—¿Así que vamos al cine?
—¿Por qué no? No se me ocurre nada más normal. Y me apetece un poco de vida artificial, para variar.
Tomaron el autobús en el Boulevard de la Victoire. Estrasburgo parecía depresivamente normal. No parecía que hubiera nadie merodeando. Nadie les siguió ni les espió.
A Arthur le gustaba caminar cuando salía de un cine. Le desintoxicaba, decía. Tantas imágenes frente a sus ojos. ¿Y por qué ponían la banda sonora a un volumen tan elevado? Es para la gente que va a conciertos pop, decía Arlette; están sordos como una tapia. Suponía que debía ser así; no se le ocurría ninguna razón más adecuada que la fuerza de la costumbre. ¿No estaba cansada?
En absoluto. Se sentía en plena forma. Le encantaba caminar. Y era una tarde encantadora. Le gustaban las tardes de otoño un poco brumosas, cuando las luces de las tiendas estaban encendidas.
—Estar protegida por la policía no tiene demasiado sentido. Schleyer tenía a… ¿a cuántos?, cuatro, armados.
—Aldo Moro tenía cinco. Pero aquello fue una banda muy profesional.
—Ésta también lo es —dijo Arlette—, ¿O no? Nadie lo sabe, en realidad. Se comportaron de un modo a la vez profesional y de aficionado, cortándome así.
—Es algo que me ha molestado —dijo Arthur, encantado de que por fin se sintiera capaz de hablar de ello.
—Madame le Juge también está confundida. No dejaba de repetir: «Curioso», como si no creyera una sola palabra. Pero es curioso. Los policías, por supuesto, no dicen lo que piensan.
—¿Y tú qué piensas?
—No estoy segura de que no hayan dejado la idea ambigua deliberadamente. Quiero decir, mira el punto de vista del hombre que me cortó. Es una advertencia, y al mismo tiempo un castigo.
—Explícate —dijo Arthur.
—Supongamos que yo hiciera algo ilegal, que cometiera incluso algo criminal, como ocultar pruebas; los detectives privados siempre lo hacen. Recibiría un trato bastante hostil por parte de los policías. No necesariamente bofetadas, pero diversas brutalidades más o menos sutiles. El tribunal me quitaría todas las licencias, probablemente me meterían un mes o dos en la cárcel y me pondrían una multa o harían ambas cosas. No sería sólo una reprimenda. Un castigo de verdad; eso es profesional. ¿No es más o menos lo mismo? Me raptan, como un arresto; me asustan muchísimo, me hieren. No puedo hacer gran cosa físicamente durante unas semanas. A menos que tome muchas píldoras, las cuales me degradan y me dejan mareada y confusa, es realmente doloroso. Bastante adecuado, diría yo.
—Y la próxima vez, dice la advertencia, será tu garganta.
—Eso es —dijo Arlette con frialdad—. Por un momento pensé que iba a matarme.
—¿Tuviste miedo entonces?
—De morir, no. Te mueres igual, ocurra lo que ocurra. Del dolor, sí. Luego dijo que no quería llamar la atención. Bueno, pensé, la llamas. Y luego, quizá no, quizás es más hábil de lo que parece. Podría no tener sentido, como ese imbécil de Robert, con sus armas y sus bombas. O ser una venganza personal. Si hiciera algo que realmente hundiera a Freddy Ulrich, por ejemplo, ¿haría él una cosa así?
—Claro que no. Una venganza burguesa, como viste, es hacerle mala publicidad, golpearte en el bolsillo, hacer que te abofetee hacienda. Nada relacionado con la sangre.
—No estoy demasiado segura. Hiere a un burgués en su sangre, que es su reputación y sus beneficios, y podría muy bien volverse contra ti con algo como una hoja de afeitar.
—Pero tú no crees que fuiste raptada por Freddy Ulrich.
—No, claro que no.
Arthur compró unas setas, grandes, y un manojo de cebollinos.
