Duermes bien. Un poco drogada. Te quejas mucho de las pastillas. La quimioterapia es vagamente «una cosa buena», que combate las inflaciones y las inflamaciones. Pero te deja tan mareada que realmente habrías preferido la enfermedad original. Incluso ese invento tan poco anglosajón, la bomba en el trasero, llamado vulgarmente supositorio, trastorna la digestión mucho menos pero te deja indiferente y deprimida.
Te levantas; te vistes. Sólo es una herida. Vas a llevar una vida normal. Tienes unas manos muy grandes. Las manos de Arthur, para ser hombre, son pequeñas. Puedes pedir prestado un guante de piel suave. No tiene tan mal aspecto. Te sientes deprimida y enferma. Es la reacción. No se puede hacer gran cosa. Arthur también está sufriendo. Ha sido tan bueno, amable y paciente. Hoy apenas consigue reprimir su irritación.
Por algún misterio, seguía el hechizo del tiempo agradable, imperturbablemente apacible y soleado, que duraba desde hacía días. Pero el invierno avanzaba con pies silenciosos. La densa niebla se adhería con más obstinación cada mañana. Fría, húmeda, olorosa, se pegaba a la garganta como algodón empapado de éter. El sol se abría paso al fin, y lucía con sorprendente calor, por lo que ibas a bajar el termostato.
—Mira —dijo Arthur de un modo brusco, fumando un pequeño cigarro y dando golpecitos con él en la lista de la compra—, déjame a mí todo esto, ¿de acuerdo? Llevar la casa eficazmente es algo que tiene que hacerlo una sola persona. Yo puedo hacerlo, ¿de acuerdo? Les he dicho que me tomaba unos días libres. Quiero llevarlo hasta el final.
—Lo he convertido todo en un auténtico desastre, ¿verdad?
—No, tú no. Fue culpa mía. Estimularte con aquel juego estúpido de Marlowe. Ahora tenemos que hacer frente a la realidad, ya que nos la han traído a casa. No es un juego de niños. —El timbre de la puerta le ahorró las expresiones de abatimiento.
—Toma esto —dijo Arthur, que llevaba puesto el delantal de cocina.
Una mujer de edad madura, que miraba con expresión de interés el panelado y los focos de la sala de espera. «¿Una clienta?». A su lado una mujer más bien joven. Las dos cargadas de equipaje. Un gran maletín, y una máquina de escribir.
—¿Madame Davidson? —con una mirada a la mano enguantada—. Soy Madame Flavien. La juez de instrucción. Ésta es Madame Sellier, mi secretaria. —Arlette, confusa, las condujo a «su despacho».
—Por favor, siéntense. Creía que convocaban a la gente a su presencia —tontamente.
—Oh, no —sonriendo—. Vamos al lugar. ¿Puede colocar la máquina de escribir sobre su mesa? Acomódate en aquel extremo, Denise. —Abrió el maletín que tenía a sus pies y revolvió unos papeles.
—Arlette de Davidson, viuda van der Valk, ¿es eso? ¿Nacida cuándo y dónde? —La rutina usual.
De unos cuarenta años. Rubia, considerablemente ajada, arrugada, por no decir maltratada por años de profesión. Bonitos ojos azules, miopes tras unos gruesos cristales y montura de concha rosada. Pendientes. Complicado peinado ahuecado, hecho recientemente y por una mano profesional. Demasiado lápiz de labios. Demasiado maquillaje. La ropa demasiado femenina; no, sólo un poco remilgada, la falda plisada azul marino estaba bien, igual que la blusa de cuello abierto, pero la bufanda de seda anudada con informalidad, era de colores brillantes, llamaba demasiado la atención hacia la garganta. Manos cuadradas de aspecto competente, con laca de uñas incolora, indicios de bronceado. Muy buena voz, modulada de un modo profesional y con el ritmo justo, una clara soprano que llegaba sin penetrar. Nada le daba un aspecto legal; podía haber sido periodista, editora, o ejecutiva de negocios de cualquier clase.
Arlette sabía que tenía que repetirlo todo, tanto si lo había contado diez veces como si no. Y no debía contar mentiras: esta mujer era inteligente, experimentada, y había hecho sus deberes a conciencia. Y ahora era concienzuda, mucho.
