Gilray es un actor en cuya vida podría decirse que he influido de extraña manera, puesto que fui yo quien la unió a la mezcla Arcadia. Tras aquello su llegada a nuestra escalera fue sólo cuestión de que quedaran habitaciones libres.
Nos conocimos en la casa bote de Meredith, la Lechuza Parda, que entonces estaba amarrada en Molesey. Gilray, como pude apreciar muy pronto, era un hombre que intentaba ser desgraciado, pero se le antojaba la tarea más penosa de la vida. Es extraño que los filósofos no hayan meditado nunca sobre esta gran verdad. Nadie antes había intentado ser tan infeliz como Gilray; pero no tenía la suerte de cara, y siempre se estaba olvidando. Mark Tapley consiguió ser feliz en circunstancias adversas; Gilray (en conjunto) fracasó en ser desgraciado en una deliciosa casa bote. Sin embargo, puesto que resulta mucho más difícil mantener la desgracia que la alegría, me gusta pensar en su intento en términos de lo que los críticos teatrales llaman un éxito de crítica.
La Lechuza Parda estaba en la parte más alejada de la isla. Había damas en ella y la desgracia de Gilray se supone que empezó cuando preguntó algo a una de ellas y ella contestó «No». Gilray fue extrañamente desafortunado durante su estancia a bordo. Su genio maligno lo acompañó (aunque había muy poco espacio para él), y le jugó malas pasadas. Hasta el momento en que formuló la ya mencionada pregunta, Gilray pretendía crear una impresión agradable comportándose de modo alegre, y sólo consiguió ser la viva imagen de la desolación. Después debía mostrarse profundamente compungido, y hacía esfuerzos tremendos para evitar lanzarse a girar siguiendo alguna melodía de vals. Pero el bote de al lado tenía un piano en cubierta, y alguien tocaba música de baile a todas horas. La primera idea de Gilray fue que lo adecuado habría sido abandonar Molesey cuando ella dijo «No»; y es lo que habría hecho de no ser porque la pesca del barbo era excelente. La pesca del barbo tuvo consecuencias poco felices, o por lo menos la pasión de Gilray por la pesca. Yo he pensado —y a veces también Gilray— que si no hubiera sido por un barbo quizás ella no hubiera dicho no. Estaba pescando desde la casa bote cuando le hizo la pregunta. Ya saben cómo se pesca desde una casa bote: se lanza el sedal al agua, el carrete descansa en la cubierta, y jamás se pierde de vista. De hecho, la pesca del barbo es característica de ese tipo de hombre independiente que está deseando tenerte de huésped, pero al mismo tiempo quiere hacerte entender claramente que se las puede arreglar sin ti. «Me encanta tenerte con nosotros si no tienes nada mejor que hacer, pero, por favor, como si estuvieras en tu casa», es lo que les dice a sus amigos. Es también la fórmula para invitarte a pescar. Pues bien, resultó que habíamos dejado solos en el bote a ella y a Gilray; era de noche y se habían encendido algunos farolillos chinos, y Gilray, aunque su aspecto parece desmentirlo, es un romántico. Apoyó la caña y, volviéndose hacia su compañera, le hizo la pregunta. Por lo que me ha contado, la formuló de manera muy adecuada y todo parecía ir bien. Ella volvió la cabeza a un lado (lo que no puede calificarse como una señal del todo negativa) y empezó a responder cuando sucedió una cosa tremenda. El sedal se tensó y se escuchó el carrete empezar a girar. ¿Quién puede resistirse a una música como ésa? Se puede hacer una pregunta en cualquier ocasión, pero incluso en Molesey los barbos se cogen de cuando en cuando. Gilray se abalanzó sobre la caña y empezó a recoger carrete. Llamó a su compañera para que le acercara la red; así lo hizo, y tras bregar con el barbo durante unos diez minutos lo arrastró hasta cubierta. Después se volvió a dirigir hacia la dama y ella contestó «No».
