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La policía judicial

—No le molesta mi cigarro, ¿verdad? Bueno, relájese. Nadie sabe que estoy aquí, ni nadie lo sabrá. Mi coche lleva un Esculapio. Ya sabe, la pequeña insignia con las serpientes. Un médico, ¿de acuerdo? Sólo por si la están vigilando. Pero tengo que saberlo todo, como comprenderá.

Ella miró a Arthur. Arthur miró al comisario. Dígaselo usted.

—La han marcado en la mano con una cuchilla de afeitar. Es una variación de una vieja ley que aparece en las películas de gángsters de hoy en día. Es conocida como la croix des vaches, y se hace en la cara de la gente que ha hablado demasiado con los policías. Lo cual nos dice muchas cosas.

—Esto, junto con la manera como te comportaste, y el hecho de que el coche no tuviera ninguna señal, me dio a entender muchas cosas —dijo Arthur en tono de disculpa.

—Por cierto, haré venir a un médico. Las amiguitas que estudian medicina están bien, pero no queremos correr ningún riesgo. Se lo repetiré, por si no lo ha entendido. Se trata de profesionales. No necesariamente del tipo que sale en el cine. Tampoco buenos profesionales, lo que hicieron fue sólo medio hábil. Quizá pensaron que usted era una aficionada desesperada y que produciéndole una gran cicatriz abandonaría el asunto. En eso, sospecho, puede que la juzgaran mal.

»Digámoslo así. Ha tropezado usted, quizá por accidente, con una operación profesional. Es muy posible que no sepa de qué se trata. Ellos pensaron que sabía más de lo que en realidad sabe. Dos conclusiones. Esto ahora pasa a los profesionales, que es por lo que estoy aquí. ¿De acuerdo? Y dos, tenemos que efectuarle un buen interrogatorio para averiguar qué es lo que sabe y lo que no sabe. Ahora no está en forma, pero sí lo estará dentro de uno o dos días. Ah, otra cosa. Lo haremos aquí en su casa. Y, por cierto, le aseguramos protección. ¿De acuerdo?».

—Sí.

—Habrá una o dos invasiones a su intimidad, así como intervenir el teléfono.

—No es necesario. Va conectado a una grabadora.

—Pondré eso —dijo Arthur— que dice que Miss Otis lamenta no poder cenar con usted esta noche.

—Luego, cuando pueda, responda al teléfono con normalidad, pero déjelo conectado para grabar. Y notifíqueme enseguida cualquier cosa extraña. De todas maneras, tenemos a alguien aquí. Una mujer, creo. Me gustaría hacerlo con mujeres, si es posible.

»De modo que no voy a molestarla hoy. Me gustaría saber si es probable que exista algún indicio de su aventura de anoche. Por cierto, me han dicho que llevaba la pistola. ¿Esperaba algo?

—No realmente. La llevé porque era algo diferente, e iba de noche a un barrio extraño. No tuve oportunidad de acercarme. Me metieron en el coche —dijo ella.

—Entiendo. ¿Es probable que haya alguna marca en el coche?

—Lo dudo… por la manera confiada con qué actuaron.

—Exactamente. Hoy en día, las ocasiones en que se consigue algo por las huellas son la excepción. Traiga el coche, ¿quiere, doctor Davidson? O es posible que lo roben… como coincidencia. Ahora, ¿tiene alguna idea de adónde la llevaron?

—Algún sitio detrás de Robertsau, porque reconocí la Rue Melanie en ambas direcciones. Pero no creo que pueda decir exactamente dónde, ni siquiera con mucho trabajo. Además estaba lloviendo. Ni siquiera pienso que haya huellas de pisadas… recuerdo que dijeron algo así como que debían de tener cuidado con eso.

Él afirmó con la cabeza.

—¿Alguna posibilidad de identificar las voces?

—Tal vez —con cara de duda.

—Sí, es una prueba de tipo desfile de identidades. Un juez no le creería. Bueno, veremos. Ahora, el doctor Davidson me ha estado hablando de algunas preocupaciones suyas. Almorzó en la ciudad.

