Tenía que hacer algunas compras en el Boulevard de la Marne. Y con la idea de tomar un poco de aire fresco, vagó por la Rue Goethe, entró en el Jardín Botánico, salió y cruzó con gran calma la Rue de l’Université, y llegó al Boulevard de la Victoire.
Se preguntó quién se tomaría la molestia de seguirle los pasos. Las indiscreciones del comisario estaban calculadas, de acuerdo, pero ¿con qué fin? Este énfasis en los hombres de paja y los disfraces; en esa historia había algo más que las Taglang Enterprises. Tampoco Monsieur Taglang era un hombre que cortara a la gente; su hoja de afeitar se guardaba para efectuar operaciones delicadas en plantas pequeñas. Un candidato más probable era quizás el caballero del elegante coche rojo, pero el periódico no lo mencionaba.
¡El disfraz más probable de por aquí soy yo, seguro!
Porque… esta locuacidad de la policía: ¿cuáles habían sido las fuentes de información del comisario? ¿La vista de lince?; eso podría servir para el periódico local, pero no para ella. Tampoco el artista de la navaja. Habían hablado mucho de protección, ¿qué protección?
Aparte de los hombres malos de Lucerna, supongamos que aún quedan un par de acólitos sueltos. No hay nadie en el jardín, barriendo con indiferencia las hojas muertas, salvo los jardineros. Un secuaz disfrazado de jardinero es bastante ridículo, tanto como Papi con una carretilla, o Corinne como una Miss Marple aficionada a la botánica. Decidió que aun cuando la policía la estuviera utilizando como una especie de señuelo, no le importaba. Quiero que se me cure la mano, por favor. Es un incordio cuando quiero intentar escribir las cosas. Y Arthur, francamente, también está ya harto de la cocina. Entró en Chez Mauricette a tomar una taza de café. Como esperaba, resultó divertido por el tema de conversación, que a todas luces no había cambiado desde aquella mañana y les estaba haciendo ganar algún dinero al mismo tiempo que les proporcionaba algo de lo que hablar. Las voces eran altas.
—Imaginad qué descaro; ese bastardo corso que entra aquí e insinúa que distribuíamos droga a los estudiantes, ¿no te fastidia?
—Es un antro de vicio, vaya.
—Estos chicos hacen tráfico de píldoras; bueno, eso no tiene nada que ver conmigo, ¿no? Que yo debería ir y llamarles… «no, Inspector, dije, yo me dedico a lo que mi licencia dice que me dedico, y no vaya por ahí haciendo insinuaciones», le gustó esa palabra.
—Toman toda clase de píldoras antes de los exámenes.
—Y fuman porros… pero no lo hacen aquí. El Jardín Botánico está lleno de cannabis, te lo aseguro.
—¿Qué aspecto tiene?
—¿Cómo voy a saberlo? Me han dicho que lo cultivan en el alféizar de la ventana. Por mí pueden fumarse las hojas de los geranios.
—¿Qué es eso que cuelga por todas partes?
—Mis espárragos, boba, y quita las patas de ahí. —Arlette pagó y se marchó.
Arthur regresó del trabajo de buen humor.
—¿Has salido?
—Oh, he dado una vuelta a la manzana antes de hacer la compra.
—¿Pasa algo?
—¿Qué demonios tenía que ocurrir?
—Supongo que nada. Una débil sombra de inquietud.
—No veo qué hay que pueda intranquilizarnos. Y aun cuando lo hubiera ¿qué se espera que hagamos? ¿Escondernos en el sótano?
—Bueno. Está bien, pues. Estamos invitados a tomar unas copas.
—¡Fiestas! —exclamó Arlette, que no era amante de las fiestas—. Estoy bastante cansada.
—Me ha parecido que podría irte bien. Hemos estado muy encerrados últimamente. Sólo se trata de Philippe. —Un joven ayudante de conferenciante de Psicología, con inclinaciones anarquistas, que a ella le gustaba bastante.
—Estará lleno de estudiantes. —Después de educar a tres hijos, Arlette decía algunas veces que estaba harta de estudiantes—. Oh, de acuerdo.
—No es necesario que nos quedemos hasta muy tarde.
—¿Nos llevamos el coche? —preguntó Arthur después de cenar, ayudando a su esposa a cerrar la cremallera de un alegre vestido «adecuado para los estudiantes»; jamás hay que tratar de vestirse como ellos, decía ella.
—No, ¿por qué? Ha dejado de llover, y sólo está en la Rue de Palerme.
—Por mí está bien. De todos modos, seguramente estará muy lleno. Y habrá mucho ruido. Y mucho humo de marihuana. Un poco de aire fresco al regresar nos irá bien. ¿Qué llevamos? —revolviendo en el armario de las bebidas—, quizás una mezcla fuerte, ya que está empezando a hacer frío —apareciendo con un par de botellas.
—Pero no demasiado; la última vez había vodka o algo así y me emborraché un poco. —Salieron, Arthur con una bolsa de la compra—. Me gusta comer la piel; ¿es un limón biológico? —y Arlette con la mano enguantada en el bolsillo. Las explicaciones son muy aburridas—. Me peleé con una lata de canelones.
Un agradable paseo de cinco minutos, justo lo que uno necesitaba al regresar para liberarse de los humos. Nada de niebla. Una atmósfera medianamente apacible con un poquito de bruma escocesa, no suficiente para mojarle a uno. Pequeñas gotas de humedad en el abrigo y el cabello.
