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Entre Jerusalén y Jericó

El aire de la calle era tan fresco y penetrante que Arlette se sintió mareada. Era como salir a cubierta en un ferry del Canal en una travesía difícil. Por suerte estaba oscuro. Se inclinó sobre unos arbustos, plantados muy adecuadamente para este propósito por la municipalidad, y vomitó. Como la joven dama de España. Y otra vez y otra vez y otra vez. No tenía nada que vomitar. No llevaba ningún pañuelo. Se limpió la saliva con la manga. Se incorporó y se tambaleó. Junto a ella pasaba gente, pero no le hicieron caso; ellos ni la miraron. No sabía dónde estaba ni dónde había dejado el coche, pero tenía que caminar.

Debía de estar en la dirección correcta más o menos, porque reconoció el pequeño centro comercial del Maille Cathérine. Una o dos luces todavía estaban encendidas. Pero no se veía a nadie.

Sí. Había una chica sentada en la parte de atrás de una tienda, con la cabeza gacha, haciendo números. Arlette llamó al cristal con el puño. La chica levantó la vista, frunció el ceño, negó con la cabeza, dijo «Está cerrado», miró otra vez con más atención, se levantó, se acercó para atisbar mejor en el oscuro callejón. Levantó las cejas. Pero gracias a Dios no vaciló. Descorrió el cerrojo, giró la llave de la cerradura de arriba y de abajo, y abrió.

—¿Qué ocurre? ¿Está enferma?

—Me han violado.

—¡Seigneur! Vamos, entre. Cerraré con llave otra vez. Sí, ya lo veo. Entre. Tenga, siéntese. Un momento; tengo que volver a cerrar…

—Se habrá largado, el hijo de perra. Nunca le cogeremos por aquí. Telefonearé a la maldita policía, pero tardarán media hora.

—Estoy bien, quiero decir que no lo ha hecho, que he conseguido escapar.

—Tiene sangre en la boca. La ropa está destrozada. Puedo llevarla en coche, lo tengo fuera. No se les puede dejar escapar. Hemos de denunciarlo enseguida, y luego ir al hospital. Si no va, después no se lo creen. Lo siento, sé que suena horrible, pero tenemos que hacer inmediatamente un examen vaginal.

—No, quiero decir, no me ha penetrado. Yo… le he asustado. —Incapaz de explicarlo, se levantó la chaqueta. Los ojos de la muchacha se abrieron de par en par cuando vio la pistolera.

—¡Lleva una pistola!…bueno, mejor para usted… Es policía… está bien. Entiendo. No voy a hacer preguntas. No importa; le han dado una paliza. Tengo un diploma de primeros auxilios. No debe beber alcohol. Lo que ha de beber es té, fuerte y con mucho azúcar. Pondré a calentar el agua.

Era medio árabe, una cosa pequeña, delgada como un gorrión. Mechones de pelo negro en bucles recogidos atrás, ojos enormes tremendamente pintados, una boca sonrosada y tierna, de bonito contorno.

Estaba cómica con su vestido de lana ancho, sin forma; pies pequeños en grandes botas. Gentil y muy amable.

—Lamento haber armado tanto alboroto. Nadie quería saber nada, y nadie me ha ayudado. Soy fuerte. Pero una nunca es lo bastante fuerte. —Las mismas palabras de Corinne.

—Tenga, para la cara. —Algodón y alcohol de noventa grados.

—No es nada. Me lo he hecho con mi anillo. Me apretaba la mano contra la cara.

—Qué suerte ha tenido de llevar el arma. El té no tardará un segundo. —Té árabe. Verde y con menta, con mucho azúcar, hirviendo en un gran tazón con la inscripción «Annick». Del tipo que venden en las tiendas de recuerdos de Bretaña. Se lo bebió con calma, notando cómo le bajaba, cuán bien le hacía.

—Si quiere —dijo Annick tímidamente—, quiero decir, puedo arreglarle los pantalones. Tengo todo lo que necesita. En la tienda, me refiero. —Arlette no había mirado la tienda. Lana para tricotar, materiales para costura, bordados. Una maraña de objetos decorativos. Jaulas de mimbre para pájaros con brillantes loros de fieltro de colores, tornos de hilar, bastidores para bordar—. Soy hábil con los dedos —con humildad.

Lo era tanto como había dicho. Arlette permaneció sentada envuelta en una sábana, bebiendo té, inundada de gratitud, observando cómo volaban las ágiles manos profesionales. Al cabo de un rato consiguió sacarse las medias rotas. Annick le dio una aguja e hilo. Con dedos aún tensos remendó las bragas y se las volvió a poner. Annick tenía la vista bajada; la máquina de coser zumbaba, poniendo una cremallera nueva.

—Yo me habría meado encima —fue lo único que dijo. Una pausa.

—Si necesita lavarse, el lavabo está detrás suyo.

—Eres una samaritana.

—Samaritana árabe.

—Me parece recordar —turbada— que los samaritanos originales también lo eran. Hecho hábilmente olvidado.

—Puede estar segura.

—Sólo puedo decir, yo no. —La chica no dijo nada, dio la vuelta a los pantalones, mordió el hilo y le hizo un nudo con una mano. Su aguja parecía ir tan rápida como la de la máquina.

—¿Llevaba bolso, o se lo ha robado?

—No. Sólo las llaves del coche.

—Entonces, ¿tiene algún medio de transporte? ¿Puede conducir? ¿Se va a casa?

