La tabla de planchar es el ordenador de las chicas. La frase era de Arthur, claro. Arthur era gracioso. Los hombres eran graciosos… Nada de paciencia ahora con los hombres. Y menos con Arthur, excesivamente pesado, inglés y sociológico; más o menos en ese orden.
Al menos era ligeramente gracioso, ya que por supuesto era cierto. La tabla de planchar era una tabla sonora. Le dabas una nota y te devolvía otra, no siempre la misma. Se añadía resonancia.
Una vez en casa, después de aparcar el coche con mal humor y bastante descuido, Arlette brincó un buen rato. Su pequeño limonero le producía placer; lo llevó al cuarto de trabajo y lo dejó en un sitio con buena luz, le dio varias vueltas para conseguir el ángulo adecuado; le daría la vuelta regularmente para que la luz se distribuyera por todos los lados. Iba de un lado a otro con prisa haciendo ruido con los tacones, como una burguesa. Las mujeres de la limpieza siempre son muy generosas con los materiales que ellas no han tenido que pagar. Siempre demasiado barniz en los muebles. Las baldosas siempre huelen a demasiada lejía echada en el cubo. En el retrete tres veces más cantidad de Harpic del que se necesita. La bolsa de papel del aspirador nunca se vacía. Cuando se les dice esto, ponen la cara más cretina y dicen que no saben hacerlo. Y siempre apilan los envases vacíos con hermosa precisión en el armario, sin soñar siquiera en hacer una nota para pedir uno lleno.
Explotar no servía de nada; aún le irritaba más. Revolvió en el congelador y sacó comida que fue dejando airadamente sobre la mesa, esperando que, al final, se le ocurriera algo para la cena. La cesta de la ropa sucia estaba llena, como siempre; separó la ropa blanca de la de color con rabia y la metió en la lavadora. Cuando su estómago empezó a rugir de esa pacífica manera digestiva, se sintió mejor. Sus travesuras ponían frenético a Arthur. Tendría que ser capaz de escribir un poema jocoso al respecto.
No había nada más que pensar. Nada en la cinta del teléfono, nada en el buzón; sólo la factura de la electricidad, cargada como de costumbre con las estimaciones, los gastos fijos —e impuestos sobre ambos— sumados a la lectura del contador y los impuestos totales. Sacó del armario la tabla de planchar. Después de caerse dos veces y colocarse otras dos a la altura errónea —el ordenador también lo hacía— el camello consintió en arrodillarse y ser cargado.
No me gusta planchar, pero me ayuda a pensar.
Arthur, al verla planchar, admirando su eficiencia, comentó con despreocupación que con el ordenador era igual. Escribe mal un programa, dale instrucciones tontas y te desobedecerá. Él lo había hecho muchas veces, acabando por darle una patada y gritando expresiones falócratas mientras esa miserable cosa seguía vomitando papel en la papelera. Él había creado una de sus fantasías sistematizadas, observándola estirar la ropa seca y arrugada (ella le dijo que cogiera dos esquinas y tirara) y doblarla con esmero. Si las tarjetas no están bien perforadas, en un orden equivocado o… no, para ya, dijo Arlette.
Pero si el ordenador «piensa» (tenaz tontería) entonces también lo hace la tabla de planchar. Si empiezas a pensar pondrá en orden fragmentos desarticulados de ideas, recuperará material almacenado en tu memoria y luego perdido, efectuará cálculos. Te dará el resultado en una pieza que de otro modo te habría llevado meses. La mejor manera de lograrlo es no pensar. Ella estaba pensando demasiado. Planchar no es una tarea mecánica. Requiere una inteligencia femenina especial, que los hombres no poseen.
Mis hermanas liberadas… oh, cariño, he dejado de sentir pena por ellas, pobrecitas cosas aturdidas. Hablan de tirar al bebé con el agua de la bañera.
No serviría de nada llevarlo a la policía. Su inteligencia masculina, atiborrada de basura acerca de las reglas de la evidencia, no podría entenderlo.
El llamado artista tiene alguna relación con la floristería, puesto que ésta tiene un cartel suyo en la puerta. La floristería tiene relación con la Taglang Hortícola lo que sea, de quien son buenos clientes. Cualquiera puede ser cliente de alguien. Como Arthur señala.
Ahora me veo a mí misma allí de pie, mirando dentro. Hay un hombre alto, de edad madura y bien vestido, que se cree maravilloso. Con las manos en los bolsillos. Aire de propietario. Por una buena razón: es el propietario. Tenía esa manera especial de mirar a las chicas. Casi seguro que es el mismo hombre —no llegué a verle bien— que vi en Taglang. Por ese Maserati. Una estúpida tontería pero déjalo.
Chicas: una chica, riendo, está clavando una orquídea en el robusto pecho de una buena mujer alemana. La segunda chica está envolviendo una maceta de crisantemos para que una criada los lleve al cementerio el día de Todos los Santos. Papel a rayas, verde manzana, verde oscuro, medallón de oro; elegante.
Dejó la plancha con un golpe y fue a la habitación de trabajo, donde en la papelera… Correcto, Mr. Taglang envolvió mi árbol con un papel igual, por eso me resultaba familiar.
¡Idiota! La floristería es Taglang Enterprises. O, mucho más probable, al revés.
