He sugerido que Marriot era nuestro miembro sentimental. En muy raras ocasiones se mostraba sentimental antes de la medianoche, e incluso entonces sólo en el caso de que él y yo nos encontráramos a solas. Desconozco el motivo por el que me escogió como hombro para llorar sus penas. Le dejaba hablar, y cuando terminaba le demostraba claramente que había estado pensando en otra cosa la mayor parte del tiempo. Que Marriot fuera un completo farsante o la persona más sensata en toda nuestra escalera, queda a juicio del lector. Le gustaba discutir si no le contestabas, y con frecuencia quería que le dijera si yo pensaba que estaba enamorado; si la respuesta era afirmativa, quería saber por qué pensaba eso, y si no, por qué no. Lo que ahora, reflexionando, me hace pensar que era sincero es que en sus afirmaciones se sacaba la pipa de la boca.
Evidentemente, no soy capaz de repetir sus palabras con exactitud, pero él aguardaba a que el resto de mis invitados marchasen para cerrar la puerta con cuidado, volver a la silla de mimbre y soltar lo que llevaba dentro de manera muy parecida a ésta:
—Hay algo de lo que me gustaría hablarte. Pásame una cerilla. Bien, esta es la situación. Antes de venir a tus habitaciones esta noche, estaba yo limpiando mi pipa, cuando de repente me ha sobresaltado la duda de que quizás pudiese estar enamorado. Es el tipo de sorpresa que frena a un hombre. Mi primer pensamiento fue, bien, si es amor, perfecto: adelante. Como caballero que soy conozco perfectamente mis obligaciones para con ella y conmigo mismo. Sin embargo, en este momento desconozco si ella también lo está. En el amor no existen grados, por lo menos de eso estoy seguro. Es una pasión tempestuosa, una erupción, o no es nada. La pregunta que me inquieta, por lo tanto, es: ¿es esto el inicio de una pasión tempestuosa, de una erupción? Pero, detengámonos: ¿puede una pasión de ese tipo tener un inicio? ¿No debería flotar en el ambiente antes de que nos diéramos cuenta de lo que está pasando? No quiero que respondas.
»Uno de mis problemas es que no puedo extraer conclusiones de la experiencia. No puedo decirme a mí mismo, en la primavera de 1886 y de nuevo, en octubre de 1888, tu pecho conoció la insurgencia de una pasión tempestuosa; ¿tienes los mismos síntomas? ¿Has sentido un hundimiento repentino del corazón seguido de escalofríos exultantes? Ni siquiera puedo decir que he perdido el apetito, aunque fumo más que nunca y es evidente que experimento temblores y escalofríos. ¿Es esto pasión? No, aún no he acabado, no he hecho más que empezar.
»En Como gustéis, si lo recuerdas, los síntomas del amor están descritos con detalle. Pero, ¿podemos tomar en serio a Rosalina? Además, aunque llevaba ropas de muchacho, sólo ofrece el punto de vista de la mujer. He consultado los capítulos que Stevenson dedica al amor en su delicioso Virginibus Puerisque, y uno de ellos dice “Sin duda alguna, si puedo evitarlo, jamás me casaré con una mujer que escriba”. Tiempo después reparé en un libro que publicó tras éste titulado Las nuevas mil y una noches, por el Sr. y la Sra. Stevenson. Cerré Virginibus Puerisque con un suspiro, y lo abandoné.
»Pero esta pregunta no tiene por qué, estoy seguro, llevarme a ninguna parte. Conozco el lado negativo del amor, así que no necesito que se me explique qué no es, y yo tengo mi propio ideal. Mi conocimiento, junto con un escrutinio desapasionado entre las masas, me hacen inclinarme a favor de que se trata realmente de amor.
»Podría plantearlo en forma de Premisa I: esta erupción, pasión tempestuosa llega de manera involuntaria. Con el corazón intacto, por llamarlo de algún modo, se abren las puertas de tu pecho, ella es barrida hacia el interior, y las puertas se cierran. Es más o menos una descripción bastante exacta de mi situación. Sea lo que sea, llegó sin ningún deseo o voluntad por mi parte, y tiene aspecto de desear quedarse. Lo que me pregunto a mí mismo es: primero, ¿qué es?; segundo, ¿dónde está?; tercero, ¿quién es? y cuarto, ¿qué se supone que debo hacer? Con lo que me quito mucho trabajo de en medio.
»A “¿qué es?” respondo que de golpe me deja perplejo a menos que se me permita centrarme en un objeto clara y precisamente. Es, sin duda, un círculo vicioso; pero hasta el propio Descartes partió de la hipótesis que estaba intentando demostrar. Puesto que esto se permite, escojo mi objeto, y podemos volver a empezar: ¿qué es? Alguno intentaría evitar la dificultad tomando un atajo. No estás, dirían, todavía enamorado, pero estás a punto. Ahora mismo la dama no es aún un ídolo para ti, pero tampoco ella es completamente indiferente. No caminarías cuatro millas bajo la lluvia para que te diera una rosa, pero si te la regalara tampoco la arrojarías intencionadamente en cualquier sitio. En poco tiempo habrás perdido tu corazón por completo. A esto respondo de manera llana: el amor no es un proceso, es un acontecimiento. Puedes estar inconscientemente a punto de caer, cuando de repente la tierra se abre bajo tus pies y tú caes. La diferencia entre amor y no-amor, si se me permite la expresión, es tan amplia que una encuesta daría lugar a resultados determinantes. En conjunto, por lo tanto, en ausencia de pruebas directas que demuestren lo contrario, creo que la pasión del amor me posee.
