Mi mesilla de fumador

De no ser por un limpiabotas de Charing Cross, probablemente nunca habría comprado la mesilla de fumador. Tenía que pasar cada día por delante de aquel chico. De nada servía esquivarlo o pasar mirando hacia otro lado. Siempre señalaba burlón (o, al menos, eso pensaba yo) a mis botas. Con casi absoluta certeza mis botas lucían impecables, pero eso no suponía ninguna diferencia; se burlaba y me hacía muecas. Nunca he odiado a nadie como detesté a aquel chico, y para escapar de él decidí dar un rodeo por el Lowther Arcade. Y fue allí donde mi mirada se posó en la mesilla de fumador. En el Lowther Arcade, si los empleados te sorprenden mirando un artículo, aunque sea durante una fracción de segundo, ya está envuelto en papel de estraza, les has pagado y te han tomado la dirección antes de que te des cuenta de que no querías nada. De este modo me convertí en el propietario de mi mesilla de fumador, y cuando la vi en un paquete marrón de vuelta a mis habitaciones, no pude imaginar de qué se trataba hasta que corté las cuerdas. Los fumadores no deberían prescindir de una mesilla como ésta, pequeña joya entre las mesas; y no me avergüenza admitir que me enamoré de la mía en cuanto la monté. Era de nogal y consistía fundamentalmente en una pata central y dos tablas redondas no mayores que platos llanos. Tenía unos agujeros en el centro de estas tablas, en los que encajaba la pata, y una de las tablas quedaba a dos pies del suelo y la otra a uno más. La tabla más baja estaba equipada con una jarrita para tabaco de nogal y un expositor de pipas, mientras que la de arriba poseía unos exquisitos y pequeños compartimentos para puros, cigarrillos, cerillas y cenizas. Éstos contenían respectivamente tres puros, dos cigarrillos y cuatro Vestas de cera. La mesilla de fumador podría ser un artículo de decoración para cualquier estancia; y la primera noche que la tuve conmigo me la pasé levantando cada pocos minutos los ojos del libro para admirarla. Reuní todas mis pipas y las puse en el expositor; rellené la jarrita con tabaco, los compartimentos con tres puros, dos cigarrillos y cuatro cerillas; y después pensé que me apetecería fumar. Pasé la mano, seguro de mí mismo, por la repisa de la chimenea pero no topé con ninguna pipa. Tenía media docena, pero no se veía ninguna: ninguna en la repisa, ninguna en el alféizar, ninguna en la alfombra, y tampoco estaba usando ninguna como marcador de libros. Hice sonar la campanilla hasta que llegó William John temblando, y entonces le pregunté con gran indignación dónde estaban mis pipas. Era tan obvio que conmigo no se podía bromear sobre eso que William John (como le llamábamos porque algunos creían que su nombre era William, mientras que otros pensaban que era John) me acercó al instante mi pipa favorita, que encontró en el expositor de la mesilla de fumador. Este incidente ilustra una de las pocas desventajas que tienen las mesillas de fumador. Como no está uno acostumbrado a ellas, se le olvidan. William John, sin embargo, se sintió orgullosísimo de ella y cada vez que encontraba una pipa tirada en la alfombra la colocaba, como si fuera una prisionera, en el expositor. También era especialmente minucioso con los tres puros, los dos cigarrillos y las cuatro Vestas de cera, y los mantenía siempre en los compartimentos adecuados, donde, para mi desgracia, en rara ocasión se me ocurría mirar.

