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Percutor protegido

El cinturón para la pistola era ancho, plano, de cuero blando procedente de algún animal de nombre extraño, y no era peor que llevar corsé, cuando te acostumbrabas. Tenía dos hebillas que no molestaban y daban un poco de volumen a una cintura que, para empezar, no había sido exactamente famosa. Como tenía propensión a ser robusta un poco más abajo —eufemismo por un trasero grande— quedaba bastante proporcionado. La pistolera era algo mucho más pesado. Más rígida, de más peso, una pieza de talabartería, con un mecanismo de muelle; podías probar a llevarla delante o detrás del hueso de la cadera, siempre permanecía hostil a la pelvis femenina. En la intimidad del cuarto de baño, donde la llevaba más o menos donde guardaba su apéndice, era histéricamente divertido; combinado con botas y sombrero, parecía la Chica Playboy del Mes. Fuera del cuarto de baño, era mucho menos divertido. En la parte de atrás, imposible. Se peleaba con el trasero y sobresalía demasiado.

—Los americanos, creo —dijo Arthur con cara seria— llaman a esto arma del vientre. Buen nombre. Ella era remilgada respecto a llevarla encima como el diafragma en los viejos tiempos. El arma en sí añadía un poco de peso pero poco volumen: tenía el cañón corto. Totalmente inexacta si no ineficaz en distancias no muy cortas, dijo la policía, pero usted no querrá arrancarle una de la mano del tipo. El propósito es hacerle caer al suelo, y eso lo hará, seguro.

No era un objeto demasiado feo; incluso habría sido bastante bonito de no ser por un bulto que sobresalía en la parte trasera y estropeaba las proporciones, llamado percutor protegido; una cosa técnica, explicó Corinne, ideada para impedir que las bufandas largas con flecos se enreden en el mecanismo y lo traben.

—No lleves bufandas con flecos. O con borlas. Ni nada en absoluto salvo quizá demasiado teta. —Pero tuvo que aguantarlo, y después de experimentar con varias clases de chaqueta ancha, un poco como si estuviera embarazada (por suerte ella era lo bastante alta para llevarlas; pobre Corinne, que era de las regordetas) y «mis pantalones de hondero», muy caros pero de muy buen corte, sin bolsillos, sin posibilidad de llevar corsé, había abandonado casi toda su timidez.

Pero ésta era la primera vez que lo llevaba en el trabajo.

Se puso el delantal antes de salir. Cocinar con una pistolera también era una sensación peculiar que nunca había experimentado. Tenía una pata de pavo, y un poco de relleno; al menos quedaba un poco de pan, un hígado de pollo y una cebolla. Sacó el hueso, embutió el relleno, y lo puso a cocer a fuego lento con unos cuantos tronchos de setas más bien negros.

—No me esperes, puede que llegue tarde a cenar —dijo a la cassette—. Se cocerá sin ningún problema.

En el coche tuvo problemas con la pistola. El respaldo del asiento era demasiado recto, y la pistolera se le clavaba de una manera no sólo obscena sino sumamente incómoda. Bajó el respaldo y luego tuvo que forcejear un buen rato como si estuviera poniéndose bien las bragas, y esperó que nadie la estuviera mirando. Ahora los dos retrovisores estaban mal colocados. Eran las seis treinta cuando llegó a Hautepierre.

No sabía nada de Robert salvo que era conductor de camión de largo recorrido. En efecto, fuera del «anillo» había un gigantesco camión articulado. No sabía si le pertenecía a él; parecía improbable. Gossamer International, decía en grandes letras. Fajas, Medias y Sujetadores; ¿había tanto hilo fino en el mundo? Esto pertenecía a los Hermanos Marx y no a Robert.

Entró en el bloque, en el fuerte olor a huesos de jamón y col, evitando el ascensor. El lugar estaba como antes, ni limpio ni realmente sucio, pero parecía más desnudo, más triste, más sórdido. Quizás era la hora del día. Caía la noche, los hombres y las mujeres venían a casa cansados de trabajar, amargados e insatisfechos. ¿Cuántos sentían afecto y alegría y felicidad al regresar a casa? Quizá era el saber que Norma se había ido; con su talento para disfrutar de la vida, sus hijos con su ávida curiosidad, su conocimiento de que el mundo era un mal lugar pero que se le puede hacer burla. ¿Sentimental? Sí: desde que Víctor Hugo la hizo llorar con la muerte de Gavroche. Pero hay una escena mejor; aquélla en la que Gavroche rompe las farolas de la tranquila calle burguesa, inmortalizada en los archivos de la policía como «Ataque nocturno por revolucionarios peligrosos». Los hijos de Norma romperían cabinas de teléfonos. Muy lamentable. Pero ¿a quién telefonean los pobres? ¿Al médico, a la policía, al alcalde? ¡Seguro que no!, como ellos dicen. Si los niños siguen faltando a la escuela, una se empieza a preguntar qué pasa con la escuela.