Gilray ve ahora que cometió un error no partiendo aquella noche en el último tren; sobreestimó su resistencia. No obstante, nosotros teníamos cierto interés en que se quedara, y él se convenció a sí mismo de que permanecía únicamente para mostrar a la dama de qué manera había arruinado su vida. Una vez más, creo, le volvió a hacer la pregunta, pero ella se limitó a preguntarle a su vez si había cogido otro barbo. Teniendo en cuenta el sorprendente buen tiempo, la pesca de barbos y el piano en el bote de al lado, Gilray se sentía todo lo razonablemente desgraciado que cabía esperar. Sin embargo, donde más tantos tenía que apuntarse es donde más mala suerte tuvo. Ella había colgado una hamaca entre dos árboles, cerca del bote, donde pasaba el tiempo tumbada con una novela entre las manos. Desde la hamaca tenía una buena vista de la cubierta. Gilray debía aprovechar la ocasión. Tan pronto como comprobó que ella se hallaba cómodamente instalada, puso cara larga y subió a la cubierta. Allí empezó a pasear de arriba abajo, intentando parecer la imagen de la desolación. Cuando ella le hiciera algún comentario, tenía el plan de hacerle ver que, aunque contestaba de manera cordial, su aparente afabilidad era fruto de un tremendo esfuerzo interior. Su sentimiento no era afectado mientras esperaba el comentario de la dama, pero a veces ella lo cogía por sorpresa y sugería un tema en el que estaba interesado. Entonces olvidaba a su personaje y empezaba a discutir animadamente o incluso a bromear con ella a través del canal, hasta que, con un estremecimiento, recordaba en lo que se había convertido. Después de eso intentaba recobrarse, pero, evidentemente, ya era demasiado tarde para producir una impresión duradera. Incluso cuando ella lo dejaba solo (mirándolo, me temo, por encima de la novela) se traicionaba a sí mismo. Durante más o menos cinco minutos todo iba bien, tenía un aspecto lo más rechazado posible, pero a medida que notaba que lo iba logrando se sentía tan satisfecho de sí mismo que comenzaba a pavonearse. Una expresión de felicidad atravesaba su cara y en vez de permitir que su cabeza colgara apesadumbrada, volvía a ponerla bien en su sitio. En ocasiones, cuando queríamos agradarle, le decíamos que tenía un aspecto más sombrío que un mudo en un funeral. Incluso entonces tampoco conseguía su objetivo, porque le enorgullecía de tal modo que sonreía pletórico.
Gilray hizo un gran sacrificio dejando de fumar, aunque, desde luego, no tan grande como el mío, puesto que por aquel entonces no conocía la mezcla Arcadia. Quizás el único momento en el que pareció tan desgraciado como deseaba fue, con la noche ya entrada, cuando los hombres nos sentamos a fumar nuestra penúltima pipa antes de irnos a dormir. Nos miraba con nostalgia desde una esquina. Sin embargo, puesto que ella se había retirado a descansar, el cruel destino echó su esfuerzo en saco roto. Su sombrío rostro nos entristecía también al resto, e intentamos tentarlo hacia la autocompasión prometiéndole que no lo mencionaríamos a las damas. Casi claudicó, y nos mostró que mientras nosotros estábamos fumando él había estado aguantando su pipa vacía en la mano derecha. Por un momento dudó, pero más tarde exclamó con fiereza que para él el tabaco había perdido todo interés. La noche siguiente alguien le mostró una novela cuyo héroe había sido «rechazado». Aunque el durísimo corazón de la dama había provocado un efecto terrible en este buen hombre, él «caminaba sin descanso expulsando grandes nubes al aire. De pie, fumando bajo la luna —dice la autora en el siguiente capítulo—, De Courcy adoptaba una misteriosa figura romántica. Parecía un hombre que lo había hecho todo, que había pasado por las brasas y no había salido indemne». Esto era exactamente lo que Gilray quería parecer. De nuevo, volvió a vacilar y metió su pipa en el bolsillo.
Fue entonces cuando me acerqué a él con la mezcla Arcadia. Recomiendo la Arcadia en muy raras ocasiones a hombres que no conozco en profundidad, y en los últimos años menos porque no los suelo considerar dignos de ella. Pero, del mismo modo en el que en ocasiones Aladino bruñía su lámpara para presumir, había momentos en los que yo era ostentosamente generoso. Si, tras probar la Arcadia, el afortunado fumador a quien se la había presentado no se estremecía o besaba mi mano, o expresaba de cualquier otro modo que algo exquisito había llegado a su vida, olvidaba en el acto su nombre y su existencia. En aquella ocasión me acerqué a Gilray y, sin mediar palabra, le alcancé mi petaca, que estaba más lejos que las demás. No se oía nada excepto el agua que remoloneaba dentro y fuera por debajo del bote. Gilray apartó el tabaco, del mismo modo que habría apartado una bolsa de diamantes que confundiera con guijarros. Le obligué a cogerlo e hice un ademán a los demás para que no miraran. Después me senté al lado de Gilray y fumé hasta casi meterle el humo en los ojos. Pronto le llegó el aroma y el embeleso golpeó su rostro; poco a poco sus dedos se deslizaron dentro de la petaca. Llenó su pipa sin saber lo que estaba haciendo, y yo le acerqué una cerilla encendida. Aspiró, quizás, unas tres veces, y después me dedicó una mirada reverencial que conozco muy bien. Sólo una vez le llega a un hombre en todo su esplendor —la primera vez que fuma la Arcadia— pero ya nunca le abandona.
—¿Dónde lo has conseguido? —susurró Gilray, en delicado éxtasis.
Gilray ya sólo pertenecía a la Arcadia.