—No imaginarás que ha sido a propósito —dijo Arthur al fin, de un modo demasiado indiferente.
—No, claro que no. No puedes organizar una cosa así. Ni planearla, bueno, quizá sí. No lo sé. Nadie sabía que íbamos a venir.
—Pero estamos dispuestos a creer cualquier cosa —dijo Arthur cogiendo la linterna para mirar—. Si hubiera ido un poco más deprisa…
—Siempre se dice lo mismo. La vida seguía como antes, tranquilamente. Los coches pasaban zumbando. El camionero sin duda había olvidado ya este episodio.
—Mi querida madre —dijo Arlette— solía decir siempre: asegúrate de que llevas ropa interior limpia, por si tienes un accidente de carretera.
—Muy sensato por su parte. ¿De qué otra cosa podemos tener miedo?
—De perderte.
Arthur la miró, y dijo:
—No, no nos perdamos el uno al otro.
—¿Estás bien? —Se dio cuenta de que él estaba mucho más perturbado que ella. Sorprendido.
—Pie en el estribo. Hay que volver a montar enseguida después de una caída. No tengo ni un rasguño. Buen coche. Estable.
La policía alemana había encontrado a las dos chicas, en compañía de dos hombres de las fuerzas aéreas canadienses en Ludwigshafen. Estaban buscando un Audi azul pálido cuyo robo se había denunciado una hora antes en Mainz, así que, como es natural, sus ojos se habían posado en un Ford gris pálido. Por el momento no había más explicaciones: estaba claro que la historia sería confusa. Arlette vino al pelo para persuadir a la esposa del granjero de que no estaba deshonrada para toda la eternidad, y para calmar al granjero que ya se había sacado el cinturón y lo estaba haciendo oscilar de un modo alarmante. Arthur, que se había tomado una cerveza en un café y había tenido tiempo para imaginar maquinaciones siniestras, condujo de regreso a casa atravesando pueblos. Ya bastaba de tantas autopistas, dijo.
La Rue de l’Observatoire estaba asombrosamente tranquila. No había nadie merodeando en las oscuras esquinas. La vida seguía normal. Era bastante inconcebible, decidieron ambos, que hubiera tenido lugar ninguna maniobra malintencionada. Cosas así ocurrían —estuvieron de acuerdo en ello— cuando uno estaba un poco demasiado nervioso y quizás un poco torpe. El Lancia era un coche de mucha precisión, y reaccionaba enseguida a cualquier torpeza de pie o mano. Realmente Arthur prefería las bicicletas. A Arlette le palpitaba un poco la mano, así que los dos se tomaron tila.
Llevar una vida normal. ¿Qué es una vida normal? Levantarse a las ocho y afeitarse a las ocho y cuarto.
—Ve a trabajar —dijo Arlette—. Me las arreglaré. —Si no hubiera sido por el periódico… Haciendo gala de todos sus antiguos eufemismos.
Había un gran titular: «Un magistral tiro de red». Los periódicos de provincias siempre son así. Su francés, como las historias de detectives, se conservaba como en la época del escándalo Stavisky. Un hombre malo siempre es un individuo poco recomendable, cuyo hábitos la sociedad reprueba. Acude a casas de mala fama, donde demuestra gustos algo especiales.
—En resumen, nuestra Policía Judicial, activa y llena de recursos, había trabajado duro. Había desmantelado una auténtica red. Y el comisario no se había abstenido de hacer comentarios. Insólito. Como Arthur dijo, nadie sabía mejor mantener cerrada la trampilla.
La historia ocupaba casi una página entera, con lo que las necrológicas más retrasadas se habían aplazado. Aprovechando un espíritu de cooperación recientemente estrechado con la policía alemana y suiza, que databa de la época en que todo el rincón había estado lleno de terroristas reales o imaginarios —aquella frontera suiza era un pedazo de queso de Gruyére— pero habiendo perdido toda la verborrea, se habían utilizado macetas con plantas como pantalla para distribuir narcóticos. El comercio hortícola, de honradez conocida, —oh, sí, Monsieur, Taglang— no sabía nada de ello, y ha mostrado una total consternación, pero el Juez de Instrucción no sabía nada de esto. Había un hombre malo en Munich —ramificaciones— y un hombre malo en Lucerna. Todavía no estaba del todo claro, dijo el comisario, que era el espíritu que lo animaba todo. Se echaba el guante a los peces pequeños. Había, además, una persona que había encontrado su fin en circunstancias sospechosas —que había llamado la atención de los siempre atentos— en la vía del ferrocarril. La investigación determinaría si había existido algún inocente que servía de instrumento. La gente que traficaba en drogas era muy astuta. Utilizaba «hombres de paja».
