Mi primer puro

No fue en mis habitaciones donde aprendí a fumar, sino trescientas millas más al norte. Creo que podría asegurar que nunca antes se había fumado un primer puro en tales circunstancias.

En aquella época iba yo al colegio y vivía con mi hermano, que ya era un hombre. La gente interpretaba erróneamente nuestra relación y creía que era su hijo. Me preguntaban cómo era mi padre y si esto llegaba a sus oídos fruncía el entrecejo. Incluso hoy en día, debido a que tengo un aspecto tan juvenil, la gente que me recuerda de niño piensa que debo de ser el hermano pequeño de aquel muchacho. Más adelante referiré una curiosa confusión que tuvo lugar sobre este asunto, pero en este momento me hallo inmerso en la tarde en que nació la hija mayor de mi hermano; quizás la tarde más difícil que ambos pasamos juntos. Por lo que sabía del asunto fue todo muy repentino, y lo lamenté tanto por mi hermano como por mí.

Nos sentamos ambos en el estudio, él en un sillón que había acercado al fuego y yo en el sofá. Ahora no puedo recordar en qué momento empecé a tener el presentimiento de que algo iba mal. Me llegó poco a poco y me hizo sentir muy incómodo aunque, por supuesto, no lo dejé traslucir. Oí los pasos de gente subiendo y bajando las escaleras, pero en aquel momento no sentí inclinación natural a la sospecha. Me di cuenta de que mi hermano barruntaba algo más bien a primera hora de la noche. Por regla general, cuando nos dejaban solos, él bostezaba o tamborileaba con los dedos sobre el brazo de su sillón para hacerme ver que no se sentía incómodo, o yo hacía como si estuviera a gusto, jugando con el perro o diciendo que la habitación estaba cerrada. Luego, alguno de los dos se levantaba, comentaba que había olvidado su libro en el comedor, e iba por él, con cuidado de no regresar hasta que el otro se hubiera ido. De esta hábil manera nos ayudábamos mutuamente.

En aquella ocasión, sin embargo, no adoptó ninguno de los métodos habituales; y aunque subí a mi habitación varias veces y escuché a través de la pared, no oí nada. Al final alguien me prohibió subir al piso de arriba, y volví al estudio, con el presentimiento de que ya sabía lo peor. Él seguía sentado en el sillón, y yo volví al sofá. Por el modo en que me miraba por encima de su pipa supuse que se estaba preguntando si yo sabría algo. Creo que nunca me gustó tanto mi hermano como aquella noche, y quería hacerle comprender que, pasara lo que pasara, todo seguiría igual entre nosotros. Pero el asunto del piso de arriba era demasiado delicado para hablar de él y lo único que podía hacer era intentar que no siguiera dándole vueltas, incitándolo a que me hablara de política. Mi hermano es esa clase de hombre. Tiene un dominio asombroso de hechos y fechas y supongo que todavía no ha leído un solo libro, desde un anuario a un volumen de versos, en el que no haya encontrado un desliz del autor en algún punto. Lee sólo con ese fin. Tenía por costumbre evitar las discusiones con él, porque se sentía decepcionado si yo estaba en lo cierto e irritado si me equivocaba. Por lo tanto, era un tanto arriesgado empezar por política, pero pensé que las circunstancias lo requerían. Para mi sorpresa me contestó de manera vaga, y de vez en cuando interrumpía las frases a la mitad para pararse a escuchar algo. Lo tenté con historia, y mencioné el año 1822, Waterloo, para darle una oportunidad. Pero la dejó pasar. Tras aquello, silencio. Poco después se levantó de su asiento, aparentemente para abandonar la habitación, pero de repente se volvió a sentar, como si se lo hubiera pensado mejor. Volvió a hacer ademán de levantarse varias veces, mirándome de reojo en todas las ocasiones. Me preguntaba cómo podría suavizar la situación, así que cogí un libro y fingí leerlo atentamente para hacerle entender que si quería podía irse sin que yo me apercibiera. Al final se puso en pie con brusquedad y, tras lanzarme una mirada insolente, como para demostrar que la casa era suya y que podía hacer lo que le viniera en gana en ella, salió de la habitación lentamente. En cuanto estuve solo abandoné el libro. En aquel momento me encontraba en un estado lamentable de excitación nerviosa, aunque en apariencia me mostraba bastante sereno. Le eché una mirada mientras subía por las escaleras y me di cuenta de que había dejado los zapatos en el primer escalón. Acababa de abandonarle toda su altanería.

Regresó al cabo de un rato. Me encontró leyendo. Encendió su pipa y aparentó leer también. Jamás olvidaré que mi libro era Arme Judge, solterona mientras que el suyo era un volumen de Blackwood. Se le apagaba la pipa cada cinco minutos, y en ocasiones abandonaba el libro sobre sus rodillas mientras miraba el fuego. Entonces salía, y al cabo de unos cinco minutos volvía a entrar. Ya era tarde, y sentía que debía irme a mi cuarto y encerrarme en él. Pero habría sido egoísta por mi parte, así que nos sentamos en actitud desafiante. Al final se levantó sobresaltado de su asiento cuando alguien llamó a la puerta. Oí a varias personas hablando, y luego, más alto, por encima de aquellas voces, una más joven.

Cuando me recobré, lo primero que pensé es que me pedirían que lo cogiera. Después recordé, con otro estremecimiento en el corazón, que quizás querrían ponerle mi nombre. Eran éstas, por descontado, reflexiones egoístas; pero me encontraba en una situación muy delicada. La cuestión era: ¿qué resultaría más apropiado por mi parte? Me dije a mí mismo que mi hermano podría volver en cualquier momento y ya no pude pensar sino en lo que iba a decirle. Tenía la idea de que mi obligación era felicitarlo, pero se me antojó que sería de una extraordinaria crudeza. Todavía no me había decidido cuando oí que se acercaba. Reía y gastaba bromas con lo que a mí me parecieron modos sorprendentes dadas las circunstancias. Cuando su mano tocó la puerta, agarré el libro y leí tan intensamente como pude. Entró pavoneándose, pero el pavoneo desapareció en cuanto me tuvo ante la vista. Me imagino que había bajado a informarme, y ahora no sabía cómo empezar. Caminaba inquieto de un lado a otro de la habitación, mirándome cuando iba en una dirección mientras que yo lo miraba cuando iba en la otra. Finalmente se sentó de nuevo y cogió su libro. No intentó fumar. El silencio era demoledor; no se oía nada aparte de alguna ceniza que caía de la chimenea. Esto duró por lo menos unos veinte minutos, tras los que cerró el libro y lo arrojó sobre la mesa. Me di cuenta de que el juego había terminado, y cerré Anne Judge, solterona. Me abordó con alegría afectada:

—Bien, jovencito, ¿sabes que eres tío?

De nuevo silencio, puesto que aún estaba intentando dar con algún comentario apropiado. Dejé pasar un corto espacio de tiempo antes de preguntar con voz débil:

—¿Niño o niña?

—Niña —respondió.

Volví a pensar intensamente y de repente me acordé de algo:

—¿Están las dos bien? —musité.

—Sí —contestó, severo.

Sentí que se esperaba algo grande de mí, pero no podía saltar y ponerme a estrecharle la mano. Era tío. Alargué mi brazo hasta la cigarrera y encendí resuelto mi primer puro.