»“¿Dónde está?” es la pregunta más sencilla de las cuatro. Está en el corazón. Llena el corazón hasta rebosar, hasta el punto de que una sola gota más desbordaría. Por lo tanto el amor es claramente un líquido, lo que explica, hasta cierto punto, su tan conocida costumbre de erupcionar. Entre sus efectos debería destacarse uno en particular: que te hace sentir desgraciado si no se encuentra uno a la vera del amado. Coger su mano es éxtasis; apretarla, rapto. El auténtico amante —como yo mismo— mira la partida en tren de la amada con aprensión. No puede dejar de pensar que los motores explotan y los trenes descarrilan. Espera con gran angustia el telegrama que le indica que ella ha llegado ilesa a la estación de Shepherd’s Bush. Cuando la observa hablando con otro hombre sin expresión de disgusto, los celos lo desgarran, lo despedazan, lo desmiembran. Camina bajo su ventana hasta que la policía lo manda a casa, y cuando se levanta por las mañanas murmura su nombre para sí hasta que vuelve a caer dormido de nuevo y llega tarde a la oficina. Bien, ¿experimento esas sensaciones o no, después de todo? ¿Dónde están las cerillas?
»He estado asumiendo que sabía quién era, pero ¿es una postura inteligente? Nada hay que me asombre más que el modo en el que algunos hombres parecen saber, como si dijéramos por intuición, quién es la mujer por la que sienten pasión. Escogen una muchacha de entre sus amistades, y jamás parecen comprender que quizás no hayan elegido a la adecuada. De todos modos, con ciertas reservas no creo que vaya tan lejos como para decir que sé quien es. De hecho hay una o dos en las que he pensado pero, por suerte, son familia, así que en cualquier caso no puedo estar muy equivocado. Cuando las vuelva a ver otra vez o, por lo menos, antes de que me declare, decidiré definitivamente sobre este punto.
»Ya hemos llegado hasta la Pregunta IV. Bien, “¿qué es lo que hay que hacer?” Vamos a ponderar con calma este asunto. En primer lugar, ¿tengo alguna posibilidad?, ¿o es el amor un huracán que le lleva a uno de un lado a otro como una botella que se zarandea en un mar embravecido? Respondo que depende de mí mismo. Rosalina diría que no, que no tenemos control sobre el amor. Pero Rosalina era una mujer, probablemente es cierto que una mujer no puede conquistar el amor. El hombre, en tanto que ideal en lo abstracto, le resulta irresistible en lo concreto. Pero el hombre, puesto que es una criatura intelectual, puede hacer un esfuerzo inconmensurable y apartar el amor. Si lo considerara aconsejable, no cuestionaría mi habilidad para abrir las puertas de mi corazón y ordenarle que se fuera. Esto constituiría algo muy grave para ella y, dado que el hombre es poderoso, creo que debería comportarse con misericordia. Sin duda ella ha conseguido ser admitida, como diríamos, de manera furtiva, pero ¿puedo yo, como hombre, expulsar a una débil y confiada mujer que me ama porque sencillamente no puede evitarlo? ¿No es cierto que su afecto hacia mí le da derecho a exigirme responsabilidades? Me vio y el amor llegó a ella. Me mira como si yo fuera el mejor y más noble de mi sexo. No digo que lo sea, quizá no lo soy, pero tengo en mis manos la felicidad de un niño; ¿puedo aplastarla bajo mis pies? Parece evidente que debo acercarla hasta mí.
»Pero hay otras cosas que deben tenerse en cuenta. ¿No haría mejor si le demostrara que la mayor felicidad para la mayoría debería ser mi prioridad? Sin duda alguna, nada hay que deteste más en un hombre que la presunción en este tipo de asuntos. Cuando escucho a alguno de los de mi sexo vanagloriarse de sus “conquistas”, me aparto de él con disgusto. “Conquista” implica esfuerzo, exhibirse para conseguir victorias a costa del otro sexo y me ha recordado siempre al tiro al pichón. Por otro lado, debemos hacer concesiones por nuestra posición ventajosa. Estas pequeñuelas traban contacto con nosotros; nos ven atléticos, bellos, en el campo de caza o en el de cricket; se sientan con nosotros a comer y escuchan nuestra brillante conversación. Nos conocen y el daño ya está hecho. Cualquier hombre —excepto quizás tú mismo y Jimmy— conoce los nombres de algunas encantadoras muchachas que han perdido el corazón por él; algunas más y otras menos. No pretendo estar en diferente situación que mis correligionarios, o en una mejor. Hasta cierto punto se me podría culpar. Pero, después de todo, cuando un hombre ve mejillas que se sonrojan y ojos que brillan cuando se aproxima, su prudencia se desvanece. En ese momento no piensa cuáles pueden ser las consecuencias, pero llega un día en el que tiene que cuidarse del terreno que pisa. Debe interrogarse sobre el futuro, y si es un hombre de honor despliega en su mente las distintas posibilidades que se le permite escoger y selecciona la que está seguro causará menor dolor en los demás. Ojalá ese día de introspección les llegue a otros del mismo modo que me ha llegado a mí. El amor es, de hecho, una dolencia del cerebro. Buenas noches.»
Cuando terminaba, me despabilaba, abría la puerta para Marriot y le alumbraba hasta su dormitorio con una cerilla.