Arlette llamó a la puerta. El pájaro estaba en casa. El ruido de la radio le llegaba con claridad. El mundo del camionero de largo recorrido está poblado de un modo curioso, y la radio es un pulmón con el que respira. Oyó que alguien arrastraba los pies y un golpe. Una mujer habría inspeccionado a la visita inesperada a través de la mirilla, pero la última sombra de duda quedó eliminada al instante por aquella radiante sonrisa:

—Vaya, hola.

—Hola, Robert. —Él volvió a sonreír, muy divertido.

—Vamos, entre. —Y ella entró.

Una confusión del pensamiento, de demasiados pensamientos, y ninguno de ellos bien pensado… Hubo en verdad una voz que dijo: «Oh, Arlette… Idiota…» pero también hubo el pensamiento que dijo: «Entonces ¿para qué has venido?». Vanidades: «no crees realmente que no puedes hacer frente a un payaso así. Está bien pues; ¿por qué pensabas que necesitabas un arma? En cuanto a eso, bien; pasearse sola por la noche por un lugar como Hautepierre podría no ser muy seguro».

Esnobismo: «está esa mujer despreciable del piso de enfrente, probablemente escuchando detrás de la puerta. Uno tiene cosas de que hablar; no es asunto de los vecinos. ¿Soy la clase de persona a la que hace quedar en el umbral de la puerta, como si fuera Testigo de Jehová?».

Autosatisfacción: «Borraré esa sonrisa de la cara de Robert. No es necesario que suponga que soy su víctima o su pichón. Necia inexperiencia, en realidad. Y la misma veta de sentimentalismo que le había hecho equivocarse con Norma. Se puede ser sentimental con los niños. Víctor Hugo, paseando por las afueras del viejo París amurallado, escuchando fascinado la jerga de un pilluelo, casi dejó de ver que otro le había cortado limpiamente el chaleco con una hoja de afeitar y le había quitado un hermoso reloj de oro. Al principio dijo: “Bueno, maldita sea”, y luego: “Me lo merecía” sin ningún rencor».

Pero el gamberro fisiológicamente adulto… Arlette había tenido ese tristemente confuso cliché de «un diálogo» en su mente. Y también le había parecido, de un modo oscuro, que de alguna manera le había hecho una jugarreta a Robert. Igual que él sencillamente había pensado…

Se podía decir enseguida, por el olor, que Norma ya no estaba allí. No es que estuviera sucio, hablando estrictamente. Un hombre acostumbrado a estar solo, a cuidar de su camión, sigue algunas reglas. No era más que mala ventilación y la amigable negligencia de un hombre que espera encontrar el destornillador donde lo dejó, que era en el fregadero. Como un chiquero… un día de estos haremos limpieza, cuando se haga un poco excesivo. Ningún hombre ha sido jamás capaz de entender por qué las mujeres se preocupan tanto de lavar los platos. Se lavan cuando no queda ninguno limpio.

El cuarto de estar, aunque lleno de revistas con las esquinas dobladas y ceniceros sin vaciar, tenía un confort disoluto. Un hombre que gana dinero, que tiene confianza en su capacidad de ganar más. Sillas caras y equipo de alta fidelidad, y extrañas cosas chocantes, algunas de buen gusto y muchas muy malo, pero ¿qué importa? Las cosas de un hombre que echaba un vistazo y decía «me gusta eso» sin vacilar. Puede permitírselo, así que ¿por qué preocuparse?

—Tome una copa —dijo Robert.

—Está bien.

—Siéntese. No tenga miedo —disfrutando mucho ahora.

—La asusté, ¿verdad? Está bien, no le guardo rencor.

—No fui a la policía. Pensé que quizá le diría por qué había decidido no ir.

—¿Cómo ha sabido adónde ir?

—¿Cómo supo usted adónde ir?

—La vieja de enfrente. Ella la vio. Chafardeó un poco, escuchó un poco, lo de siempre. Arranqué el resto a los niños. Así que pensé que usted había metido la nariz en mis asuntos, veremos si le gusta, para variar. ¿Le gustó?

—Lo entiendo. Pero supongamos que hubiera ido a la policía. —Robert resopló, divertido.

—No había pruebas. ¿Qué, yo? No tengo ningún interés.

—¿Y la vieja?

—Sabe que es mejor no hablar con la policía. Sabe que recibiría un buen golpe en las costillas si lo hiciera.

—¿Y Norma?