El terrible defecto de la mesa de fumar, sin embargo, era que con frecuencia estaba rodando por tierra, la pata en una esquina, las tablas por aquí y por allá, los puros por la alfombra a punto de ser pisoteados y la tapa de la jarra de tabaco debajo de una silla. William John tenía que recomponer la mesa cada mañana. A veces la tiraba sin querer. Podía ser que lanzara un papel arrugado en la papelera, que fallara en el cesto pero le diera a la mesilla de fumador, con lo que se iba abajo como un soldadito de madera. Cuando se me apagaba el fuego porque me había despistado por un momento, despotricaba y lo llamaba de todo, le tiraba el atizador y se oía un golpe: otra vez la mesilla de fumador. Con el tiempo quizás habría podido ponerle remedio, pero hay una debilidad que no puedo soportar en ninguna mesilla de fumador. Una mesilla de fumador tiene que estar construida de manera en que, desde donde tú estés, puedas cruzar los pies alrededor de la pata y así elevar la mesa y trasladarla al lugar donde te resulte más cómoda. Eso era algo que mi mesilla de fumador no tenía intención de hacer. En el momento en que la tenía en el aire, quería ponerse boca abajo.

Aunque todavía admiro mucho las mesillas de fumador, estaba empezando a desear intensamente deshacerme de ésta. El problema no era tanto pensar a quién se la podría regalar sino, más bien, cómo atarla a esa persona. Mi hermano era la mejor solución, porque le debía una carta, y esto, pensé, era equivalente. Durante un mes tuve intención de empaquetarla y enviársela, pero no me ponía a ello, así que pensé que al final, lo mejor sería regalársela a Scrymgeour, que gustaba del mobiliario elegante. Como fumador, Scrymgeour parecía el hombre indicado para apreciar una preciosa y útil mesilla. Además, lo único que tenía que hacer era enviar a William John abajo con ella. Scrymgeour estaba fuera entonces, pero se la dejamos al lado de la chimenea para que tuviera una agradable sorpresa. A la mañana siguiente, para mi indignación, estaba de vuelta al lado de mi chimenea, y por la tarde Scrymgeour vino y me recriminó por haber intentado «endosarle el trasto», según lo expresó de manera totalmente injusta. Tan pronto como se hubo marchado desmonté la mesa para enviársela a mi hermano. Empaqueté la pata en papel de estraza, con la intención de conseguir una caja para las otras partes. William John envió la pata, y durante algunos días, el resto de piezas permaneció desparramado por el suelo. Mi hermano me escribió diciendo que había recibido algo de mi parte, cosa que me agradecía enormemente, pero ¿le podría decir qué era, porque tenía a todo el mundo desconcertado? Así era de impaciente, pero hice un esfuerzo y le envié el resto de piezas en una sombrerera.

Eso fue hace un año, y desde entonces conozco sólo fragmentos de la historia de la mesilla de fumador. A mi hermano le encantó, pero pensó que un hombre casado no se podía permitir semejantes lujos, y se la envió a Reynolds a Edimburgo. Puesto que no conozco a Reynolds no puedo afirmar si le gustó, pero poco después de aquello oí que había pasado a manos de Greyson, que estaba fascinado con ella, pero que se la regaló a Pelle porque apenas tenía sitio en su piso de soltero. Más tarde un hombre de la ciudad se la envió a uno que vivía en el campo por tratarse de la típica cosa que tiene utilidad en el campo; y poco después fue enviada a Liverpool por ser precisamente algo adecuado para la ciudad.

Allí pensé que, en lo que a mi respectaba, se había perdido el rastro. Sin embargo, un día, Boyd, un amigo mío que vive en Glasgow, vino a pasar una semana, y como seis horas más tarde me comunicó que tenía un regalo para mí. Lo trajo a mi sala, un paquete voluminoso, y mientras deshacía el embalaje me contó que se trataba de algo bastante novedoso que me había comprado en Glasgow el día antes. Cuando vi la pata de nogal, me sobresalté; a los dos minutos estaba intentando agradecerle a Boyd mi propia mesilla de fumador. La reconocí por las marcas. Soy demasiado caballero como para pedirle a Boyd una explicación, pero, aunque pueda parecer una grave acusación, mi opinión es que todas esas personas la regalaron porque querían deshacerse de ella. Ahora la tiene William John.