La chica, Denise, era lo que cabría esperar, buena en su trabajo. Esta juez sería de las que encargaban mucho trabajo, y tendría mal genio en ocasiones. Bien entrenada, permaneció sentada inmóvil, con los antebrazos relajados. Cuando tuvo que mecanografiar lo hizo con rapidez y corrección. De vez en cuando, con algún fragmento complicado, preguntaba: «¿Cómo tengo que expresarlo?». En esos momentos la juez parecía una editora, dictando con frases breves, diciendo «punto y coma… punto. Punto y aparte».
—Bien. Será suficiente. Ocúpate de pasarlo en limpio, Denise. Ha estado muy bien dicho y con lucidez. Para resumir. El fiscal ha presentado cargos contra «X» por este asunto suyo. Secuestro, violencia física, golpes y heridas; servirá para empezar. Usted ya conoce el procedimiento legal lo bastante para darse cuenta de que me han designado juez de instrucción, que estoy reuniendo un dossier; bueno, ahora dejemos eso. Envío una comisión rogatoria a la Policía Judicial, tra la la, dejamos aparte de momento esta presunción de tráfico de narcóticos y todo el resto; no es necesario que le concierna a usted. Nos atendremos a ello, tal como queda escrito en la declaración que usted firmará cuando Denise la tenga preparada. ¿Puedo fumar? —con brusca educación—. Cosas estúpidas —a modo de disculpa, ofreciéndole el paquete de cigarrillos. Arlette cogió uno. Madame le Juge se sacó las gafas, miró, cegada, la luz que entraba por la ventana, se las puso de nuevo y volvió al trabajo.
»Entendámonos, Madame Davidson. Usted es un testigo, el testigo principal. Nada más. No quiero que interprete ningún otro papel, ni activo ni de ningún tipo. A saber, el de detective privado. ¿Entendido?».
—Comprendo con toda claridad que sé dónde empieza el trabajo de la policía.
—Sí, lo sé, el señor comisario me lo ha dicho. No tengo ningún reproche que hacerle. —Echó una mirada a la oficina—. Puede efectuar un trabajo muy útil, no me cabe la menor duda. No siento ninguna hostilidad hacia estas actividades, muy al contrario. Soy una mujer. Siempre que usted tenga presentes las definiciones.
—Soy capaz de eso.
—Sí, por lo que he visto creo que lo es. La hirieron, me temo. Espero que no le duela mucho.
—No es gran cosa. Está limpio; creo que se curará pronto.
—Y el shock psicológico… no cometa ningún error, puede ser grave. Aun cuando crea que ya lo ha superado. No deseo ser personal. Puede proseguir, creando problemas que no se ven.
—Creo que tiene razón. Tengo que aprender a hacerle frente.
—No estoy segura de que sea una buena idea trabajar en casa. Hay que impedir que la vida privada se contamine con… llamémosle preocupación profesional. ¿Tiene hijos?
—Son mayores. No creo estar de acuerdo con mantener separadas las cosas. No sólo quiero comprensión y apoyo por parte de mi esposo. Quiero que esté muy íntimamente implicado, cada minuto.
—¿De veras? Bueno, es un punto de vista. Hay otros. Venga, Denise, date prisa.
—Está listo. ¿Puede firmarlo, Madame? Bien, gracias.
Madame le Juge apagó el cigarrillo, se levantó rápidamente, alargó la mano, se dio cuenta de que no era apropiado, y sonrió.
—Más adelante la querré ver en la oficina. Cuando cojan a estos pájaros. Tengo bastante confianza en que será así. Quizá pueda usted identificarles. ¿Me encuentra insensible? Es el trabajo —encogiéndose levemente de hombros.
—La encuentro profesional… que es como debe ser.
—Buena suerte con la mano… Y gracias; ha sido útil.
¿Lo había sido? No pudo evitar preguntarse cómo.