—Se ha ido, ¿no? ¿Ha vuelto a Inglaterra? No sabe nada de ello, ¿no? No me preocuparía ni por un instante. Los polis vienen aquí y dicen qué es esto, qué es aquello, y qué sabe usted de eso. Nada. No me interesa. Demuestren lo contrario. —Se sentó en el gran sofá «masculino», se estiró, bostezó, mostrando una buena dentadura, cruzó los brazos sobre el pecho y se rio otra vez en silencio—. Pum, a través del parabrisas. Apunté con cuidado para no darle a usted. Sólo hacerla temblar. Oooh, los gangsters están aquí. Un manojo de petardos infantiles, no hacía falta pensar que podía seguirles la pista, los compré en Alemania. Bum, gran ataque de bomba. Hizo temblar a los vecinos también. ¿Quiere un cigarrillo? Tenga —lanzándole el paquete.

Ella lo cogió, lo dejó y dijo:

—No, gracias —controlando la voz.

—Un poco demasiado descuidado, ¿no? ¿No son maneras? Está mal, eso. Pero estoy en mi lugar, ¿ve? Me satisfago a mí mismo.

Arlette le miró con atención. Sí, si él quería, podía fácilmente parecer atractivo. Constitución normal, nada inmenso. Los bíceps abultados y antebrazos tipo Popeye de los antiguos camioneros habían desaparecido con la dirección asistida. Pero se le veía fuerte. Una frente alta y abultada, fresca y bronceada por el aire libre. Cabello castaño rojizo, ondulado; ojos marrón amarillento, vivos e inteligentes y brillantes por la diversión. Bonito bigote y una barbilla larga y afilada. Las grandes manos llenas de señales de los mecánicos. Pantalones caros, manchados, pero nada que en la lavandería no pudieran arreglar. Camisa bien cortada con el cuello largo y puntiagudo, chaleco de imitación de gamuza, reloj de pulsera de astronauta. En este momento fue cuando ella empezó a tener miedo. Cogió despacio el paquete de cigarrillos. Davidoff, elegantes, comprados en Suiza. La ropa interior de hilo fino llegaba a todas partes. Cogió una cerilla y la encendió.

—Este sitio necesita una limpieza.

—Quizá le gustaría quedarse y hacerla —alegre.

—¿Por qué era tan tacaño con Norma? ¿Por qué era tan poco generoso? Habría sido una buena esposa para usted.

—Y usted le dijo que se largara. Y eso hizo. Muy astuta. ¿Le gusta eso?

—¿Qué otra cosa podía hacer? Póngase en su lugar. Le amaba. Usted podía haberla hecho feliz muy fácilmente.

—¿Qué quiere decir, en su lugar? —perplejo de verdad—. Es una mujer. Debería saber cuál es su sitio. Se volvió demasiado confiada, pensó que podría dominarme. Así que la tuve que hacer callar. No sabía francés, no sabía alemán. Bien, eso la mantendrá en casa, impedirá las aventuras. Empezó a querer ir a trabajar. Nada de eso, Nellie —añadió de repente en inglés—. Pequeña golfa.

Arlette no dijo nada. ¿Qué se podía decir que sirviera de algo?

—Y usted la excitó. La incitó. A que me atacara. Como si a mí me importara. No me faltan las tías. Tengo muchas, que suben al camión voluntariamente. Usted no tiene idea de nada. Pero las de su clase me ponen enfermo. Haz huelga, piensan, mantén las piernas cruzadas. Pero nosotros sabemos hacer frente a eso.

—Sí, lo sabemos —dijo Arlette agriamente—. Coge el rifle, pone a Norma contra la pared. Con los niños. Yo le irrito, manda una bala a través del parabrisas. Todo esto es violencia. No la necesita. ¿De qué le sirve?

—A usted le sirvió de lección. Me sorprende que no fuera suficiente. Quizá necesita otra. —La miró con indiferencia, la cabeza ladeada, perfectamente tranquilo, confiando en sí mismo. Las chicas tontas siempre subían a su camión también, sabiendo muy bien lo que les esperaba—. No lo hago tan mal. He tocado muchas buenas piezas en un violín viejo.

—Mi querido Robert —absurdamente: después se preguntó por qué no pensó entonces en la famosa pistola. La había olvidado por completo. Se aclaró la garganta—. No sea ridículo. En primer lugar, puedo soltar el grito más colosal.

—¿Lo haría? —con aire perezoso, disfrutando con la idea, los ojos brillantes—. Encantador. Nadie prestaría atención, por aquí. Sabemos ocuparnos de nuestros asuntos. Norma lo intentó una vez. Pero no dos. —Con algo parecido al pánico Arlette pensó en la horrible historia de Arthur, de la anciana que había sido muerta a palos mientras medio pueblo minero deambulaba por fuera, sin hacer nada por ella.

La cogió completamente por sorpresa. Él había estado sentado recostado en el sofá, sonriendo, con los brazos detrás de la cabeza, relajando todo el cuerpo. Saltó sobre ella como un gato. Los reflejos de un camionero. Con un solo movimiento le inmovilizó las muñecas y la tiró hacia atrás. Le habló en voz baja al oído, divertido.

