40
Colmillo Blanco

Hubo un instante de inmovilidad en el que la respiración de Arlette fue temblorosa.

Arthur deseó tener un bastón. Tenía una colección de ellos, y generalmente llevaba alguno cuando iba a pasear. No sólo en el campo; eran útiles para cruzar la calle y ayudaba, creía él, a disuadir a los jóvenes con malas intenciones. No le había parecido necesario para ir sólo hasta casa de Philippe.

Sin un bastón, parecía que podía hacerse muy poca cosa. Él era bastante ligero de pies y hacía ejercicio. Pero sus reacciones serían lentas, demasiado lentas. Sacó la triste conclusión de que había llegado su fin. Esperó que no le doliera demasiado. Los cuchillos, pensó, hacían mucho daño.

Arlette llevaba vestido y zapatos de tacón alto. No era un atuendo muy apropiado. Estaba tratando de pensar en las cosas que Corinne le había enseñado acerca de los jóvenes con cuchillos. Sabía que para todas ellas se necesitaba la mano derecha, y ella no tenía mano derecha, sólo una cosa fláccida en un guante fláccido.

Llevaba la pistola, aunque con cierto sentimiento de culpabilidad. El Señor sabía para qué iba a servirles. No podía disparar con la mano izquierda. Quizá podría asustarle sólo apuntándole, pero requería tiempo. La llevaba dentro del bolso que apretaba bajo su brazo izquierdo, y no le quedaba tiempo. Si hubieran cometido el error de ponerse juntos… El antiguo instinto de protección mutua, o la seguridad mutua, o quizá, lo más lamentable de todo, el macho colocándose frente a la mujercita.

Ellos habían obedecido a un instinto mucho más antiguo y se separaron, apartándose el uno del otro. Los lobos, contrariamente al mito que existe, casi nunca atacan a los hombres. Si un hombre parece comportarse con agresividad, y el macho está con su compañera, y ella está en celo, los dos atacarán. Lo harán de un modo coordinado: uno irá al brazo y el otro a la pierna. Un hombre que sabía mucho de lobos una vez olvidó esto. Resultó herido de gravedad. Dijo: «Fue culpa mía».

El hombre del cuchillo vaciló un instante. Quería a la mujer. También quería al hombre. Su único error fue ser ambicioso, y preguntarse durante demasiado rato a quién quería primero.

Arthur no sabía nada de combate, ni de hombres con cuchillos. Sus días militares hacía tiempo que habían pasado, y habían sido un gran aburrimiento, con intervalos ocasionales de alarma y de preguntarse por qué no estaba mucho más alarmado. Pero una vez había estado en una escuela inglesa. Se decidió en el segundo de vacilación. No se podía hacer nada más que intentar un ataque de rugby. Si atacabas a alguien primero de cabeza, eso seguro que reducía el blanco. Y ¿no era posible que si te lanzabas sobre alguien el cuchillo no te diera?

Lamentablemente, no tenía formado un scrumhalf. Se abalanzó hacia adelante con torpeza al mismo tiempo que el hombre hacía una horrible pasada baja con el cuchillo. Un gancho corto con la izquierda en el aparato genital. Intentó desviarse hacia su propia derecha para desviar el blanco. Se apoderó de una pierna. Sintió que el cuchillo le pinchaba como una ortiga. Cayó de bruces al duro suelo, y soltó la pierna. No era en ningún sentido una pierna bonita. Tenía una triste sensación de fracaso. Parecía que siempre fracasaba en todo y ésta sería la ocasión que desbordaría el vaso.

El hombre había perdido el equilibrio, y el cuchillo se había liado con el impermeable de Arthur. En ese momento Arlette le golpeó con el bolso, que tenía la pistola dentro, con todas sus fuerzas, y le lanzó una patada a la entrepierna con toda la ferocidad que su falda le permitía.

