La sensación de hacer el ridículo, de perder una oportunidad largo tiempo ansiada, de comportarse de manera innoble, de desbaratar unos planes para siempre, de no estar a la altura de las circunstancias, de carecer de tacto y de mesura, de resultar impertinente y poco sutil, de perder las simpatías de otra persona, y, en resumen, de ser un patán, es quizá la más dolorosa y humillante que un caballero puede experimentar.
Sin embargo, una reconsideración de los hechos, unas horas más tarde, tranquila y despejada mi mente gracias a la brisa nocturna, logró aliviar mis pesares y devolverme la serenidad: para aquellas personas que, como yo, tienden a ser dóciles y fáciles de contentar, no es problema hallar argumentos que, una vez desechado un proyecto o perdida una ilusión, nos convenzan de su banalidad e incluso consigan que nos regocijemos y nos sintamos liberados ante dicha privación. A la mañana siguiente todo —o casi todo— había sido olvidado.