Arthur le trajo una taza de café que ella realmente no quería. Y, sin darse cuenta, le había puesto azúcar, por lo que le resultaba desagradable. Ella deseaba tanto que él no fuera tan servicial. Sería infinitamente más fácil si hubiera ido a trabajar como de costumbre y comiera en la cantina. Pero jamás se atrevería a sugerírselo: según él, aquel lugar estaba infestado de todos los riesgos bacteriológicos conocidos por la raza humana. Puedes coger cualquier enfermedad, murmuraba sombríamente. Nada le impediría quedarse para protegerla, por la sencilla razón de que se sentía culpable. Ella sería perfectamente capaz de hacer un huevo revuelto o cualquier otra cosa con una mano. Más bien le gustaría. Pero no le estaba permitido.
Arrojó el café disimuladamente al lavabo y llevó la taza a su sitio, a punto de decir: «Hay muchas cosas que puedo hacer», pero la reprimió el aire de paciencia contenida.
—Lo peor que puedes hacer es ir de un lado a otro, cansándote y sin darte oportunidad de que se cure. ¿Por qué demonios no puedes quedarte quieta y leer un libro? Todo está controlado.
—Sí, ése era el problema.
Se retiró al cuarto de estar, que estaba limpio y en orden, tanto que no se atrevía a moverse por miedo a que se le cayera ceniza en el cenicero limpio. Arthur se había entregado a su pasión por ser meticuloso. En este estado de ánimo era capaz de cualquier locura; lavar las cortinas de la cocina o algo así. Esperaba que permaneciera quieta y escuchara a Schubert, mientras que ella necesitaba algo tan horrible como girar y retorcerse en satén negro bajo un foco púrpura. Destapó una botella con los dientes: el corcho rechinó y miró a su alrededor con aire culpable por miedo a que Arthur la pescara y la sermoneara acerca de lo malo que era el alcohol cuando te habían cortado con una hoja de afeitar.
Lo peor había ocurrido y él había decidido ir a la cocina a ayudar a la pobre y desorganizada Arlette. Por supuesto ella era la clásica ama de casa sucia. La basura se acumulaba en los estantes y atraía el polvo grasiento. Aparecían cortezas de queso en los lugares más inesperados. Había innumerables paquetes vacíos; veteranos con un solo ojo y con una sola pierna por todas partes, rezagados de las campañas de Rusia o la Península, tres tipos de curry en polvo rancio y botellas horriblemente pegajosas que habían perdido la etiqueta. Arthur se lo estaba pasando de maravilla y ella nunca más volvería a encontrar nada. Ir y decir: «Mira, he sido ama de casa durante treinta años; conozco mi trabajo», sería fatal. Sabía que él había llegado a la fase de hablar consigo mismo.
—Cuánto hace que estamos aquí… un par de meses. Cómo se puede imaginar que nadie pueda crear un desorden así en ese espacio —olvidando el camión lleno de trastos que habían traído del Krutenau, a los que había prometido echar un vistazo, cosa que jamás había hecho—. No te lo vas a creer; mermelada de hace tres años, peras en almíbar abandonadas por Frankenstein, el tiroides y el tálamo. —Si él lo hubiera sabido… cosas hechas por Ruth durante una pasión adolescente por el vinagre, cinco años atrás en el campo… «El pequeño hogar en el oeste», como lo llamaba Piet con sarcasmo. Y me gustaría estar allí ahora, pensó Arlette reprimiendo lágrimas de autocompasión, olvidando todo aquel humor holandés áspero por la sopa de guisantes fuertemente adobada con penicilina.
Ahora ella iba a empezar también a refunfuñar entre dientes.
Se fue cociendo a fuego regular durante un par de horas, antes de explotar. También se utiliza una hoja de afeitar para abrir un absceso.
La discusión, cuando llegó, fue algo temible.
—Igual que una maldita criada vieja con el delantal. Sociólogo… ¿qué es eso? No existe. Inglés aficionado.
—Ah, sí, ahora vamos a oír algo más sobre Piet el Profesional.
—Pinchando a la gente. Metiéndose con los franceses. Las mujeres más bárbaras y retrógradas de Europa, lo hemos oído todo. La gran yegua inútil y perezosa. Todo su cerebro está entre sus piernas, e incluso eso se ha desecado.
