En mi selecto grupo de insolentes mi pipa era conocida como La Sirena. La boquilla era de cigarrillos, y se requerían meses de práctica incansable antes de encontrar el ángulo en el que la cazoleta no desparramaba su contenido.
Esto me recuerda una de las muchas ventajas que mi pipa poseía sobre todas las demás. Me ha proporcionado una reputación de galantería que me temo no podría reivindicar sin ella. Sentía yo cierta pasión por el despliegue de ocurrencias, especialmente en compañía de damas; sin embargo, como a muchos hombres de talento, también a mí me sucede que el detonante de mi ingenio está separado de éste por un largo cable. Mis mejores salidas llegaban en el camino de vuelta a casa. Este hecho amargaba mis días de juventud, y la noche anterior a una cita no descansaba hasta poder confiar en una reserva de ocurrencias sobre posibles temas que aplacara mi orgullo juvenil. Entonces mi pipa me ayudaba. Era la herramienta que me proporcionaba mis mejores cumplidos. La colocaba en algún lugar prominente donde fuera difícil que no llamara la atención y tomaba medidas para asegurarme la visita de una dama, joven, elegante y educada. O la tenía preparada para una visita al azar. Cuando llegaba, la acompañaba a tomar asiento cerca de mi pipa. No es bueno apresurarse con las ocurrencias, así que durante un rato le hablaba del tiempo, los teatros o mi última novela. No levantaba la vista de mi pipa y poco a poco también ella empezaba a observar el extraño artilugio. Y entonces llegaba el instante esperado. Era posible que lo dejara pasar sin un solo comentario, en cuyo caso todo estaba perdido; pero la experiencia me ha enseñado que cuatro de cada seis veces la tocaba con horror fingido para acabar haciendo alguna apreciación humorística. La cazoleta se desparramaba.
—Oh —exclamaba—, ¡mire lo que he hecho! ¡Lo siento mucho!
Yo me incorporaba:
—Madam —contestaba con una pausada y profunda reverencia—, ¿qué esperaba? Se ha acercado a mi pipa y ella ¡ha perdido la cabeza!
Ella se sonrojaba, pero no podía evitar sentirse complacida; y yo preparaba la pipa para mi próxima visita. Con la ayuda de una libreta, me guardé mucho de dirigir este elegante cumplido a la misma persona en más de una ocasión. En cualquier caso, cuando empecé a fumar Arcadia, el deseo de rendir cumplidos a las damas me abandonó.
Viajando por mis recuerdos, regreso hasta una época en la que mi pipa tenía una boquilla de delicado ámbar. La cazoleta y el tallo eran de brezo, pero era una pipa muy elegante, sin monturas de plata. El tabaco que me proporcionó satisfacción en ella bien podría haber surtido la petaca de Pan cuando se solazaba fumando en las laderas de las montañas. Una vez vi a una bellísima mujer, entre cuyos castaños cabellos el sol de la mañana jugaba al escondite, que no habría salido victoriosa en una comparación con Arcadia. Bajo el embrujo de la exquisita Arcadia, pasaban los días y los años en delicados anillos de humo, que yo veía navegar por los cielos satisfecho. Qué continua era la línea de aquellos maravillosos círculos, y qué recta. Por ellos se podía hacer pasar una vara de hierro de extremo a extremo. Pero un día reparé en algo ciertamente desagradable. Había mordido la boquilla de ámbar de mi pipa hasta la mitad, y la vida ya nunca volvió a ser la misma.
Es extraño lo apegados que podemos llegar a estar a nuestros viejos amigos, aunque no sean más que objetos inanimados. Con mi vieja pipa dejada de lado, me volví hacia una pipa de espuma de mar, que me había sido presentada años antes, con la advertencia de no fumarla a menos que llevara guantes de cabritilla. Para mí no había sabor en aquella pipa. Lo intenté con otra de brezo, pero no me hacía feliz, y las de arcilla no me iban. Parecía como si supieran de mis desvelos por la antigua pipa, y esto las disgustaba. Entonces me hice con una boquilla de ámbar nueva para mi primer amor. En una semana ya había vuelto a comérmela entera, y en un intento demasiado desesperado por poner firmes los maltrechos extremos rompí la rosca. Algunos moralistas han dicho que un fumador que no tiene pensamientos sino para su pipa nunca la rompe; que sólo aquél que mientras fuma concentra su mente en objetos menos valiosos ciñe el ámbar con sus dientes. Puede que sea cierto, puesto que soy filósofo. Cuando trabajaba en nuevas teorías es posible que no fuera todo lo cuidadoso que debería haber sido con aquello que mejor las inspiraba.
