cuando trajera sus cuadros; pero me frenó en el momento en el que empecé a llenar mi pipa. Creía, dijo, que fumar no era una costumbre muy japonesa y que no existían motivos para poseer unos aposentos japoneses a menos que se viviera de acuerdo con ellos. He aquí una revelación. Scrymgeour se había planteado vivir su vida en armonía con aquellas habitaciones. Sentía demasiada tristeza en el corazón para decir algo en aquel momento pero, prometiéndonos vernos pronto, le estreché la mano a mi infeliz amigo y me fui.
Sucedió, sin embargo, que antes de que tuviera oportunidad de volver a visitarlo, Scrymgeour se me adelantó en varias ocasiones. Ya tenía la mano en el timbre de su puerta cuando me daba cuenta de que una figura que creía conocer esperaba al pie de la escalera. Era el propio Scrymgeour, fumando Arcadia. Nos saludábamos lánguidamente en el rellano, Scrymgeour me aseguraba que «Japón en Londres» era una idea excepcional. Constituía un aliciente para vivir y conseguía que los pobres y cotidianos convencionalismos que rodean a uno se desvanezcan. Esta conversación se mantenía de pie ante la puerta y yo siempre comenzaba a preguntarme por qué Scrymgeour no entraba en sus aposentos.
—¡Preciosa noche! —exclamaba él enardecido. Soplaba un viento del este de una crueldad extrema.
Insistía en que aquella tarde era el momento adecuado para pensar, y que los vientos del este lo animaban. ¿Querría yo un cigarro? Querría, pero si me invitaba a fumarlo dentro. Mi amigo suspiró:
—Pensaba que ya te había explicado —decía—, que no fumo en mis habitaciones. No resulta apropiado.
Luego, vacilante, añadía que no había dejado de fumar.
—Vengo aquí abajo con mi pipa —proseguía—, y camino de un lado a otro. Te puedo asegurar que es una sensación de lo más novedosa y, sin duda, la prefiero a estar tumbado en un sillón.
El pobre tiritaba mientras hablaba, y yo reparé en que llevaba el abrigo bien abrochado hasta el cuello. Tenía una tos cascada y le castañeteaban los dientes.
—Vamos dentro —dije—; no voy a fumar.
Vació la pipa con unos golpecitos y abrió la puerta de su habitación con galantería fingida.
La habitación tenía un aspecto más hogareño, pero estaba muy fría. Scrymgeour aún no tenía fuego porque le habían dicho que ahumaría su luna. Además, no acabo de creerme que se hubiera atrevido a apartar el abanico de la chimenea sin consultar con alguna autoridad japonesa. Ni siquiera sabía si los japoneses usaban calefacción a carbón. Yo echaba en falta una serie de artículos de mobiliario que adornaban sus anteriores habitaciones. Ya no estaban sus caballetes; ninguno de los antiguos oleos amontonados cara a la pared, y había cambiado su acogedora cortina lisa por una infestada de lagartos.
—No habría funcionado —me explicó—, no podía estropear la habitación con cosas inglesas, así que traje algo más de mobiliario japonés.
Le pregunté si había vendido sus óleos, a lo que me respondió indicándome que le acompañara hasta la bodega. Estaba llena de cuadros. No había periódicos desperdigados por ningún sitio, porque Scrymgeour confiaba en traerlos de uno en uno. No hacía más que vivir el presente, dijo. Bajo la mortecina luz de una lámpara japonesa, tropecé con unas zapatillas japonesas jaspeadas que se estrechaban hacia el talón y se elevaban en la punta.
—¿Cómo haces para meterte dentro de estas cosas? —le susurré, porque el lugar me deprimía; y me contestó, con igual cautela, que era incapaz.
—Las tengo siempre por aquí —me dijo confidencialmente—, pero, después de todo, pienso que nadie va a decir nada si uso un viejo par inglés.
En ese momento, la asistenta llamó a la puerta y Scrymgeour saltó como un acróbata dentro de una bata japonesa antes de gritar; «¡Adelante!».
Cuando me iba le pregunté que cómo se sentía y me contestó que no había sido tan feliz en su vida. Pero tenía la mano caliente y no me miró a la cara.
Pasó casi un mes antes de que volviera a echar un vistazo a su gabinete. El pobre infeliz tenía ahora una manta japonesa sobre sus piernas para alejar el frío y miraba desanimado a una estrafalaria bazofia que él llamaba su almuerzo. Insistió en que no estaba malo en absoluto, pero era evidente que llevaba un buen rato en la mesa cuando yo llegué y que ni siquiera lo había probado. Pidió un café pensando que me haría bien, pero yo del café que lleva sal en vez de azúcar no quiero saber nada. Le comenté que había pasado por allí para preguntarle si le apetecía una cena temprana en el club; y resultó conmovedor ver cuán estimulante le pareció la idea. Sin embargo, era tan total su sometimiento a la terrible asistenta, fervientemente convencida de su nueva afición, que no osaba devolverle los platos sin probar. Como solución intermedia le sugerí que podía envolver una parte de aquel mejunje en papel de periódico y tirarlo por el canalón. Hicimos una escapada y lo encontré tan débil que hubo que ayudarlo a subir a un coche de caballos. Seguía manteniendo, sin embargo, que las habitaciones japonesas bien merecían algún pequeño sacrifico, y cuando el resto de los arcadianos vieron su estado tuvieron la delicadeza de no contrariarlo. Pensaron que se estaba consumiendo.
Si no hubiéramos cogido a Scrymgeour a tiempo no quiero ni imaginar a qué le hubiera reducido su locura. Un amigo lo invitó al campo durante diez días y, evidentemente, aceptó encantado. Cuando esto sucedió, mis aposentos estaban siendo empapelados de nuevo y Scrymgeour me dio permiso para ocupar sus habitaciones hasta que él volviera. El resto de arcadianos estuvo de acuerdo en venir a verme allí cada noche, y pusieron infatigable empeño en devolver el gabinete a su condición original. Jimmy escribió cartas a los editores (de naturaleza sumamente hiriente) en la luna, y acabó por romper la mesa de tanto subir y bajar para alcanzarla. Le dimos las mariposas a William John. Los reptiles no tuvieron más remedio que salir reptando por la puerta, y convertimos en teas para pipas los abanicos japoneses. Marriot disparó las velas contra los ratones y los pájaros; y Gilray, gracias a un entretenimiento que improvisó tras las cortinas rojo sangre, contribuyó a dotarlas del ruinoso aspecto sin el que, realmente, no se puede dar la comodidad. En breve, el gabinete adquirió un aspecto tan casero que Scrymgeour no lo reconoció a su vuelta. Cuando se dio cuenta de dónde estaba, encendió al instante su pipa.