—Déjame a mí la cena —dijo. Se le podía ver la mente funcionando—. ¿Huevos y pan rallado? No, demasiado trabajo. ¿Quizás una especie de pasta con cebollino picado, y fritos? ¿Una especie de buñuelos?
Arlette, que había conectado el teléfono otra vez en «grabación» encontró la lucecita encendida y se detuvo a escuchar el mensaje. Luego hizo una llamada telefónica, que duró mucho rato.
—La cena está a punto. ¿Qué era?
—Bueno, bastante patético, como todo este asunto. Y se acerca un poco más al meollo. En realidad no puedo hacer nada para ayudarla. Consolarla, posiblemente. Tranquilizarla, explicar… no, sólo sé. Eh, está bien.
—Había unos restos de jamón. Lo he picado todo y lo he metido en la pasta. Cuenta.
—Bueno —entre bocados—, dos chicas adolescentes de Duttlenheim, un pueblo del valle del Bruche donde se acaba la autopista hacían auto-stop para ir a la ciudad a bailar y no han llegado. Desaparecieron en la autopista. Así que averiguan en casa. Alguien llama: ¿Dónde están las chicas? ¿Pero no están con vosotros? ¿No? Entonces ¿dónde están? Gendarmería, hospitales, policías. Ni rastro de las chicas. Eso fue anoche. Así que ha esperado todo el día. Y la policía no le dice nada. Y ella teme lo peor. Naturalmente, está destrozada. No me extraña. Está segura de que han descubierto lo peor y no quieren decírselo.
—¿Y qué crees que puedes hacer?
—El cielo lo sabe —tranquilamente—, pero lo mínimo que puedo hacer es salir e intentar consolar un poco. Está rodeada de vecinos que imaginan cosas espantosas. Que si las mataron o violaron… o hicieron una escapada, aunque iba a ser una mentira celestial, se las llevaron a algún sitio, las emborracharon, y todavía están durmiendo la mona en algún sitio; las consecuencias no son demasiado terribles, aparte de una resaca espantosa y de encontrarse horriblemente mareadas.
—Mmm —dijo Arthur—, ¿Quieres decir que quieres ir allí? Tendré que llevarte.
—Sólo está a un cuarto de hora.
—Habrá niebla. Siempre la hay en esa dirección.
—Pues conduce con cuidado. Tengo que hacerlo.
La «autopista del norte» que va directa hasta París, y enlaza con la autopista alemana en Saarbrucken, es muy moderna, bastante lujosa y terriblemente cara. La «autopista del sur» es un fraude perfecto, anunciando descaradamente con grandes rótulos que te llevará con rapidez a Colmar y Mulhouse, y a diversos destinos vagamente sugeridos en el sudeste de Francia. Una vez fuera de Estrasburgo, puedes en verdad pasar a esta carretera; en su mayor parte es una carretera principal ordinaria, es decir buena a trozos. Si te quedas en la autopista, ésta te llevará hacia los Vosgos y la ciudad de Obernai durante exactamente trece kilómetros, pasados los cuales muere y te arroja a desvíos rurales. Es de suponer que la autoridad de Puentes y Caminos encargada de las autopistas tuvo en otro tiempo un proyecto para cruzar los Vosgos hasta Epinal y Borgoña. Al cabo de diez minutos se lo pensaron mejor. Probablemente alguien ganó mucho dinero con ello.
Duttlenheim es la segunda ciudad desde el final. Notoria por una superficie de la calzada sacada de El salario del miedo, ¿recuerdan el camión cargado de nitroglicerina? Aquí es donde se lo encuentra uno.
Arthur, después de colocar bien el asiento del conductor del Lancia, puso la directa hasta el empalme de la autopista, Place de Haguenau. No era un buen conductor, salvo en largas distancias, cuando encontraba un ritmo: demasiado lento cuando había tráfico y demasiado rápido cuando éste se aclaraba.