—Pero no vas a gritar, cariño. Te gustará.

Pequeñas cosas. Pero hablar de un tris…

En primer lugar, él tenía demasiada prisa. En segundo lugar, quería demostrar su fuerza, paralizarla y asustarla con un golpe certero. El tercero era que utilizó la mano derecha. Como ésta estaba en la izquierda de la de ella, él no notó la pistolera, y no entendió lo del cinturón del arma.

Había metido la mano por la cintura de los pantalones y había tirado de ellos. Los botones se rompieron y también el tejido. Pero el cinturón de la pistolera aguantó y le desconcertó. No era la faja elástica normal de las mujeres; ¿qué es? Giró la mano y le bajó los pantalones de un golpe, pero al hacerlo aflojó la presión de la mano izquierda un momento que fue suficiente para que ella, con un tirón frenético, liberara su propia mano derecha y el instinto de arañar se convirtió en un instinto de proteger la pistolera, de no dejar que él la descubriera. Su cuerpo duro estaba contra el suyo, pero él intentaba romper las sólidas hebillas, esperando que un sencillo gancho se abriera, más desconcertado aún, y ella pudo bajar la mano. La mano izquierda de él se la retorció con crueldad, aplastándola contra la boca y la nariz. Su mano derecha penetró debajo del cinturón, le agarró las bragas y las medias y las desgarró, pero la de ella llegó a la pistolera, y el bonito resorte le entregó el arma tal como se suponía que tenía que hacer, y mientras su cuerpo se arqueaba esforzándose por mantenerla aprisionada ella dio un tirón al arma y notó que le golpeaba los músculos del estómago.

El percutor protegido no se le enredó en la lana del jersey. Muy bien. El percutor no estaba protegido.

No disparó. Estuvo eternamente agradecida por esto. Le habría matado, sin duda alguna, y para siempre jamás habría pensado: «Yo le maté». Fin a su carrera, y a todo.

Habría sido muy fácil disparar. Como le habían enseñado, el arma sólo estaba cargada en cinco cámaras; el seguro fuera y el percutor en la vacía.

Él dejó de moverse; ella casi podía oírle pensar «¿qué es esto duro?». Arlette no podía morder o ni siquiera respirar, dio unos golpes fuertes con el arma y notó que él daba un respingo, y la presión sobre la boca se desvió.

—Es un arma, tonto. Te haré pedazos.

Robert se dio cuenta de que era cierto, que lo decía de verdad. Oh, lo decía en serio. Ella tenía un arañazo en el cuello y le salía sangre del labio, que se había lastimado con su propio anillo, y no podía respirar, pero lo jadeó con una voz que no admitía error. Habría disparado porque no podía respirar.

Él la soltó y retrocedió de un salto. Entendía de armas; se quedó quieto. Algunas son cosas incómodas que las mujeres no saben cómo sujetar, pero ésta era sostenida con firmeza, ajustada en la cadera; y una nueve milímetros de cañón corto que te apunta de cerca no es ninguna broma, parece el Ejército Ruso, y te quedas quieto.

Arlette respiró con esfuerzo, se secó el labio herido. Parecía que debajo de su cintura sólo quedaban harapos: estaba en un buen apuro. Se inclinó hacia adelante y sacudió la pistola.

—Atrás. Atrás. Retrocede. —Palpó el enredo que tenía en las rodillas, encontró trozos de pantalón, los subió, se puso de pie, sintiéndose como una estúpida, con aspecto de estúpida, pero no se es tan estúpida cuando el contrincante también lo parece. Él no dijo nada, juzgando mejor no hacerlo. No iba a hacer nada. Ni siquiera se le ocurrió hacerse el duro. Ni se le ocurrió nada en absoluto.

No importaban las bragas; no iba a entretenerse vistiéndose. Intentando controlar la respiración, con un horrible deseo de disparar y ver la bala aplastarle contra la pared como un escarabajo en un charco de sangre y tripas. Llevó aire a sus pulmones, remetió los pantalones rotos bajo el cinturón de la pistolera, sin dejar de apuntarle con la pistola ni un momento.

Dio un portazo al cerrar la puerta de la calle. Allí estaban acostumbrados a los portazos, y un disparo sólo habría sido otro. Bajó la escalera despacio, para poner un pie delante del otro y evitar que aquellas estúpidas piernas no se doblaran y le hicieran caer de narices. Le temblaban los muslos. Llevaba el arma, que todavía aferraba de un modo mecánico, colgando tensa al costado. No se encontró con nadie. Abajo, en el vestíbulo, se acordó de guardar la pistola en su funda. Parecía que tenía las piernas dormidas y se detuvo a frotarlas. Le dolían y le fallaban como las de un esquiador sin práctica.