—Sigo pensando en los narcóticos. No lo admitía por demasiado melodramático. En vista de lo que ha ocurrido, no soy capaz de decirlo. —Con voz vacilante le contó lo de Marie-Line—. Pero ahora que usted lo sabe… ya me he metido en un buen aprieto. Los médicos. Si empieza, se pondrán furiosos. Considerarán que he faltado a su confianza. —El comisario afirmó con la cabeza, nada sorprendido.

—Mi querida muchacha —dijo en tono paternal—, no me relaciono con los médicos si puedo evitarlo. No estoy hablando de estar amenazado por todas las enfermedades que ellos mismos más temen. Estoy hablando de un grupo superprivilegiado que irá extraordinariamente lejos en la hipocresía y el perjurio para defender esos privilegios.

—Había historias de recetas robadas y falsificadas.

—De ahí la mano dura sobre su amiguita Marie-Line.

—Creí que todo parecía de aficionados y que era en pequeña escala.

—Y lo es.

—Pero eso… quiero decir… si fuera profesional…

—¿Cuál es la Regla Número Uno, diría usted? Bueno, para que no la pescaran. No distribuir en la zona donde usted misma opera. No hay una gran cantidad de narcóticos repartidos en esta zona. Muchos más hacia el sur y en la frontera suiza, y en Alemania. Allí los beneficios son mucho mayores. Fíjese en la situación geográfica de Estrasburgo. ¿De dónde viene casi todo el material? Principalmente de Holanda. Ese tren que va de Holanda a Italia… antes se hacían muchos chistes en este sentido. Hemos registrado ese tren varias veces. El material viene por carretera. Déjelo ahora; se está fatigando. Usted seguía pensando que había dos asuntos diferentes, y eso la confundía. Y los hay. Investigando un poco al azar la venta de píldoras a los estudiantes tropezó con algo real, y no se lo acabó de creer. Intente pensar en ello; volveré mañana.

—¿Cómo te encuentras? —preguntó Arthur cuando regresó.

—Bien. Me duele la mano, nada más. Puedo comerme el bistec. Tendrás que cortármelo.

—Bien. Tómate la pastilla.

—Pastillas… te quitan el apetito, te dejan mareada, deprimida y probablemente restriñen. Lo que de verdad quiero es una botella de borgoña, ése es el auténtico específico para la pérdida de sangre. —Pobre Arthur, estaba tan animado como si se hubiera bebido la botella.

El pobre Arthur se convirtió alarmantemente en el buen Arthur. El bistec era un solomillo con hueso. Tenía tuétano. Había berro y una taza de caldo. También un ramo de flores. El bistec fue demasiado para ella, pero él no tuvo ningún inconveniente en terminárselo. Hablaron poco.

—Lo que encuentro digno de atención —dijo Arthur— es Demazis, un hombre que probablemente estaba involucrado en una operación delictiva y que por ello parecía desdichado; que trató de confiar en alguien y eligió a una mujer. Esto hace que el asunto merezca la pena.

—Mmm —dijo ella—. Lo siento, cariño; quizás he comido demasiado. —Y el borgoña era soporífero. Él salió y sacó la basura, después de sugerir con mucha delicadeza que le haría la cama y recogería la mesa.

Uno está solo. Lo está y siempre lo estará. Y cada vez más. Ella se dio cuenta de que tenía una suerte excepcional. Un buen matrimonio y un buen hombre. Además, el segundo. En realidad no había querido volver a casarse. Lo había hecho por razones malas y egoístas.

No del todo. Arthur había pasado una época muy mala, y merecía algo mejor. ¿Y era una buena idea aferrarse a la viudez como a un confortable viejo abrigo de pieles? ¿Era justo para los hijos? Ellos tenían su propia vida, y ella no quería las brillantes visitas familiares, para animar a mamá con una demostración de solidaridad familiar, una conversación sobre los viejos tiempos, algunos recuerdos sentimentales disfrazados con detalles divertidos y sacados a relucir, reuniones familiares gestadas y practicadas entre las flores para el cumpleaños de mamá o Todos los Santos y la obligatoria botella de champán. Un chico estaba contemplando la posibilidad de casarse, el otro dudaba. Mamá podría venir y quedarse, mamá podría ocuparse del bebé. Todos muy felices. Se llevaba bien con las nueras reales o putativas. Los chicos eran muy buenos chicos; se quedaron con buenas chicas.