Afortunadamente, hacia las ocho de la noche el tráfico se está aclarando. Los que viven fuera de la ciudad ya están en casa, tragando comida indigerible y mirando las noticias, otra bendición es que el valle del Bruche, un pequeño río que se une al Ill en Estrasburgo, es un conocido rincón brumoso. La visibilidad en las noches de otoño es de unos cincuenta metros, a veces treinta, y en algunos tramos es realmente espesa.
Bueno, es una autopista, señalada con grandes rayas pintadas. Superficie lisa, curvas regulares. Nada de tráfico de frente. Arthur puso las luces largas después de pasar la brillante iluminación del empalme de Colmar y adoptó una marcha regular a cien.
—Demasiado rápido —dijo Arlette. Redujo a noventa, de mala gana—. Todavía es demasiado rápido. —Él no le prestó atención, apretó un poco y bajó bruscamente a ochenta.
—Perfectamente seguro —de malhumor. Circulaba por el carril lento. Los que regresaban a casa tarde y se sabían el camino de memoria pasaban a gran velocidad por el carril de adelantamiento.
—Es nuestra piel, no la suya —dijo Arlette con aire orgulloso.
Te sientes extrañamente aislado en la niebla. Los coches de delante y de detrás pierden su identidad, aparecen de repente como luces borrosas. No ves el coche para nada.
—Estúpido —dijo Arthur irritado, acelerando bruscamente para pasar a un precavido que se arrastraba y olvidándose de hacer la señal.
—Idiota —un momento más tarde. Pegado a su parte trasera y demasiado cerca estaban las resplandecientes luces de un gran camión. Demasiado altas, no ajustadas debidamente para «hundirse» y muy blancas; quizás alemán. Muy molesto; ni pasaba ni se quedaba atrás. Arthur aceleró con habilidad para quitárselo de encima. El otro mantuvo el paso. La gente lo hace cuando hay niebla, y es muy molesto, así como peligroso. ¿Qué pasa si tienes que frenar de repente?—. Maricón —murmuró Arthur, viperino. Iba a ciento diez y el camión seguía manteniendo la misma velocidad. Redujo otra vez poco a poco.
De repente ocurrió una cosa terrible, que suele pasar cuando hay niebla, y entonces la gente se vuelve más tonta de lo usual. El camión aceleró, se pasó bruscamente al carril de adelantamiento, aburrido sin duda por las maniobras de Arthur, y adelantó retumbando a ciento treinta. Un enorme vehículo articulado.
—Maldita sea. —Aquel monstruo apenas le había pasado, delante de sus narices, y se colocó enfrente. Las luces de frenado se encendieron; toda la enorme masa redujo como si hubiera tropezado con una pared. Probablemente el conductor había visto de pronto a otros dos que se arrastraban bloqueando ambos carriles. Como él mismo iba demasiado deprisa, tuvo que reducir velocidad con gran rapidez. Una pena para el tipo que iba detrás.
Arthur frenó con demasiada fuerza, resbaló un poco hacia la izquierda, corrigió un poco el ángulo, resbaló hacia la derecha, pasó por encima de la línea del carril de emergencia, puso segunda con un aullido del motor, consiguió parar más o menos alineado, se encontró la nariz a dos pasos del poste metálico amarillo con el teléfono de emergencia, y se quedó sentado, temblando. Instintivamente había parado el motor. Las luces señalaban hacia abajo por encima de la baranda, hacia un campo arado. Parecía blando dos o tres metros más abajo, pero no tanto como para caer en él a sesenta kilómetros por hora. Igual que el agua. A esa velocidad es como cemento. Se desató el cinturón, salió, temblando, se apoyó en el techo y tomó grandes bocanadas de aire nocturno.
—Por Dios y todos los santos —dijo. Arlette salió despacio por la derecha. Había sacado la linterna de la guantera. Miró hacia la hondonada.
—No paran de ocurrirme cosas en este coche —dijo con voz queda.