La Esplanada es la parte de la Universidad de Estrasburgo más parecida a un campus; un gran espacio en el que no se ha construido nada, que ha sido guardado celosamente por el Ejército desde que la ciudad fue fortificada por Vauban. Cuando el Ejército decidió al fin que la guerra de 1870 había terminado, unos noventa años después de aquel acontecimiento traumatizante, se tenía este espacio. Los promotores de la construcción se apoderaron de casi la mitad con los caros resultados de costumbre, aireado fuera y desvencijado dentro. La Universidad lo hizo algo mejor en la otra mitad y plantó muchos árboles. Lo único que ellos tenían que hacer era cruzar el Boulevard de la Victoire y tomar un callejón que iba directo hasta el otro lado, dignificado con el adecuado nombre académico de Rue Blaise Pascal, pero es agradable porque no circulan coches y hay tres o cuatro hileras de tilos. Por la noche está bastante desierto, pero no hay peligro de ser atacado. Las altas farolas, con una agradable seta blanca encima alumbran bien.
Se pasa por delante de la Biblioteca, y el edificio administrativo, grande y aburrido, con la alta torre del Instituto de Química a la izquierda, una elipse con las puntas recortadas como un cigarro, un edificio bastante bonito. Se pasa por delante de una variedad de compartimentos informes dedicados a Biología y Algo Molecular, y se sale a un gran espacio oval medio encerrado por las alas de la Facultad de Derecho, con un pavimento decorativo y arbustos preparados para sobrevivir a las fuertes corrientes de aire. Estaría muy bien para ir en monopatín si no fuera tan plano.
Al otro lado se encuentra Ciencias Humanas, donde Arthur tenía un pequeño nicho en el que cabía una sola visita, una nada importante. Es una serie de bloques tristemente rectangulares unidos por pasillos acristalados, que parecen una cárcel y que están cubiertas de eslóganes llenos de rencor poco imaginativo acerca de los «fascistas». Nadie en la facultad de Ciencias Humanas ha sabido jamás deletrearlo.
Cruzas un aparcamiento al aire libre y llegas a la Rue de Rome, donde los estudiantes compran libros y comida de supermercado, y alguna vez envían su ropa a la lavandería. Philippe vivía en la punta.
La fiesta fue lo que ella había esperado, pero Arlette se lo pasó bien. Los estudiantes tenían mejores modales que los de su generación, o incluso que sus hijos. Eran mucho más ignorantes, y más o menos igual de indiferentes. Pero más amables, sí, seguro, más gentiles, menos agresivos. ¿O era sólo que Philippe, al ser agradable, tenía amigos agradables? Los amigos de Ruth, dos o tres años atrás, habían parecido mucho más chillones y menos lavados, y mucho más brutalmente egoístas. ¿Era que ella misma se estaba volviendo un poquito más agradable?
Hubo la conversación usual.
—Siempre se ha dicho que es un tópico decir que la historia le ayuda a uno a comprender el presente, pero ¿lo es?
—Lo que es un tópico es darle la vuelta y decir que el presente es la única manera de comprender el pasado.
—No hay ningún presente. Existe un futuro inmediato. Y un pasado que inmediatamente queda muy lejos y se hace muy pequeño porque no hay perspectiva; hablar del presente en cualquier sentido es un tópico.
Le llegó el turno a Arlette.
—Bueno, Arlette, ¿qué es todo este asunto de hacer el bien?
—Intento vencer la soledad.
—Suena exactamente igual que la gente que realiza sesiones de conversación acerca de su yo más íntimo.
—Salvo que ellos no tienen que pregonarlo todo en público. Tampoco les hago sacarse la ropa.
—Ella se mete en donde todos los sacerdotes tienen miedo de entrar. Un confesionario moderno. ¿Les hablas de Jesús?
—No, pero si te callas un momento, te contaré lo que hago. Entonces puedes venir mañana.
—¿Cuánto les cobras?
—No les cobro nada a menos que les parezca que he hecho algo de valor. ¿Qué palabra utilizarías? ¿Positivo? ¿Tangible? Porque no soy psiquiatra, ni abogado, ni detective. Tampoco una oficina de presentación. Descubro lo que no soy, poco a poco.
También había las bebidas de costumbre; cosas que se dan a beber a otro.
—¿Qué le pasa a tu mano?
—Me la pillé con la puerta. Está muy hinchada y me duele, eso es todo.
Arthur la rescató antes de que se pusiera demasiado tonta.
—Te lo has pasado bien, rodeado de chicas.
—Bueno, parecía que tenías un número suficiente de jóvenes. Vayamos por el otro lado, es más bonito.
Se refería simplemente al siguiente callejón, el otro lado de la Facultad de Derecho. No tiene nombre. Es más estrecho y los árboles más viejos. —Cógete de mi brazo. No tienes miedo, ¿verdad?
—Contigo claro que no. Un poquito de frío. Siempre ponen la calefacción central demasiado fuerte.
—En todo caso, está mejor iluminado. —La iluminación era la misma que en una calle; altas farolas con una graciosa curva, como tulipanes.
Los falsos plátanos, aferrándose a sus últimas hojas, arrojaban una bonita sombra. Esto era el límite del campus; los altos bloques residenciales de la Avenue de l’Esplanade miraban ciegamente hacia abajo. Pasaron por la zona de juegos infantiles: a Arlette le gustaba el arenal con sus grandes bloques irregulares hechos con la piedra encarnada local. La Place d’Athènes frente a la Facultad de Derecho, ostentando una escultura impropia, nominalmente Atenea; ella nunca había ganado manzanas de oro. Se hallaban a la altura de la Escuela de Química, sólo a dos minutos de casa, saliendo ahora, ya sin frío.
Un hombre salió de detrás de los arbustos, a tres metros. Abajo, a su costado, la hoja de un cuchillo, que parecía muy grande, brillaba bajo la luz. Era alto y llevaba sombrero. Su rostro quedaba confuso; podría llevar una media encima.