—Malgastan toda su existencia, en el momento en que su función biológica deja de ser el centro, se recuestan cómodamente y esperan a ser abuelas. Hacen punto y conservas y discuten con sus hijas por su manera de educar a sus hijos.
—No quería volver a casarme. Tú me empujaste a ello, para ocultar tu propia esterilidad, insistiendo en esta actividad idiota, en mezclarse con cosas que deberían dejarse a la policía, y en el instante en que se pone un poco difícil, oh, el gran alboroto por la mujercita. ¡Yo! Yo, a cuyo marido mataron de un disparo en la calle, un hombre que durante años había ido con una cadera destrozada por una enorme bala de rifle que una estúpida belga le disparó. ¿Crees que no sé nada de la violencia? Viví con ella veinte años, día tras día. Mientras tú estabas lloriqueando en tu cochecito preocupado por tus satisfacciones anales. —Este retrato simplemente glorioso de Arthur a los dieciocho meses de edad, con un trajecito de juego, leyendo a Freud y viendo a mamá con la más negra sospecha produjo aullidos, hipos y carcajadas histéricas. Finalmente se dio un golpe en la mano con la mesa y se meció hacia adelante y hacia atrás en silencio, con dolor intermitente. Arthur sirvió dos vasos de whisky.
—¿Qué es este asunto de amar a la gente? —preguntó ella retóricamente.
—Laurens van der Post, en algún sitio, habla acerca de amar África. Muy bien. Aspereza y dolor, crueldad y calor. Pinturas de salvajes sudafricanos y casuchas de hojalata. La increíble riqueza y belleza, y no puedes dar un paso sin tropezar con huesos blanqueados. No puedes ver fuera del Land-Rover por la cantidad de moscas que hay en el parabrisas. No es un lecho de rosas, cariño.
—Puedo resistir, venga lo que venga.
—Él se vuelve un poco loco. Te llevarás muy bien con el viejo fulano de tal porque los dos amáis tanto África.
—Así que ¿puedo salir?
—Puedes ir a donde te plazca y hacer lo que te plazca. ¿Puedo ir contigo?
—¿Incluso si no puedes?
—Entonces vayamos al cine. Woody Allen, si puedo elegir.
—¿Y la policía?
—No sé nada de la policía, ni me importa. No, sé mucho de ella. No nos dirán nada. No sirve de nada esperar que tu amigo el comisario venga a verte, fumando su pipa, y te lo cuente todo, no lo harán.
—Me está permitido hacer mi pequeño circo, ¿verdad? Está bien siempre que se les deje completamente tranquilos, siempre que no grites pidiendo ayuda, que no digas que te han atacado, siempre que yo no diga nada que de alguna manera pudiera incomodarles o molestarles. Lo sé desde hace veinte años.
—Está bien, tropiezo con algo que sin saberlo seguí cuando era asunto suyo. ¿Lo de Demazis fue accidente o suicidio, y realmente importa? Probablemente fue homicidio, pero ésa no es su manera de pensar; ellos están ligeramente interesados: podría demostrar algo. Me tranquilizan y me calman, pobrecita, no se preocupe, nosotros velaremos por usted. Todo pan con mantequilla y huevo duro, sólo quieren que me esté quieta y que no levante más polvo.
—¿Piensas que no están vigilando el lugar?
—Dios lo sabe, podrían estar allí y nosotros no saberlo. No tienen a un hombrecito ahí, en el Observatorio, con binoculares. Podrían fingir no hacer caso de todo el asunto, o podrían merodear ostentosamente esperando provocar algo. Cualquier cosa que nos digan, puedes estar seguro de que es mentira.
—O sea que si sales…
—Tengo miedo de hacerlo, pero es necesario que lo haga. Llevar una vida normal, dicen ellos. ¿Qué es, me pregunto, una vida normal?
—¿Qué dice Madame le Juge?
—No dice nada. Le molesto. Soy una especie de hermafrodita, no lo bastante competente para realizar un trabajo de hombres de una manera masculina, ni con la sensatez de desempeñar uno femenino. Menos mal que no te ha visto limpiando la cocina.
—Tampoco yo le impresionaría.
—Que la zurzan. Madame le Juge —dijo Arlette, con aires de Luis Catorce— soy yo.