Realmente ningún esfuerzo servía de nada. Ella había querido que la pistola le diera en la sien y no lo hizo; le golpeó en la oreja y sólo consiguió que se pusiera más furioso. La falda de seda se desgarró con la patada, que no tuvo suficiente fuerza. Incluso una patada pequeña en la entrepierna con un zapato de tacón alto acabaría con todas las malas inclinaciones de cualquiera, pero ésta no había sido lo bastante exacta; sólo le sacudió la cadera. Arlette cayó al suelo lastimándose la rodilla y la mano; lanzó un aullido de consternación y de dolor y no pudo levantarse.

El hombre se tambaleaba. No estaba herido. Le habían sacudido y golpeado, y había perdido el equilibrio; la cólera estalló dentro de él, dejándole indefenso por un momento. Retrocedió tres o cuatro pasos con las piernas separadas y una de ellas sin responderle. Todavía tenía el cuchillo, aunque lo había perdido dos veces. Ahora estaban en el suelo; sería el final para los dos. Dos patos sentados, que habían batido las alas y no habían llegado a su objetivo, pero él las había recortado y estaban nadando débilmente en el agua, y ahora acabaría con los dos, con estos dos tontos que peleaban. Él recuperó el aliento y juntó los pies. Arlette, en el suelo, le observaba y esperó la muerte. El cuchillo era grande, curvado. Un cuchillo catalán. Algo que hace más daño que cualquier pistola.

Mientras le observaba, las piernas del hombre le fueron arrancadas de debajo como si las hubieran prendido un lazo. Los cuatro disparos de pistola llegaron muy juntos, por lo que oyó sólo un ruido enorme. Incapaz de moverse privada de una pierna y de un brazo, con oleadas de dolor que le producían mareo, se sentó y miró. La cabeza del hombre golpeó el suelo con un ruido sordo y el cuchillo le cayó de la mano. No iba a morir en la calle Piet.

Un hombre corría, rápida y furiosamente, de un modo simiesco, con piernas veloces y duras, y brazos largos que le colgaban a los lados. Reconoció al inspector de división Papi. Éste se acercó al hombre que estaba en el suelo, con concentración controlada; cogió la cabeza del hombre por los cabellos y la levantó, pero estaba fláccida. Muy deprisa, soltó el arma que sujetaba, cogió las manos del hombre, se las puso a la espalda y las esposó. Se acercó corriendo a Arthur, que yacía en el suelo recuperando el aliento que había perdido al recibir una patada en el pecho, de la que ni siquiera se había dado cuenta.

Simultáneamente, Arlette notó unas manos bajo las axilas. Algo cálido y femenino le puso la cara junto a la suya y la voz de Corinne dijo:

—¿Se encuentra usted bien? —jadeante y sin aliento.

Papi estaba levantando a Arthur, y luego le dejó otra vez.

Arlette se preguntó por qué. ¿Qué estaba haciendo? El hombre soltó a Arthur y rebuscó en el cinturón de la pistolera. Se sacó la camisa. Desgarró unas tiras con sus grandes manos. Mientras rompía más tiras levantó la cabeza y gritó:

—Saum —dirigiéndose a alguien que no se veía. Dijo—: Estese quieto, y apartó el impermeable de Arthur. Enrolló unas tiras en el muslo de Arthur y las retorció.

Arlette se levantó, cojeó, corrió, se puso otra vez de rodillas, junto a Arthur. Los brazos de Corinne la cogieron dulcemente por la cintura y la cálida y temblorosa voz, como la sangre que brota de una arteria cortada, dijo:

—Está bien, está bien, no lo toques, está haciendo lo necesario.

—Está bien, —dijo Papi con su acento corso—. No es la arteria principal, se pondrá bien. —Todos decían está bien; era para volverse loca. Digan otra cosa.

Ella le cogió la cabeza entre las manos. Tenía la boca abierta y de pronto le vio los dientes, de una gradación de color parecida a la de un modisto caro bajo la brillante luz de la farola. De marrón oscuro a un elegante marfil pálido, con trozos de azul marino que contrastaban y discretos adornos de oro. Arthur le estaba sonriendo.

—Estoy bien —le dijo—. ¿Te ha tocado?