Tras este segundo accidente, ni mi pipa ni yo volvimos a tener arreglo. Saqué las embocaduras de otras pipas y las pegué a La Sirena. En poco tiempo, mientras unas se ensanchaban demasiado, otras se rompían cuando intentaba enroscarlas de manera más firme. Entonces sucedió que la cazoleta se rompió por el borde y se abrió por el fondo, lo que supuso una molestia hasta que reparé en qué era lo que no funcionaba y sellé las fisuras con cera. La cera se derritió y terminó sobre mi ropa, pero se podía volver a aplicar fácilmente.
Fue entonces cuando tuve la feliz idea de ayudarme con una boquilla para cigarrillos, pero salta a la vista que uno no convierte una boquilla en una embocadura de pipa de manera inmediata. El hilo que le ataba alrededor de la rosca tenía una manera muy decepcionante de deshacerse una vez tras otra, con lo que la cazoleta caía y dejaba escapar chispas. Enrollar un trozo de papel en la rosca constituyó una mejora; pero hasta que le cogí el tranquillo, tuve que renovar la operación cada vez que encendía la pipa, lo que implicaba una triste pérdida de tiempo. En mi caso supuso además un blanco para el mezquino ingenio de mis visitas. Por otro lado, yo lo consideraba satisfactorio y, en breve, me convertí en asombrosamente diestro en fabricar roscas de papel. Con el tiempo mi pipa de brezo cumplió su función de manera tan eficiente como lo había hecho antes, aunque, quizás, de un modo menos atractivo. Aseguré el mango con cera y con frecuencia pasaba hasta una semana antes de tener que renovar la junta.
No era tarea fácil encender una pipa como la mía, especialmente cuando faltaban las cerillas. Siempre tuve en mente comprar varias cajas, pero por algún motivo jamás lo hice. De vez en cuando encontraba alguna caja de Vestas en la repisa de mi chimenea, que alguna visita había dejado allí por error o, quizás, por simpatía con mi situación; pero eran una novedad tan grande que jamás me sentí del todo a gusto con ellas. Por lo general, me solía acordar de que estaban allí cuando ya había encendido la pipa.
Cuando recordaba que las tenía y las buscaba para utilizarlas, estaban al otro lado de la habitación y habría sido una lástima tener que levantarse a por ellas. Además, el medio más conveniente para encender la pipa de uno es, después de todo, el papel, y cuando no se conserva ningún viejo envoltorio en el bolsillo, siempre hay alguna fotografía en la repisa de la chimenea. También resulta conveniente tener a mano unas revistas; o puede valer una página de un libro, porque el papel hecho a mano arde maravillosamente. Para asegurarse, lo mejor es quemar papel, tarea para la cual la lámpara resulta prácticamente inútil, allí, en medio de la mesa, cuando tú estás en una butaca cerca del fuego; y en cuanto al invento para sellar y encender, constituye una intromisión de la tecnología en los más suaves placeres de la vida. Es mejor el fuego. Está cerca de ti y puedes arrimar la tea para encender la pipa con un dispendio mínimo de energía. El fuego adecuado para encender pipas es el de llama alegre. Si la tea no está bien cortada, la llama sube hasta los dedos antes de que uno se dé cuenta, por lo que también podría uno casarse con el propósito de que sea la esposa la que fabrique las teas. Antes de empezar a fumar hay que disponer éstas cerca del hogar, así se pueden alcanzar sin necesidad de levantarse. El fuego que realmente irrita es el que arde poco, cuando los carbones son poco más que brasas y crepitan los unos contra otros temiendo la muerte. Con un fuego de este tipo es inútil pretender encender la pipa al primer intento. Lo mejor que se puede hacer es dejar caer trocitos de papel en los lugares idóneos sobre las brasas y tener una tea preparada para acercar al que se encienda primero. Es un momento angustioso, puesto que podrían arrugarse, sombríos, sin arder, y en esa situación algunos hombres pierden su temple. Es mala cosa perder los nervios con la pipa de uno.