Ella tenía su pensión: dinero holandés, que valía mucho en Francia. Tenía un empleo, salud. Pero si lo perdía y se convertía en una carga… podría encontrarse sola.

La paciente bondad de Arthur era tan real como su generosidad, su sencillez. Bueno, ella había tenido algo que dar. Sin ella, se habría convertido cada vez más en el excéntrico profesor; chifladuras y comedias para ocultar la desecación constante de una personalidad fértil, amargada por los fracasos de su vida.

Sí, un matrimonio maravilloso. Pero como el propio Arthur decía, «On est tout seul, ma poule». Siempre y de modo inevitable.

Sí, iba bien. Norma, Demazis, la pequeña Marie-Line… qué solos estaban. Sí, incluso Demazis.

Ella no había estado de acuerdo con Arthur. El pobre Albert —qué extraño que tuviera las mismas iniciales que Arthur: esto la había atraído, absurdamente— no había confiado en ella. Era una noción sentimental. Un hombre que siempre complicaba las cosas, que se dio cuenta quizás al final de que no había una salida real, y si le mataron, o se mató, o esperaba quizá que le mataran fue un tanto oscuro. ¿Confiar en una mujer?

Ella se encogió de hombros. Contaba quizá con la curiosidad y tenacidad femeninas… o en la vanidad.

Se miró las manos. Le dolía, de una manera letárgica. ¿No habían sido bastante estúpidos los secuestradores? No, esperaban que reaccionara de una manera masculina, se tragara la lección y sacara provecho.

Sin duda es del género idiota. Si hubiera sido un hombre la habrían matado.

Bueno, siendo Arthur Davidson lo que era, ahora era asunto de la policía. Y ellos no tendrían que soportar ninguna tontería de mujer. Con mucha educación la habría apartado y llevarían el asunto a su manera.

Una débil obstinación se agitó dentro de Arlette. Pero sería mejor que saliera y se lavara los dientes antes de que se desplomara. Había dormido todo el día. Y estaba preparada para dormir toda la noche.

Arthur Davidson, fregando platos y disfrutando con ello, pues por una vez podía hacerlo como era debido —ninguna mujer tenía idea de cómo fregar platos— puso en orden la cocina, se sentó un rato en el cuarto de estar jugueteando con una pipa en la boca sin fumar y mirando la pantalla de televisión sin verla realmente; fuera lo que fuese… Cuando empezó a charlar demasiado se decidió a apagarla, pensó en una cosa, rebuscó entre los discos hasta que encontró el Viaje de invierno de Schubert y lo puso. Era apropiado.

Una hora y media más tarde se levantó y se acostó. Su esposa estaba profundamente dormida. Sonrojada, y un poco sudada. El borgoña, o esa estúpida menopausia, ¿o el radiador que había olvidado apagar? Un poco de cada cosa. De todos modos, estaba bien arrebujada en el complicado «nido» que se había preparado. Tenía una peculiar sonrisa obstinada en el rostro. Sonrisa de satisfacción total. Abrió la ventana. A ningún otro francés le gustaba el aire fresco por la noche. Debía ser porque había vivido en Holanda. Las mujeres francesas son más duras que los hombres. Esto era un axioma, y como la mayoría de ellos, sospechoso. Todo lo que Davidson estaba preparado para decir sobre el tema era que se sentía feliz con la suya. De todos modos era una solemne tontería. Si fuera holandesa o inglesa sería igual. Hoy en día, las mujeres francesas ya ni siquiera querían cocinar, las muy tontas. Malditas mujeres, pero yo soy feliz con la mía. Con esta cancioncilla se quedó dormido.