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Continuación del accidente desagradable

Arlette no tenía ni idea de cuánto tiempo estuvo sentada, inclinada, inmóvil. Muy gradualmente, poco a poco, volvió en sí.

La suave lluvia seguía golpeando en el techo. No hacía frío, pero ella tenía frío y cada vez más. Con cada momento que pasaba se iba quedando más aterida, más entumecida. Pronto se quedaría sin fuerzas. Debía moverse. Si se movía la sangre volvería a fluir. Su mano no era más que un lío pegajoso y húmedo; no sabía si todavía brotaba sangre. Le pareció que no. La palma. Seguro que allí no había ninguna arteria. ¿O sí? ¿Eran muy profundos los cortes? Pequeños vasos sanguíneos… con un poco de suerte la constricción del esparadrapo en la muñeca y el tosco vendaje habrían detenido la hemorragia, y empezaría la coagulación.

Dios mío… ¿y si le habían cortado un tendón? Quizá nunca pueda volver a utilizar mi mano derecha.

Será mejor que no pienses en eso. Haz algo. No tienes las piernas atadas. Deberías poder abrir la puerta del coche, salir a la calle. ¿Caminar? No, caminar no: ¿caminar con las muñecas pegadas a las rodillas… lo ha probado alguna vez? Podría cruzar una habitación, pero no llegaría muy lejos en una carretera desierta, y no hay mucha gente en la calle a las tres de la madrugada. ¿Tan tarde es? ¿Había perdido el conocimiento? Examinándose el cuerpo, y pensando en ello, parecía que no había pasado nada, salvo que… sí, había mojado los pantalones. Lástima de pantalones. Y Annick había trabajado mucho en ellos. Pero había cosas más importantes en el mundo. Como su cabeza, que estaba ida, vacía, de un modo alarmante.

Baja la cabeza. Tiene que estar más baja que el resto del cuerpo. Moviéndose lenta y tímidamente, porque si caía entre los dos asientos no podría salir, se tumbó de lado. La cabeza abajo, las piernas arriba.

Podía romper la ventanilla a patadas. ¿De qué serviría? Podría no ser tan fácil como parece, con el cristal de seguridad, y aparte de estropear el coche, ¿serviría de algo? ¿Vendría alguien y vería unos pies agitándose fuera de la ventanilla?

Ayúdate tú misma. No confíes en que lo hagan los demás.

Puedo bajar la cabeza hasta los muslos. La cinta aislante es suave. Pero tiene los bordes duros donde está pegada al tejido de los pantalones desagradablemente sucios. Si frotas el borde con el otro borde, el borde pegajoso de debajo de la oreja, podrías quitarte esta mordaza. Y eso sería un comienzo.

Funcionó. Fue mucho más lento y más laborioso que un perro cuando se rasca o un gato cuando se lava, pero mediante repetidos esfuerzos de la cabeza y cuello la cinta adhesiva se enrolló hacia atrás, milímetro a milímetro, muy despacio, y al fin ¡oh, qué felicidad!, pudo respirar por la boca, moverla, gritar, pero no iba a gastar energía gritando. Tenía la boca magullada y sucia por los restos de materia pegajosa, pero ahora volvía a tener dientes, y mordiendo la cinta adhesiva que le rodeaba el muslo izquierdo con muchísima paciencia al fin liberaría su mano izquierda. Esto era interminable, pero también dio resultados. Sí. A la larga. Como una maratón. Respiraba pesadamente, estaba mareada y la cabeza le daba vueltas, pero tenía libre la mano izquierda, y ésta liberó los ojos, y ahora sólo era cuestión de tener paciencia y relajarse.

Algunas veces uno estaba demasiado relajado, y algunas veces no lo suficiente. La balanza estaba equilibrada con demasiada precisión.

Ahora estaba completamente libre, con una mano derecha inutilizada envuelta con pegajoso esparadrapo. No serviría de nada, pero podría mantener las cosas más limpias; utilizó el esparadrapo que se había quitado de la boca y los ojos para reforzar el vendaje. Le asustó pensar que había perdido mucha sangre. Trató de utilizar el sentido común, y se dijo que toda aquélla inmensa cantidad de sangre era probable que sólo llenara una taza de café. Menos de la que te sacarían si fueras donante, mujer. Y ahora puedes moverte. Lo que es más, Arlette, vas a conducir este coche.

Dios. Se habrían llevado las llaves y las habrían arrojado a los arbustos.

No. Todavía estaban en la cerradura. Arrodillándose en el asiento del conductor, quitó el freno de mano con la mano izquierda.

