Incluso Arthur, que podría haber estado inquieto, y podía ponerse muy desagradable si ella salía por la noche sin que él supiera adónde iba, estuvo correcto cuando le telefoneó.
—Lo siento, las cosas se han complicado. Chicas juntas, atiborrándose de comida italiana en Schiltigheim. Higos, sabes, y grappa, y helado de cassata.
—Otra vez trompa, por lo que oigo.
—Sí, más bien. No te sorprendas si suelto un eructo.
—¿Qué significa exactamente que las cosas se han complicado?
—Bueno, ya sabes, el marinero calvo y hablador. Ha hecho reír a la tripulación y ha olvidado el rumbo.
—Ah, sí, con grandes mentiras acerca de su caballo de madera.
—Te lo contaré cuando llegue a casa.
—No, no, estás demasiado alegre. De todos modos, yo me quedaré dormido en cualquier momento. Me he ido a la cama con Jacques Ellul. Soporífero. —¡El austero y exigente profesor de sociología de Burdeos!
—Como un erizo, habría pensado yo, en la cama. O no, se enroscan y tienen pulgas. Un puercoespín delgado y activo, lanzándose fieramente.
—Bien, pues, que te diviertas.
Conducía de regreso a casa, sobria, monumentalmente correcta (demostrando que no estaba del todo sobria), muy por debajo del límite de velocidad, escrupulosa con las luces rojas.
Se podía trazar una línea debajo de Robert. De margen a margen; no creía que ninguno de los dos quisiera saber nada del otro. Albert Demazis: un irritante manojo de cabos sueltos, pero era mejor no preocuparse más por ello. Marie-Line: esa gran tonta, posiblemente con el estímulo de la brigada de artistas falsos, era casi seguro que había estado traficando en palfium y librium y cosas similares que los médicos recetaban con demasiada indiferencia. Habría que ir un poco más lejos en eso. Una discreta investigación en Chez Mauricette. Aquella chica, Françoise…
Llegó a la Iglesia de Saint-Maurice, se preparó para girar a la derecha. La Rue de l’Observatoire, atajo entre media docena de diferentes facultades universitarias, bulle de actividad universitaria durante el día, pero no es demasiado turbulenta por la noche. Estaba lloviendo un poco, ni siquiera lo suficiente para poner en marcha los limpiaparabrisas; apenas lo suficiente para unirse a una bruma ligeramente alcohólica de bienestar. Fue su propia lentitud, sin duda, la ligera borrosidad en la visión y la atención, lo que lo hizo todo tan brusco, rápido y fácil.
Examinó el coche como de costumbre para ver si quedaba algo detrás que pudiera atraer a los ligeros de dedos, y llevaba puestas todavía las gafas de conducir, algo muy torpe puesto que pronto estarían manchadas de lluvia. Rebuscó en el bolsillo para encontrar las llaves de casa. Maldita sea. Ahí estaban, en la mano. Estúpida, pensaba que eran las llaves del coche, pero presumiblemente, debían estar aún en la cerradura de contacto. Palpó en el salpicadero, preguntándose por qué demonios no se quitaba las gafas. Si Arthur estuviera allí estaría dando golpecitos con el pie y poniendo aquella cara de indulgencia tan masculina que significaba «tontas mujeres en coche». Alguien mucho menos indulgente le agarró la otra muñeca. Se la había lastimado Robert, así que gritó. Le torcieron el brazo y se lo tiraron hacia atrás, haciéndole mucho daño, pero no pudo gritar más porque una mano le tapó la boca que también se la había lastimado Robert y una voz baja y decidida dijo:
—No grite.
Por un segundo pensó que era Robert, y el pánico se apoderó de ella. Parecía haber varios Roberts.
El que la sujetaba abrió la parte posterior del coche y la empujó adentro. Ella entró tropezó y se agarró al asiento. Otro apagó la luz interior… ¿o eso ocurrió antes? Ese era el que había entrado muy rápidamente en el coche desde el otro lado y había cerrado la portezuela de golpe. La cogió como si fuera un paquete, la enderezó y la sujetó con fuerza con ambos brazos.