—No. Mi esposo armaría un escándalo espantoso. No quiero que lo sepa. Diría que ha sido culpa mía y tendría razón. Se enfadaría, porque él tenía miedo.

—Esto ya casi está. Digo, venga a comer algo conmigo. Necesita meter algo en el estómago, y un buen trago. Sólo que no tengo nada en casa.

—Vamos a comer algo. Encontraremos algún sitio.

—Sabe, casi todas estas noches trabajo hasta tarde, y voy a tomar una pizza o algo así.

—Me va muy bien.

—Conozco un buen sitio en Schiltigheim.

—Te seguiré.

—Conduciré despacio. Tenga. Como nuevos. Mejor, si puedo decirlo. Aunque son buenos. Es una lástima perderlos. Y están casi nuevos. —Arlette se levantó y se los puso. Los ojos de gacela de Annick se posaron en la pistolera pero no dijo nada.

—Tengo que poner en orden mi libro de cuentas. —Apagó las luces, cerró la puerta con llave, bajó la persiana—, ¿Dónde tiene el coche?

—En alguna parte, por aquí. —El suyo estaba ante la puerta de al lado, un Dyane verde esmeralda como un lagarto. Le divirtió el contraste con el relamido y pálido Lancia.

—¿Puedo conducirlo?

—Claro que sí. Te seguiré en el Dyane.

—Iré con cuidado.

—No seas boba.

—¡Yupiii! —exclamó como una niña pequeña.

El Dyane es una versión más potente y más lujosa del Citroën 2 CV. Era exactamente igual que los días anteriores a Arthur. O sea que fue algo simbólico. No iba a correr a Arthur otra vez, para decir que se había metido en otro lío, y llorar un poco, y ser llevada a la cama con una tisana después de rugir un poco y de mucho «ya te lo decía yo». Tenía que salir de ésta ella sola.

Su humillación y su estupidez ya no eran importantes. Norma se había ido y era libre. Robert, viendo la manera de vengarse y divertirse al mismo tiempo, había disparado al coche, metido la bomba en el buzón y esparcido sangre y entrañas ante la puerta. Era obvio, pero su mente hecha un lío, confundida con la tontería de Marie-Line y sus propias fantasías de gangsters que se deshacían de Albert Demazis.

Pobre Arlette. Lo que se supone que es mi cerebro se retorció antes de que lo hicieran mis bragas, pero oh, chico, ¡los dos se quedaron enredados!

Annick tiene razón; lo que ahora necesito es hincarle el diente a una buena comida sana, no a esa «exquisita» pata de pavo que hay en casa, beber mucho, y luego ir tranquilamente a casa y meterme en la cama a descansar. Y mañana todo tendrá sentido. Y sobre todo, no decirle nada a Arthur.

Calle principal de Schiltigheim, profusamente iluminada. Annick aparcó como una pluma, sin arañar los neumáticos en el bordillo. Arlette fue más torpe. Comida italiana, como en todos los demás, con redes y flotadores de cristal, corchos y botellas forradas de rafia.

—No se preocupe. Parece falso. Pero la pizza es real. Esa está bien —inclinándose sobre el menú y dándole unos golpecitos—. Eh, Arturo. ¡Finocchio! Gran fiasco clásico —Arlette rápidamente se puso de buen humor, porque Annick se animó después de dos tragos. No sabía hablar italiano, pero lo que sí hablaba era la antigua lingua franca levantina, de árabe, provenzal y español mezclados.

—Sí, es práctico. Un día había dos policías, y empezaron a decir cosas realmente asquerosas, pensando que yo no podía seguirles, y yo me puse a decir cosas aún más asquerosas y se quedaron boquiabiertos.

«El Pirata Genovés», pensó Arlette en la parte Davidson de su mente: «El infierno les hizo inclinarse hasta que se balancearon. Sangre, agua, fruta y cadáveres en la bodega».

—¿Tomamos otra pizza, una distinta? ¿O unos spaghetti entre las dos? —«Pero ahora, suavemente surcan mares modélicos»—. Yo puedo hablar un poco de provenzal.

—Nací en Constantina. Mi padre era polaco de Sidi Bel Abbes. Árabe por los dos lados. Podía haber tenido ojos azules y espaldas de minero, piénselo. —Arlette se rio; la muchacha no era nada sentimental consigo misma.

—Una gran yegua rubia blanda y tonta. —Como yo, vaya.

—Los hombres —dijo Annick— dirían que da lo mismo cuando se lleva un saco sobre la cabeza. Así que haz la guerra al saco.

Sí. Se hacían esfuerzos. Era la respuesta a la pregunta de por qué ella estaba deambulando por Hautepierre por la noche con una pistola encima, pregunta que la muchacha tuvo la prudencia de no hacer.

—Ya sabe dónde encontrarme —dijo Annick cuando salieron—. Agujas, hilo, todo lo necesario para mantener ocupada a la mujercita e impedir incluso que piense. Ciao.

—De veras que no lo olvidaré. Lo otro ya está borrado. Esto no.

—¿Lo otro está borrado? —alzando la ceja pintada de un modo extravagante.

—El tipo que fue a Jericó. Cayó en manos de los ladrones. Nadie recuerda a los ladrones. Sólo se recuerda al samaritano.

—Claro —dijo Annick—. Son unos grandes almacenes de París. Como nosotros, siempre buscando nuevos servicios que ofrecer a los clientes. Utilice nuestra tarjeta de crédito.