—Es mucho y es nada —dijo Arlette. Era una sensación curiosa darse cuenta de que uno sabía mucho más, sin saber nada que valiera la pena. No podía imaginarse a Demazis como una mente maestra. Ni a Monsieur Taglang. Ni, desde luego, a Monsieur Michel, el talento artístico; éste, cogido por posesión, y no le habían soltado bajo fianza: Madame le Juge había firmado una orden de encarcelamiento—. ¿Qué piensas de todo esto?
—No gran cosa —dijo Arthur—, A los polis les gustan los casos de narcóticos por la publicidad. Una cosa así gusta al Prefecto. No puede hacer ningún daño, desde el punto de vista de la promoción. Por otro lado, lo consideraría un asunto torpe, que se ha filtrado por torpeza, y que no parece propio de nuestro amigo el comisario. Supongo que en algún punto podría haber algo de verdad. Este trozo de los fructíferos efectos secundarios de la caza de terroristas es bastante jugoso. Los alemanes se quejaban muchísimo de los suizos y de los franceses. Todas las fronteras, naturalmente, son como quesos.
—Vete a trabajar —volvió a decir Arlette. Quería estar sola. Suponía una sensación de anticlímax. Ella había realizado el trabajo sobre Demazis y ellos le habían robado el mérito. En cuanto al secuestro, que tenía o no algo que ver con el asunto, era evidente que a ellos les importaba un bledo. Como testigo, ella les servía de poco. Si se enfrentaba a Monsieur Taglang, no podría decir positivamente que él le había cortado la mano, y en realidad no podía decir que no lo había hecho. Aplastada en la parte trasera de un coche con esparadrapo en toda la cara, no puedes reconocer muy bien a la gente.
Era posible, suponía. Unas veinticinco personas trabajaban para aquel vivero. Él había tenido un par de acólitos. No, era más probable que no hubiera nadie implicado. Si tenías una red querías que lo supiera el menor número de personas posible. Sólo se necesitaba un hombre para desplantar una planta aquí y otra allá, introducir una bolsita de plástico y volver a plantarla. Se dejaba, suponía, una señal especial en la maceta. Ella no sabía nada de esto, pero pudo entenderlo: si Demazis lo había sabido, y era de suponer que sí, podía habérselo contado.
¿Los acólitos eran los hombres de Munich o de Lucerna, que sabían qué maceta buscar, a qué floristería ir?
Bueno, de alguna manera sacaría algo de todo esto. No sabía si tenía el teléfono intervenido, pero no le importaba.
—El doctor Ulrich, por favor… Arlette van der Valk, ¿Ha visto el periódico local de esta mañana?
—Sí. Estoy agradecido. No mencionaré nombres.
—No, no lo haga.
—Una mujer joven a la que conozco estaba casi al borde de esto, probablemente sin saberlo, ¿no le parece?
—Es muy posible. Creí que, en cualquier caso, era un compañero poco conveniente y decidí decir unas palabras donde me pareció que podría ser útil. Creo que lo fue.
—Se lo agradezco, Madame, puede creerme. Mi… pariente está muy aliviado. Creo que podemos considerar el asunto cerrado. Eh… puede usted estar tranquila: no existirán más dudas respecto a sus… actividades. Al contrario. Si tuviera ocasión de efectuar alguna recomendación… Esto es puramente hipotético, pero podría surgir la oportunidad. ¿Entiende? De hecho lo haría. No quiero darme ínfulas, pero una recomendación así podría ser muy valiosa para usted.
—Es usted muy amable. —Y una recomendación no le cuesta nada, Mister, lo cual es algo a tener en cuenta siempre—. Por mi parte, si se me pregunta por asuntos de esta clase como referencia, con absoluta discreción, por supuesto, ¿le importaría que diera su nombre? —Él se lo pensó.
—Eh… en confianza, tendría que ser absolutamente confidencial; me alegraría.
Marie-Line no aparecerá más por ahí. No querrá pensar en nada de esto. No importa, he conocido a un médico. Y a un abogado, y esto es algo que necesitaré. Algo que presentar contra la mano cortada.
Y el pobre Robert… Viviendo solo con sus fantasías en Hautepierre. Clavando mujeres de papel en la pared y disparándoles.
Tardó toda la mañana en preparar una comida que se pudiera comer. El tiempo había cambiado también, probablemente ahora de manera definitiva. Arthur regresó quejándose de que lloviznaba. No pudo quejarse de la comida, un poco germánica. Un puchero, todo en una olla; ella hizo un poco de comedia demostrándole cómo había sacado la olla del horno con una mano y una muñeca.