—No pelee, no grite. No pasa nada. —Le dolía demasiado para pelear, y estaba demasiado pasmada para gritar. Esto no parecía una violación. Era más bien un trabajo. El que la había empujado se sentó en el asiento del conductor. El motor caliente se encendió al instante, y de una manera suave y sin prisa se encontraron en el cruce del Boulevard de la Victoire con la luz verde y torciendo a la izquierda hacia la Rue Vauban. El coche cogió velocidad. La voz suave dijo:
—No le haremos ningún daño. No arme escándalo.
Parecía haber tres hombres, el que la sujetaba en la parte de atrás, y dos delante. El que había hablado tenía una voz educada. No era Robert ni sus amigos. No le habían hecho daño; era tan sólo que tenía la muñeca y la boca resentidas. El coche no subió la rampa del Pont d’Anvers sino que giró a la izquierda por el canal.
Esto, con la sorpresa inicial y la desagradable sensación de que pasaban otra vez la misma película, era seguramente el momento de hacer algo con el arma. ¿Qué se hacía? No podía apuntar a los tres. Era de suponer que se podía intentar con el que estaba más cerca. Muy cerca, en realidad; el asiento trasero del Lancia es una cosa íntima, y él la rodeaba amorosamente con sus brazos, no de una manera horrible como Robert.
—Le he dicho que no se mueva —dijo él. Se le ocurrió entonces mirar por qué se retorcía tanto, y su mano grande tocó la pistolera.
—Lleva un arma —con indiferencia.
—¿La tiene ahora? —dijo la voz desde delante, divertida—. Dámela. Bueno, bueno. La pongo en la guantera; no tendrá oportunidad de utilizarla por un rato.
Habían pasado por el barrio del Conseil des Quinze, cruzado el puente sobre el canal al otro lado de la Orangerie y torcido a la derecha hacia las callejuelas del Robertsau, calles iluminadas sólo en los cruces y que ella no conocía bien. Apenas podía ver nada; tenía las gafas muy sucias. Dos o tres esquinas más la extraviaron por completo. Quizás estaba al final de la Rue Melanie, cerca del Château de Pourtales.
—Eso será suficiente —dijo la voz de delante, que parecía ostentar la autoridad.
El coche se detuvo, dando sacudidas cuando dejó la calzada. Ella no podía ver nada salvo una vaga impresión de campos y árboles. El conductor encendió y apagó las luces dos veces y las dejó apagadas; quizás era algún tipo de señal.
No había necesidad de repetir ninguna instrucción. El hombre que la sujetaba gruñó como antes.
—No pelee y no le haremos daño.
Ella no tenía ganas de pelear. El hombre era alto y fuerte; bastaba una mano para sujetarle ambas muñecas y su cuerpo, que la tenía acorralada, le imposibilitaba recular o resistirse.
El hombre de delante estaba ocupado desgarrando algo. ¿Algún tejido? Obtuvo la respuesta cuando le quitaron las gafas, con brusquedad pero no brutalmente, y le colocaron un ancho parche adhesivo sobre los ojos, por el fino vello de las orejas y las sienes, y se preguntó si estaría viva para preocuparse por esto.
Le colocaron el siguiente adhesivo con más cuidado; una mano ligera le tocó las mejillas y las ventanas de la nariz, le cerró las mandíbulas, y cuando la mordaza estuvo en su lugar se aseguró de que no le obstruía la nariz. No querían que se asfixiara.
—Diga mmm-mmm-mmm —dijo la voz de delante, en tono agradable. Ella obedeció—. Bien. Sólo es para impedir que grite sin necesidad, puesto que no serviría de nada.
