La mezcla Arcadia

Llega la oscuridad, y con ella el mozo encargado de encender la luz de nuestra escalera. Se desvanece en su garita. La fonda está tan tranquila que los suaves golpecitos de una pipa en el alféizar espantan a los gorriones del patio. Los hombres de mi escalera emergen de sus guaridas. Scrymgeour, en batín, empuja la puerta del gabinete del primer piso y sube perezosamente. La cara sentimental y la pipa de arcilla agrietada pertenecen a Marriot. Gilray, que ha estado ensayando su papel en la nueva y original comedia proveniente de Islandia, deja de rezongar y emprende el camino por su oscuro corredor. Jimmy cuelga en su puerta el cartel de «Ausente por negocios», y cruza hasta aquí. En breve estamos todos de nuevo reunidos en la vieja habitación, Jimmy sobre la alfombra delante de la chimenea, Marriot en la silla de mimbre; las cortinas unidas con un plumín, mientras los cinco fumamos la mezcla Arcadia.

Pettigrew sería bienvenido si viniera, pero es un hombre casado y ya son raras las ocasiones en que se deja ver. Otros serían considerados intrusos. Si fuman tabaco corriente, o bien se les permite probar el nuestro o se les invita a retirarse. No hay más que asomar la cabeza a mi habitación para darse cuenta de que los tabacos son de dos tipos, Arcadia y el resto. Nadie que fume Arcadia intentaría describir sus bondades, puesto que su pipa sería expulsada con total seguridad. Cuando iba al colegio, Jimmy Moggridge se fumó una silla de mimbre, y desde entonces afirma que no notó tanto el cambio del mimbre a las mezclas normales como de las mezclas normales a Arcadia. No le pido a nadie que lo crea, puesto que el fumador veterano de Arcadia detesta discutir con cualquiera sobre cualquier cosa. Si anhelara demostrar la afirmación de Jimmy, me limitaría a darles la única dirección en donde se puede conseguir Arcadia. Pero eso es algo que no voy a hacer. Resultaría tan precipitado como proponer para mi club a un hombre con el que no tengo relación. Podría no ser merecedor de la mezcla Arcadia.

Aunque usted y yo fuésemos conocidos, quizás no querría cargar con la responsabilidad de introducirle en los placeres de Arcadia. Esta mezcla actúa de manera extraordinaria sobre la personalidad, y probablemente prefiera usted permanecer como hasta ahora. Antes de descubrir Arcadia, y de comunicárselo a los otros cinco —incluido Pettigrew— teníamos todos nuestras propias peculiaridades, pero ahora, excepto en apariencia —y Arcadia también uniformiza el aspecto— somos como gotas de agua. Tenemos las mismas costumbres, la misma manera de ver las cosas, la misma autocomplacencia. No hay duda de que todavía no somos completamente idénticos, y de hecho tengo intención de probar este particular, pero en circunstancias similares actuaríamos presumiblemente del mismo modo y, lo que es más, de forma en que no lo haría ninguna otra persona. Por lo tanto, cuando estamos juntos, sólo se nos puede distinguir por nuestras pipas; pero cualquiera de nosotros, en compañía de personas que fuman otros tabacos, sería considerado asaz original. Como un oriental en Europa.

Si se encuentra en compañía de un hombre que tiene ideas propias y no es tímido, y sin embargo se niega rotundamente a ser arrastrado en la conversación, puede identificarlo, sin miedo a equivocarse, como uno de nosotros. De entre los primeros efectos de la mezcla Arcadia se encuentra el de poner fin inmediato a la cháchara. Gilray tuvo en un tiempo la reputación de ser un orador tan brillante que los arcadianos le cerramos nuestras puertas, pero ahora es un hombre al que se puede invitar a cualquier parte. Arcadia es la única responsable del cambio. Quizás sea yo mismo el más silencioso de todo nuestro grupo, y las camareras normalmente me creen tímido. Les piden a las damas que me tiren de la lengua, y cuando las damas me encuentran tan sin remedio como un tabernero huraño, me llaman idiota. La acusación bien pudiera ser fundada, pero no la tengo en cuenta porque fumo la mezcla Arcadia y soy, por tanto, indiferente al insulto.

Estaría dispuesto a ahorcarme con tal de mostrarles en cuán reticentes nos transforma la Arcadia. Acontece que tengo cierta relación con Nottingham, y cada vez que alguien me la menciona con un cierto brillo en los ojos sé que quiere hablar del comercio de encajes. Pero sucede siempre un hecho curioso, y es que el agresivo interlocutor confunde constantemente Nottingham con Northampton. «Oh, conoce Nottingham —comenta interesado—, y ¿qué tal Labouchere como diputado?»

¿Creen que les corrijo? ¿Creen que me desvivo por decirle que el Sr. Labouchere es el diputado cristiano por Northampton? ¿Me suponen presto a explicar que el Sr. Broadhurst es uno de los diputados de Nottingham y que los «corderos de Nottingham» son muy conocidos en la historia de las elecciones políticas? ¿Me imaginan explicando que tiene razón cuando dice que Nottingham posee un gran mercado? ¿Me ven lanzándome a media hora de conversación sobre Robin Hood? No señor, ese no es mi estilo. Me limito a contestar que nos gusta mucho el Sr. Labouchere. Debería decir que con esto no gano nada; que el interlocutor siente tanta curiosidad por Northampton como podría sentir por Nottingham y que Bradlaugh, Labouchere y las botas cumplen sin problemas la función que tendrían Broadhurst, los encajes y Robin Hood. Pero eso no es todo. Aunque empieza a disertar sobre Northampton completamente seguro de sí mismo, de repente se da cuenta de que ha confundido Northampton con Nottingham: «¡Qué tontería he dicho!», dice.

