Arthur se sintió aliviado cuando ella le dijo que no iba a casa, encantado de almorzar fuera, y sólo presentó un interminable argumento acerca de los restaurantes ponzoñosos para turistas que había en la ciudad vieja. Debía de ser muy caro, en realidad; la comida china… bien, de acuerdo en eso, pero le llevaría algún tiempo, debido a la bicicleta. Arlette, a quien le sobraba tiempo, paseó por la Rue des Hallebardes, supuestamente reservada para peatones pero llena aún de camiones de reparto.
La vieja ciudad de Argentoratum, apretada en la vuelta del Ill, se convirtió en Estrasburgo y fue interceptada en el otro lado por el foso fortificado del False Rampart. Ha sido dividido por anchas calles modernas, creando de modo natural un flamante desierto: a la place Kléber, una evidente tapa de cemento de un aparcamiento subterráneo, no le queda ninguna personalidad. Con todo, alrededor de la catedral, mientras los estudiantes, los judíos o los orfebres no reconocen las estrechas calles medievales que llevan sus nombres, las proporciones no han variado mucho. Pequeños montones de metal pintado llamativamente sobre ruedas de goma sustituyen al estercolero doméstico, pero el camino sigue obstruido, preocupando a los Padres de la ciudad. La municipalidad del barrio ha iniciado tímidamente un sector peatonal. Si puede acorazar su modesto corazón para hacer que esto llegue hasta la orilla del río, donde habla con vaguedad de plantar árboles, la vieja ciudad puede volver a la vida. Dolorosa y costosamente. Pero con dedicación… era muy parecido a los chicos a los que Arlette había tenido que reeducar después de desprenderse de la moto. El final del otoño estaba en su máximo esplendor; era un día radiante y cálido, con la temperatura perfecta para haraganear. Había muchos turistas alemanes disfrutando de unas compras con felices marcos fuertes a precios elevados para compensar. Se pueden comprar algunas cosas bonitas en el distrito turista cerca de la Rue de Hallebardes. Casi da la impresión de que se está en la Bahnhofstrasse de Zürich. En un día así, sin paraguas ni abrigos mojados, es como Bay Street de Nassau después de llegar un barco de recreo.
Algo que había visto aquella mañana le llamó la atención. Un coche de extravagante elegancia italiana, de color rojo como los de carreras, con un poco de polvo de las carreteras rurales. El buen cliente de Mr. Taglang. Algún detallista por aquí; claro, la floristería de la esquina. Los turistas no van a comprar muchas flores cortadas; sería un paquete incómodo de llevar o de dejar en un coche caliente. Pero con frecuencia se encaprichan de esa pequeña palmera, o con la idea de cultivar su propio café en el alféizar de la ventana en Wiesbaden. Arlette se paró ante el escaparate, observó a una corpulenta mamá a quien una chica sonriente, con un bonito delantal verde manzana, le colocaba una orquídea malva en el ojal, con muchas risas alegres. Se vendía. Contempló luego las bonitas prendas Carven en la tienda de al lado, sin preocuparse de las etiquetas con los precios. El almuerzo ya era bastante caro en realidad. Ni siquiera se molestó en comprar una rosa para el ojal de Arthur: llevaría aquella horrible chaqueta de pana. Subió presurosa por la Rue des Etudiants, para no llegar tarde. De hecho él ya estaba tomando vino blanco. Con tendencia a mostrarse frívolo y a farfullar acerca del estofado de mariposa; ella puso fin a esto.
—Te he hecho salir porque estoy seria, y esto es serio, y de eso estoy cada vez más convencida. Necesito tu opinión, y tu consejo. —Arthur se puso serio y escuchó con atención; se frotó el pelo, comió mucho y envió al chico a por más té, sin que se le enturbiaran los sentidos.
—Mmm, esto está yendo demasiado lejos como los excéntricos profesores ingleses, que hacen de detectives mientras juegan a esos horribles juegos, Libros Ilegibles y Heroínas Imposibles; me estoy acercando peligrosamente al tópico. Llévalo a la policía.
—Que se mostrará comprensiblemente sarcástica con los detectives. No hay ninguna prueba. Intenta unirlo todo.
—Bueno, se podría decir que la forma más probable de felonía para un tipo como Demazis sería el delito de cuello blanco, trampas con los papeles. Salta a la vista en un negocio como ése, en el que hay montones de facturas, licencias de exportación, trampas de un país a otro. Típico alemán; compran claveles en Niza y los envían a los ingleses, para gran furia de los franceses. Parece una tontería, pero sencillamente hay más dinero en lo de las flores de lo que tú o yo pensamos.
—Ha de ser más fuerte que eso. ¿Y qué relación tiene con este joven artista?