Como los ventiladores ya no funcionaban, el conductor había abierto su ventanilla para que entrara un poco de aire fresco. Ella lo notaba. Y en este momento, el oído aguzado por la ceguera, oyó un coche que rodaba muy despacio; un coche grande con un motor suave y ruedas anchas que frotaron la superficie que ellos habían dejado. Querido hombre, buen hombre, sea curioso por una vez. No es una pareja que hace el amor; ese temor ahora la había abandonado.
Los tres hombres estaban callados. El coche redujo aún más la velocidad. Oh qué bien, es curioso. Un poco detrás de ellos, el coche se detuvo. Ella oyó que el motor se paraba suavemente. Con una repugnante sacudida de desilusión se dio cuenta, cuando no hicieron ningún movimiento, de que era el coche de ellos. Había venido a recogerles. Como respuesta sin duda a su señal.
Estaban preparando algo nuevo, algo que se desenrollaba con un sonido chirriante. Cinta aislante, pensó, mientras le ponían la mano izquierda sobre la rodilla y le pegaban rápidamente la muñeca al muslo con cinta adhesiva.
—Bien —dijo la voz autoritaria—. Una pequeña explicación. Escuche con atención. —El hombre que estaba junto a ella todavía le sujetaba la mano derecha; se preguntó por qué no terminaban de atarla—. Se estará preguntando qué significa todo esto; ahora tendrá tiempo de pensar. Piense, pues, a fondo. No la vamos a matar, ni a secuestrar. Eso simplemente llamaría la atención, algo que no me sirve de nada. Ni siquiera estará aquí mucho rato; no está atada muy fuerte. Si no consigue liberarse pronto me sorprenderá. Si no, la encontrarán por la mañana, aunque por su propio interés le recomiendo que lo intente.
»Ha estado metiéndose en los asuntos de otras personas. Con inocencia, es posible. Pero no fue una buena idea. Esto no es más que una advertencia para que lo deje. Una sola advertencia. ¿Lo ha entendido? Responda con la cabeza.
»Muy bien. Yo no pierdo el tiempo y no me gustan los problemas. Usted me está causando problemas y no quiero tener más. Lo que sigue se lo demostrará. No soy un bruto, ni un sádico. No disfruto infligiendo daño. La herida no será permanente. En realidad, apenas se notará. Aunque usted la recordará. Deme su mano.
Entonces sí peleó, inútilmente, e intentó gritar, pero sólo produjo un mmm-mmm e hizo que le dolieran los oídos y la cavidad nasal.
Uno le sujetó la muñeca y le mantuvo la mano firme. El otro la cogió con fuerza por las puntas de los dedos, le abrió la mano en el respaldo del asiento y le hizo dos cortes en la palma formando una cruz. El corazón le dio un vuelco y emitió un sonido lastimero como el de un perro herido.
El hombre lo había preparado todo. Le colocó una bola grande de algodón sobre la palma de la mano y la cubrió con una generosa tira de esparadrapo. El brazo herido parecía estar roto por la fuerza que ella había intentado utilizar para tirarlo hacia atrás; se lo cogieron y se lo pegaron a la pierna como el otro. Ella se inclinó con la cabeza sobre los brazos, unas cuantas lágrimas calientes detrás de la venda de los ojos, una sombra de un último gemido detrás de la mordaza. Al dolor cegador siguió una gran aflicción.
—Esto es todo —dijo la voz, penetrando a través del entumecimiento—. Ha sido advertida. Ahora piense en ello. Piénselo a fondo.
El aire fresco entró en una ráfaga, impidiendo que se desmayara. Los tres habían bajado del coche.
—Cuidado por donde pisa —dijo la voz ligera con calma. Las puertas se cerraron con un golpe. Arlette estaba sola. Al otro lado de la espesa niebla roja otras puertas se cerraron de golpe, un motor aceleró, cambió de marcha, se alejó todo sonido. Estaba sola con el ruido del motor del Lancia que se enfriaba y el bombeo de su propia sangre.