—No, me he lastimado la rodilla. Estoy bien, estoy bien y tú también. —La estaban ayudando a ponerse en pie otra vez—. Le han cogido —dijo ella.

—Por poco no ha sido posible —dijo Papi con amargura—. No podía tener un blanco claro; usted estaba en la mira todo el rato.

—Yo he tenido que correr de lado —dijo Corinne—, Me temblaba la mano; he tenido que calmarme para esta segura de que le daba a él.

—Lo ha hecho muy bien. Rodilla y pantorrilla. No escapará.

Corinne, sujetando a Arlette, se inclinó y le palpó la rodilla.

—Sólo es un poco de piel. Y las medias rotas. Y la falda rota. Le ha dado una buena. Eso ha sido lo que me ha dado tiempo.

—Les habría cogido a los dos —dijo Papi—. Yo no podía disparar por miedo a herirle a usted, y luego me he caído en los malditos arbustos. Su hombre hizo exactamente lo correcto. En el muslo puede ser peligroso, pero se ha desviado hacia el interior. Si no se hubiera apartado se la habría clavado en el estómago. Saum estará aquí enseguida. —Era un bonito acrónimo: Servicio de ambulancias para urgencias médicas.

Con los disparos y los gritos unas cuantas ventanas y persianas se habían abierto en la larga pared blanca de pisos. Era como estar en un teatro. Arlette se sintió Maria Callas.

—Colmillo Blanco —dijo Papi cogiendo el cuchillo—. Catalán, eso —examinando el mango en forma de asta en forma de S y el sencillo mecanismo de cierre—. Una herida mucho peor que un disparo. Si te pinchan con esto es cosa seria. Si les hubiera cogido el jefe habría pedido mi cabeza.

—Entiendo lo que quiere decir —dijo Arlette.

La furgoneta, rápida, les llevó a los tres a urgencias, seguidos de Corinne y Papi en el coche de la policía.

—Dios mío —exclamó la enfermera—, ¿han estado ustedes en la guerra? —mirándole la mano a Arlette—, pero no es nada; quédese echada un rato.

—Mi esposo… le han herido en el muslo con un cuchillo.

—Hemostasis… no, no seré técnica. Hemos tenido que poner grapas, y se le tendrá que suturar, pero no es nada. El inspector hizo un buen trabajo de primeros auxilios. Claro que si un policía no puede hacer eso, ¿para qué diablos sirve? Su hombre está en el quirófano, y estará fuera dentro de media hora; para entonces usted ya se habrá recuperado del shock.

—¿Y el otro?

—La articulación de la rodilla está destrozada, y los policías le están rondando como buitres. Hemos tenido que hacerles marchar. No hay que sentir mucha lástima por él, supongo. Suerte que ellos estaban cerca. No, no hable; le he dado un sedante.

Iba a dormir un poco, pensó ella. Despertó como se hace ante un movimiento silencioso, cuando se dormiría a pesar de los golpes y los gritos de las enfermeras. Un hombre de edad madura, delgado, con el pelo gris, había entrado en su cubículo y le sonreía. Ah, bueno, no muy distinto. Ella le conocía de vista. Era el segundo de a bordo de la Policía Judicial, el subjefe, como le llamaban. Tenía unos modales exquisitos. Dijo:

—¿Puedo sentarme? —Y luego—: Me parecía que le debíamos algunas explicaciones. Si se siente preparada ya para ello.

—Por favor.

—Su hombre está fuera de todo peligro y podrá estar de pie dentro de un par de semanas. Un pequeño corte, de unos cinco centímetros y no demasiado profundo, en el tejido de la superficie interior del muslo izquierdo. Se unirá muy bien y apenas dejará una cicatriz perceptible. La zona de los genitales está intacta. Caminará con toda normalidad; no hay ningún músculo ni tendón dañados. Las he visto peores producidas con cristales. ¿Quiere que le encienda un cigarrillo? ¿Puedo traerle algo para beber? Se ha caído usted sobre la mano, y se le ha abierto ese feo corte, pero se recuperará en dos o tres días como mucho; por lo demás, no ha sufrido ningún daño. Está un poco adormilada por la impresión y un librium o algo así… ¿quiere que siga? ¿O espero hasta que esté recuperada?