Yo mantengo un severo silencio. Está molesto. Mi experiencia con los interlocutores me dice que nada les molesta tanto como una confusión de este tipo. Por la frialdad educada con la que he acogido sus observaciones descubren la carga que les he otorgado y, después de esto, si tiene un vecino en el otro lado, me dejan en paz.

Mucho se ha dicho ya para demostrar que la regla de oro de los arcadianos es ser muy cuidadoso con lo que se manifiesta. Esto no significa que no tenga que decir nada en absoluto. Tal y como está constituida la sociedad hoy en día no hay más remedio que hacer alguna puntualización de vez en cuando. Pero no hay necesidad alguna de hacerla sin pensar. En algún sitio se ha dicho a las personas habladoras que no les iría mal contar hasta veinte, o repasar el alfabeto, antes de dejar caer la observación que les tiembla en los labios. El poco hablador carece de sensibilidad para ejercicios tan poco intelectuales. Al mismo tiempo, no debe vacilar mucho tiempo, puesto que, por descontado, lleva ventaja si elige el tema. Debería pensar en un asunto del que el vecino no pueda opinar demasiado. Empezar con cómo ha caído la nieve o la cantidad de toneladas de pavo que se consumen el día de Navidad, tal como se recoge en el Daily Telegraph, es merecerse el propio destino. Si están en una cena sólo para hombres, comiencen con el comensal que tengan a su lado, y con una serie de preguntas meditadas descubran con qué tipo de gente se están midiendo. Quizás uno de ellos sea un viajante africano. Conocer este dato les evitará caer en sus manos comentando que en los periódicos no se habla de otra cosa que del rescate de Emín Bajá. Estas preguntas privadas podrían también salvaguardarle de hablar sobre Chamberlain a un vecino que resulte ser hijo de un elector de Birmingham. Denle a este hombre una oportunidad, y no sólo les explicará todos los chismes de Birmingham, sino lo que dijo cada uno de los votantes sobre el señor Chamberlain al banquero o al sastre, y qué es lo que hizo el charcutero en el momento en el que se dieron a conocer los resultados de las elecciones, con detalles sobre la antigüedad de Birmingham y dónde se puede ir a pescar en los alrededores. Lo que debería hacer es hablar de Emín Bajá a este hombre y de Chamberlain al viajante africano, con mucho cuidado, por supuesto, de hacerlo siempre en voz baja. De ese modo tiene posibilidades de lograr una paz relativa. Sin embargo, todo depende del calibre de sus vecinos. Si están de acuerdo en verle como un antagonista honorable, y por tanto, capaz de jugar limpio, la victoria será para quien la merezca; es decir, el más hábil. Pero los habladores, por regla general, no juegan limpio. Consideran a los silenciosos sus presas. Se podrá apreciar, por lo tanto, que distingo entre habladores y que admito que algunos son peores que otros. El peor en la escala social es aquél que apuñala por la espalda, por decirlo de algún modo, en lugar de cruzar las espadas. Si alguno de los hombres que le son presentados es de los de esta calaña, no le avergonzará salir con algo del tipo: «Hablando de Emín Bajá, me pregunto si Chamberlain está interesado en la expedición de relevo. No sé si le he contado que mi padre…», y ya está, gastando palabras sin freno. En muy pocas ocasiones sirve de algo tentarlo por otros caminos. Es mejor volverse hacia el viajante y permitirle que describa las distintas rutas hacia las provincias egipcias ecuatoriales, incluidos sus puntos de vista sobre el asunto. Permítanle incluso que dibuje un mapa de África con el tenedor, encima del mantel. Un conversador de este tipo está demasiado metido en su tema para insistir en que le conteste preguntas, por lo que no le molestará excesivamente Más que la cena de usted, estropeará la propia. Trátelo del mismo modo que al conversador de Chamberlain, el hombre que se sienta a su lado y empieza con un: «Un hombre admirable, el Sr. Gladstone».

Había un ventilador en mi habitación que a veces hacía cric, cric para recordarnos que nadie había hablado durante media hora. Sin embargo, de vez en cuando teníamos lapsos de conversación, por ejemplo, cuando Gilray volvía a contarnos —aunque no exactamente como yo pretendo narrársela a ustedes— la historia de su primera pipa de Arcadia, o Scrymgeour, el más viajado, nos proporcionaba la lista de los lugares famosos de Europa donde había fumado. Pero, por regla general, ninguno de nosotros prestaba mucha atención a lo que decía el resto y, tras la última pipa, la habitación se vaciaba —a no ser que Marriot insistiera en quedarse para aburrirme con sus dudas— no sin antes meterse uno detrás de otro las pipas en los bolsillos, y salir silenciosamente de la habitación.