¿Y ahora qué? Puedes conducir con la mano izquierda, pero cambias las marchas con la derecha y la tienes inutilizada. Con unas cuantas maniobras más consiguió poner la segunda marcha. Adorable, hermoso pequeño Lancia, vas a llevarme a casa en segunda.

Hubo otras muchas dificultades. Poner en marcha el coche, conectar los limpiaparabrisas, encender las luces. Cuando llegó a mitad de travesía tuvo que hacer marcha atrás. Esto fue lo peor. La caja de velocidades gimió y chirrió. ¿La arrestaría la policía por estar borracha?

Dio muchas vueltas, pasando por calles que le parecían vagamente familiares y luego resultaba que no lo eran, y cada vez regresaba a los mismos cruces, pero al fin consiguió deshacer el ovillo y sí, definitivamente ésta era la Rue Melanie.

Al final de la Rue Melanie, justo antes de salir a la High Street del Robertsau, está el Hospital Saint-François. La mano debía ser examinada por un profesional. Pero… no. Lo prioritario era llegar a casa. Y le harían muchas preguntas. Esa parte de la lección la había aprendido. No quería que le hicieran muchas preguntas, puesto que ninguna de las respuestas serviría de nada.

Sólo eran las dos y media; creía que debían de ser las cuatro al menos. En la carretera principal aún había juerguistas, pero nadie vio nada digno de atención en un pequeño coche que circulaba despacio. Arlette cruzó el gran puente de después del Palais de l’Europe, giró para bordear la Orangerie, salió a su pacífico y familiar Boulevard de la Marne. No había nadie a pie en la Rue de l’Observatoire. Cuando se acercaba, a la puerta de su casa caminando como borracha, un coche que estaba aparcado se alejó, pero ella ni se inmutó. Quizás habían comprobado que llegaba a casa, o quizás era pura coincidencia, ¡no le importaba! Lo único que necesitaba ahora era a Arthur. Le quedaban fuerzas suficientes para subir la escalera. Encendió las luces.

—¡Arthur, Arthur, Arthur!

Por muy despistados y carentes de coordinación que los ingleses puedan ser en los pequeños asuntos cotidianos, no se les puede reprochar cuando el suceso es grave. Él estuvo fuera de la cama y de pie con sólo oír el tono de voz de Arlette, antes de que encontrara las gafas, se las pusiera y echara un vistazo. La acostó en la cama, le puso almohadas debajo, chasqueó el labio inferior con los dientes al verle la mano, y regresó al cabo de diez segundos con una botella de alcohol. Ella le hizo una seña débilmente con la mano izquierda diciendo que no, no irá bien, pero bebió un poco, y se sintió mejor.

—Té —dijo.

—Claro. —Un remedio inglés para todo salvo la muerte. No té árabe, Annick querida, aunque el tuyo me ha hecho todo el bien del mundo. Té inglés, denso como la sopa, o la leche, Super-Ceylon de Lipton. Instintivamente, le trajo éste. Echó un vistazo a su mano.

—Es horrible, pero parece que ha dejado de sangrar. No quiero tocarlo ahora.

—Manchará las sábanas. Trae una funda de almohada vieja. No, ayúdame a desvestirme primero, me he meado en los pantalones. Quiero ducharme. O darme un baño, quizás. Ayúdame.

¡Pobre hombre, queriendo hacer diez cosas a la vez, y todas bien! Ella sentía lástima por él, tan pálido y tembloroso. Igual que la mayoría de las mujeres, sabía que no podía estar enferma. Los esposos acaban mucho más enfermos. Una cosa que sin embargo él pudo controlar fue su lengua. ¡Ni una sola pregunta!

—Ayúdame a equilibrarme —vacilando en el suelo del cuarto de baño—. Ay.

—¿Está demasiado caliente?

—Sí, más bien. No, no lo toques, es espléndido… Ahhh —soltando el aliento con fuerza.

—Esto también tiene que beberse muy caliente.

—Ayúdame a sentarme. Me lo tomaré a sorbos. ¿Te has fijado?: la gente de Newsweek siempre bebe a sorbos. Igual que nunca come, siempre masca o mordisquea.

—No hables tanto.

—No, pero déjame. Travis McGee se sienta en baños calientes y bebe ginebra helada.

—¿Qué se puede esperar?, tiene los ojos de color ginebra. Está bien, vamos a echar un vistazo a eso —acercando más el taburete. Había puesto un almohadón en el borde de la bañera. Hubo mucha respiración pesada durante el proceso de desvendado. La herida estaba abierta y tenía un feo aspecto. El calor del baño estaba produciendo algún efecto en la circulación y le sangraba.