—No, ahora. Me gustaría tomar un poco de café solo. —Él fue a buscarlo.

—Una taza de papel es lo mejor que he podido conseguir. Permítame que la ayude a incorporarse. Trataré de ser breve. No podíamos hacer gran cosa más con aquel hombre, estaba bien cubierto. Usted lo adivinó. Posee aquella floristería. Bien, un hombre con un Maserati rojo, que tiene una bonita casa en Suiza y demasiado dinero. Tuvimos que hacerle salir. El testimonio suyo respecto al corte con la hoja de afeitar era insuficiente: ninguna identidad y él tenía veinte coartadas. Le hicimos venir, el jefe le interrogó. Le contamos muchas cosas de lo que usted nos había dicho, pero la verdad, y él lo sabía, era que no podíamos tocarle. Regresó a Suiza. Tuvimos que esperar que volviera a venir. Es una bestia vengativa. Tuvimos, o mejor dicho, los alemanes tuvieron un caso de ataque a un hombre con hoja de afeitar, totalmente inexplicable en Munich. Eso ayudó a ligarlo, pues había una pequeña coincidencia en la pauta. Los suizos, por supuesto, no le habrían extraditado. Lo único que podíamos esperar era tentarle a regresar aquí.

»Hecho eso, hemos tenido que mantenernos fuera de la vista, o desde luego no se le habría acercado. Por eso Papi y la chica estaban bastante lejos. Y hemos tenido que esperar a lo que legalmente se conoce como los comienzos de la ejecución. No era suficiente tenerle merodeando por ahí con un cuchillo en el bolsillo. Sólo es un delito menor. Teníamos que tener algo realmente fuerte. En la cuestión de narcóticos no hay nunca nada; son muy astutos, esos individuos, nunca se acercan. O sea que golpes y heridas con intención de causar la muerte. Le ruego que me crea si le digo que no habríamos puesto en peligro su vida de esta manera si hubiera existido otra posibilidad: no debería decirle esto. Teníamos tres hombres, todos ellos excelentes tiradores. El que regresaran ustedes por el otro camino nos ha desconcertado un poco. Sin embargo…

»Todo lo que termina bien está bien, es nuestra frase hecha favorita —tomando un sorbo de Nescafé caliente y no demasiado flojo. Arlette aceptó este ofrecimiento con gratitud.

—Hay que felicitar a los dos por el valor con que se han enfrentado con él. Una cosa como una bayoneta… haría detener a cualquiera. Estamos de lo más agradecidos. Esa chica, Corinne, no se lo habría perdonado. No ha perdido la cabeza; usted le tapaba la visibilidad, y ha tenido que correr, y le preocupaba que eso le echara a perder el blanco; le ha derribado y ha hecho un buen trabajo, pero de no haber sido porque usted le ha atacado, podría haber acabado mucho peor. Hay un pequeño consuelo en matar a un asesino. Podía haberme expresado mejor —ofreciéndole la palma de la mano para que la utilizara como cenicero y soplando en ella.

—En primer lugar, se metió en un lío y nosotros llegamos demasiado tarde para sacarla de él. Después, estaba demasiado lejos. No utilizamos personas como señuelo cuando no es el trabajo para el que se les paga.

—Hombre… deje de excusarse.

—Usted eligió este trabajo, me ha dicho el jefe —sonriendo—. De vez en cuando entraña riesgos que no se prevén. No todo son buenos consejos a muchachitas que se han escapado de casa.

—Oh, sí, lo sabía. Me arriesgué.

—Bueno —con jovialidad—. Imagino que la lección no habrá caído en saco roto.

—No —dijo Arlette despacio.

—¿Tal vez no tendrá prisa por empezar de nuevo? —alegre.

—Oh, sí —dijo Arlette—. Empezaré de nuevo.

Él le cogió la colilla y la aplastó con cuidado en el tacón de su zapato.