Puede existir conexión entre Taglang y el artista. Estirándolo mucho puede llegar hasta Demazis. De todos modos, lo de Arthur referente a lavar cheques…
Cuando fue al banco a cobrar unos, había comentado el nuevo color. Sí, dijo el agradable Monsieur Bidule, siempre dispuesto a charlar, son nuevos, algo magnético (realmente ella no había escuchado); se puede detectar si algún farsante ha hecho alguna falsificación. De acuerdo. Se pueden falsificar otros muchos documentos. Cosas con bonitos gravados de la República Francesa, o Helvética, o Bundesrepublik. Pero es demasiado fantástico, demasiado sutil, demasiado… «Sólo hay un médico en el mundo que puede salvar a su hijo, y está en Viena». Demasiadas revistas para la mujer. Mataron a Demazis porque sabía mucho porque amenazaba con hablar demasiado. Esto no lo sé, pero lo sé. Él no quería hablar y volvió a hacerlo. Contó demasiadas mentiras y no las suficientes. Estaba demasiado asustado y no lo bastante.
No habría prestado ninguna atención al segundo Michel si el primero no hubiera sido tan reacio a hablar de sí mismo. Habría sido sólo otro falso instructor de esquí de las montañas de New Hampshire que finge un acento austríaco.
Así que no le veas como algo salido de Freddy Forsyth, que lava el visado Israelí de tu pasaporte y, oh, basta ya. Él es tan sólo un personaje que está haciendo demasiado dinero, y ¿cómo? ¿Cómo hace dinero la gente, incluso yo? Actuando de intermediario. Apenas nadie produce nada en realidad, y no ganan un penique con ello. Pero el mundo está atestado, y esto es lo que está mal; gente que hace trampas y gana muchísimo dinero simplemente pasando un artículo de una mano a otra.
¿Como qué? Como las drogas, por ejemplo. Al fin y al cabo, ¿qué te llamó la atención hacia este chico…? ¿Podrías encontrar un contraste mayor entre los dos Michel? Marie-Line, y si ella ve algo en uno ¿qué puede ver en el otro?
Vuelve al principio y supongamos que manipula droga. Él dice que no lo hace y no lo haría porque resulta evidente. Sí, pero eso es una fanfarronada doble. ¿Quién consume droga? Cualquiera que esté de punta con el mundo. Los marginados. ¿Y quiénes son? Antes se suponía que eran los hippies, la pandilla callejera. Tonterías; no tienen dinero, y cualquier droga que no sea un puñado de hojas de marihuana es demasiado cara. Las drogas se venden por una gran cantidad de dinero. Los consumidores, los consumidores que dan beneficios, no son chiquillos como Marie-Line, que no tienen dinero. Son los ricos. Los burgueses, que están bien aislados y protegidos por el dinero. Ellos son los auténticos marginados, si la jerga sociológica sobre la alienación significa algo. No son sospechosos, y si lo fueran, pueden protegerse con grandes sobornos.
Los médicos como Freddy Ulrich, dentistas como Armand Siegel, podrían saber muchísimo más de lo que dicen. No hay labios sellados como los labios de un médico. ¿Por qué dijeron algo? Porque les preocupaba de verdad que Marie-Line fuera utilizada.
Las chicas como Marie-Line se emplean como «contactos». Cuando es posible, para atarlas y tener un medio eficaz de cerrarles la boca les corrompen para que cojan el vicio. Un pequeño vicio, no es necesario mucho dinero para ello. Son las que resultan atrapadas, claro. Las pobres infelices que son halladas en coma en un lavabo público. Para pagarse el vicio, las chicas se prostituyen, los chicos atracan supermercados. La policía arma mucho alboroto. ¿Cuántos hay? Unos cientos. Pero en un país muy rico como Holanda, muy respetable, ¿cuánto dinero secreto sirve para mantener la publicidad lejos de la puerta de uno? Que va a reunirse con el otro dinero secreto.
Arlette sabía algo de esto pero no mucho. Piet no hablaba del tema. Un secreto «profesional». Pero todos los médicos de Europa conocen, y tratan a consumidores de drogas ricos.
Marie-Line no es una prostituta, y no atraca supermercados. Pero puede hacer algunas ventas pequeñas. Por ejemplo, Chez Mauricette. Mientras que un artista, con una clientela burguesa…
Podrían pasarse drogas en una floristería. Pero ella sabía que los que ganan dinero nunca son los que la venden. Si cogen a alguien, siempre es otro. Los «marginados». Figuras folklóricas, corsos en pequeños bares sucios de Marsella. Pagadas con un par de billetes de mil francos para apostar a los caballos. Los marginados reales, los que consumen y los que ganan dinero, viven sin que se sospeche de ellos en la Avenue Foch.
El ordenador había dejado de escupir en la papelera papel bien doblado. La plancha había terminado. Se hizo levantar al camello y regresar a su armario. Arlette fue a tomar un baño. Se hizo un masaje en los dedos de los pies, con mucho Air du Temps en el agua. Cuando se vistió cogió el arma. Mientras pensaba en Michel y Albert y Marie-Line, de repente la tabla de planchar le había dado una sacudida. Referente a aquella divertida mujer llamada Norma.