—Mantenla alta. ¿Ha sido el parabrisas del coche, o un borde de metal o qué?

—No, el coche está bien.

—No me importa el coche. ¿No había nadie para llevarte al hospital?

—Yo no quería ir.

—Pero ¿quién te ha puesto el vendaje? Tosco pero por suerte bastante bien hecho. ¿Quién te ha traído a casa? —Ahora que ya no estaba tan preocupado, las compuertas se habían abierto.

—Arthur, por favor. Te lo contaré en cuanto pueda.

—Lo siento. —Se sirvió un buen vaso de whisky, cruzó las piernas y examinó a Arlette con atención.

—Tienes arañazos en los brazos, y también en el cuello. No parece que haya nada roto, y no tienes heridas internas.

—Cariño, por favor. Sólo estoy muy nerviosa, te lo prometo. Lo único que te pido es que no dejes que me quede dormida en la bañera.

—Bien. Dime lo que quieres.

—Quiero mover la mano, muy despacio, para ver si hay algún tendón cortado. No quiero ningún médico. He visto demasiados últimamente. Quiero un camisón limpio. Quiero dormir en mi cama. Primero quiero decirte que no tienes que preocuparte. No, primero quiero decirte que te quiero.

Mmm, sí; todo eso estaba muy bien: había allí un rostro lleno de inquietante obstinación británica. Ella lo lamentaba muchísimo; no le importaba. El letargo total estaba llegando ahora en grandes olas galopantes. Consiguió salir de la bañera y quedarse de pie, y dejarse secar, y abrir los brazos, y no romper las costuras del camisón limpio. La mano fue vendada y el brazo colocado en un cabestrillo. Consiguió decir:

—Otra cosa, cariño nada de policías. —Los labios de él formaron una línea horizontal; se limitó a afirmar con la cabeza.

Durmió hasta mediodía. Se sentía vivificada. Todo estaba bien. Se levantó para ir al lavabo y no todo estaba bien; estaba muy mareada y se tambaleaba. Arthur apareció enseguida, la sentó en el retrete y la ayudó a levantarse. Arlette tenía los sentidos extrañamente alerta; la puerta del cuarto de estar se encontraba abierta; se notaba un olor raro.

—¿Quién está ahí? —como si se tratara de un ladrón.

—Un médico. No digas nada. La discreción está asegurada. —El médico apareció. Era una chica joven. Realmente tuvo que echarse a reír: una de las amigas de Arthur…

—No soy médico, sólo estudiante. O sea que es práctica ilegal. Enséñemelo. Tiene un aspecto bastante feo, pero hay esperanzas —tocando con dedos suaves—. Se curará bien. Es probable que deje cicatriz. Bueno —con cierto placer, disfrutando bastante con esto—, si hubiera ido a cirugía habrían armado un escándalo. Ha perdido mucha sangre. He traído de la farmacia hemoglobina y demás. Estese quieta y mantenga la mano quieta. Coma carne cuando pueda. Tendremos que vigilarlo, asegurarnos de que puede recuperar todo el movimiento. ¿Cuándo le dieron la vacuna del tétanos por última vez? Mire, Arthur, volveré esta noche, y le daré una segunda opinión. No trascenderá.

Él no dijo nada cuando regresó. Sólo:

—¿Puedes comer?

—Claro que sí.

—Fue una hoja de afeitar, ¿verdad?

—Sí.

Trajo huevos revueltos, tomates, café. Estaba delicioso. Comió como un lobo y se quedó dormida otra vez.

Estaba anocheciendo. Las cortinas estaban corridas pero ella miró. Y Arthur conspiraba otra vez, maldita sea. Las puertas estaban abiertas, para oír si su esposa gritaba o tenía alguna pesadilla. Podía oír murmullos y oler el humo de un cigarro.

—Arthur —gritó.

Él apareció enseguida, falsamente alegre.

—Ah, estás despierta. Espléndido. ¿Quieres un poco de café? Tengo un magnífico filete para cuando te apetezca, o hígado, si lo prefieres.

—Oye, ¿has traído más amiguitas para que las conozca?

—Ah, me has pillado, ¿eh? Es igual. Sí. Tengo una visita para ti. ¿Te sientes con ánimos?

Habría debido saberlo, supuso ella. No entró con falsa alegría —no era su estilo— pero daba igual. Era el comisario de policía.