Ninguna pipa fue rival para la de brezo en mi corazón, aunque recuerdo un mes loco en el que estuve perdidamente enamorado de dos pipas de espuma de mar, que bauticé Rómulo y Remo. Estaban juntas en un estuche en Regent Street y sólo con dificultad podía pasar por delante de la tienda y no entrar. Con frecuencia tomaba calles adyacentes para escapar a sus encantos, pero al final acabé por preguntar el precio. Me sobresalté tanto que corrí a casa junto a mi pipa de brezo.
He olvidado cuándo me asaltó aquella especie de compromiso. Era éste de la siguiente naturaleza: tenía que regalarle a mi hermano esas dos pipas por su cumpleaños. ¿Era ésa realmente mi intención o sólo intentaba engañar a mi conciencia? ¿Quién podría decirlo? Me apresuré hasta Regent Street. Allí estaban, más bellas que nunca. Revoloteé alrededor de la tienda durante más de media hora aquel día. Mi indecisión y mis vacilaciones eran penosas. Me abrochaba el abrigo y me apartaba de la ventana, para encontrarme allí de vuelta a los cinco minutos. En ocasiones tenía ya la mano en el picaporte de la puerta cuando lo soltaba, y regresaba de nuevo a Oxford Street, para, al cabo de un rato, volver a recaer. Algo en mi interior me susurraba «cómpralas para tu hermano», mientras mi conciencia me decía «vuelve a casa». Al final me contuve con un magnífico esfuerzo y salté a un autobús que se dirigía al puente de Londres. Esto me salvó por el momento.
Entonces empecé a calcular cómo podría convertirme en propietario de las dos pipas de espuma de mar —preliminar necesario para enviárselas a mi hermano en un paquete postal— sin tener que pagar por ellas. Ésta era mi manera de ver las cosas: calculé que si me abstenía de mi periódico diario podría ahorrar trece chelines en seis meses. Después de todo, ¿por qué tenía que leer un periódico al día? Leer sin demasiada atención sobre discursos públicos, sucesos y asesinatos en París no era más que una pérdida de valioso tiempo, y al salir de mi casa le había prometido a mi padre no perder el tiempo. Mi padre había sido muy bueno conmigo; ¿por qué, entonces, tenía yo que hacer lo que le había prometido que no haría? Además estaban los teatros. En los últimos meses había gastado ya varias libras en teatros. ¿Era esto correcto? Mi madre (que nunca, creo recordar, estuvo en un teatro) me había aconsejado fervientemente no frecuentar semejantes lugares. No lo tuve en mucha consideración entonces, no me pareció que los teatros fueran inmorales, pero, después de todo, mi madre es mayor que yo y ¿quién soy yo para tener puntos de vista distintos a los suyos? Si evitaba los teatros durante los próximos seis meses, me dije, conseguiría tres libras más. Había estado desperdiciando mi dinero, además, en lujos, y los lujos son afeminados. Así que, tras meditar sobre el asunto pausada y atemperadamente, vi que, en vez de gastar dinero lo ahorraría de muy sabia manera si compraba a Rómulo y a Remo, como ya las llamaba. Al mismo tiempo, estaría honrando a mi padre y a mi madre, y llevaría una vida mucho más elevada y noble.
Ni siquiera entonces sabía que los celos me iban a llevar a comprar las pipas antes de que se cumplieran los seis meses. En mi vida, el amor por una pipa es como el amor por una mujer, aunque hay quien dice que no es tan intenso. Más de uno piensa que no hay prisa en declararse hasta que ven que se avecina un odiado rival. Aunque no esté impaciente por la dama, odia la idea de que ella se entregue, en un momento de locura, al otro individuo. Antes de permitir que algo así suceda, él se ofrece a sí mismo y asegura de este modo la felicidad de la candidata. Así sucedió conmigo. Rómulo y Remo salieron del escaparate para ser mostradas a un hombre de barba negra y piel oscura, del que sospeché que las codiciaba desde el mismo momento en que entró en la tienda. ¡Qué agonía mientras esperaba a que saliera del establecimiento! No las merecía. No me di cuenta de lo mucho que las amaba hasta que casi las había perdido. Tan pronto como se fue pregunté si había preguntado su precio y me comunicaron que sí. Dejé un depósito de una guinea y volví corriendo a casa por más dinero; esa noche Rómulo y Remo eran mías. Pero lo cierto es que nunca las amé tanto como a mi pipa de brezo.