—¿Cómo sabes que hay alguna relación? Sólo porque tiene algunas plantas en su cuarto de estar, eso no significa nada.
—Me ha dicho: ¿ha visto alguno de mis carteles?, y yo he pensado carteles que él había diseñado. Hay esos pequeños para exposiciones, y por supuesto van de una tienda a otra convenciendo a los tenderos de que los peguen en el escaparate. Había uno en la puerta de esa floristería, un dibujo de la Rue de la Bain aux Plantes o lo que sea, esas cosas se ven sin prestarles atención. Me he encontrado aquí casi sin darme cuenta.
—Una conexión bastante floja. Como dices, piden en las tiendas que pongan los carteles de las exposiciones de los pintores.
—Pero si eres artista gráfico, ¿no hay alguna técnica de falsificación de documentos en la que pudieras ser bueno?
—Ahora te sigo. Cómo lavar cheques. No blanquear los fondos, sino literalmente borrar la impresión con ácido o alguna cosa para engañar a la computadora.
—O sólo la tinta. ¿Qué borra el bolígrafo? Y crear cifras nuevas.
—¿Y exprimir el negocio de ese modo? ¿Y quizás estaba a punto de ser pillado y se mató? Parece muy improbable. Y por lo que dices de este Taglang… parece un candidato poco probable para cualquier complicidad.
—Para mí el vínculo de unión de toda esta gente es que tienen mucho dinero. Este chico charlatán, recién salido de la escuela de arte. El estudio está lleno de botellas de champán. Ojalá hubiera echado un vistazo a aquel frigorífico grande.
—Lo consiguió barato de algún ladronzuelo de supermercado.
—Arthur, no me estás tomando en serio.
—No, realmente no. Creo que quizá tú te lo estás tomando demasiado en serio. —Empezó a citar, en un tono de voz especial—: Tipo universitario, cuarenta y tres, divorciado, tierno… no, gentil o quizá sensible… y alegre, con sentido del humor, romántico, que ama la vida intensamente… al máximo, sería lo mejor, no se toma así mismo en serio… ese soy yo.
—¿Qué ocurre? —paciente, consciente de que Arthur estaba tratando de apartarla de un propósito.
—Es un anuncio falso que un tipo puso en la página de contactos del Nouvel Observateur: «Deseo conocer a mujer joven, de veinticinco a treinta y cinco». —Había sacado uno de sus recortes de periódico—, «Inteligente y físico agradable, para hacer de ella una amiga, un camarada, una amante, mientras esperamos mejor aún si los átomos se enganchan. Bobonnes, puñeteras, timoratas, nerviosas, amargadas, abstenerse». Las otras son fáciles, pero ¿cómo traducirías «bobonnes»?
Ella se lo pensó y luego sugirió:
—¿Señoronas?
—No está mal. Como dice el tipo, mientras esperamos mejor. Recibió noventa y ocho respuestas y elaboró un librito con ellas.
—¿Yo soy todo eso? Señorona, tímida, estirada, amargada, oh sí, y puñetera.
—Tú no eres para nada señorona, ni ninguna de esas otras cosas. ¿Liosa? Sí, algunas veces. Como ahora. Mi consejo es que lo dejes. Tienes otros muchos asuntos apropiados. Por cierto, ¿qué hiciste con la mujer lesbiana?
—Le dije que no me interesaba; no soy una agencia matrimonial ni un club de corazones solitarios. Hay una mujer que lo es, y dice que nueve llamadas telefónicas de cada diez son preguntas relativas a sexo en grupo, y ella lo encuentra de lo más desalentador. Yo no voy a desalentarme, por cierto. No creo que el tipo esté distribuyendo drogas, quiero decir que es demasiado evidente, el estudio del artista y disfrazado de esa manera. Es demasiado tópico. Pero ¿cómo se hacen tan ricos?
—De la manera que nosotros seguimos pobres, porque tiene talentos asquerosos que nosotros no tenemos, por cuya razón los encontramos asquerosos. Las mujeres son todas iguales —dijo Arthur con aire triste—. Te invitan a almorzar, te piden consejo, no lo aceptan; lo que quiero saber es ¿pagan el almuerzo?
—Invitación alemana —dijo Arlette en tono desagradable—. Acepta lo que es: Heroínas Ilegibles. Encuentras algo interesante y lo único que dicen es: «Déjalo», como si fueras un perro.
—Te estoy dando un buen consejo —dijo Arthur tranquilo— pero habría debido saber que no lo aceptarías. Eres demasiado obstinada. ¿Adónde vas ahora?
—A casa, a hacer de ama de casa. —¡Hombres! Qué útiles eran…