El estudiante de griego vivía al otro lado del río desde el lycée y el palacio Rohan. En el mismo muelle hay una hilera de pintorescas casas «alsacianas» que aparecen en las postales, han sido restauradas con todo detalle y se están poniendo de moda, como el Marais de París. Pero detrás está el barrio de Sainte-Madeleine, que se extiende hasta el Krutenau y las horribles calles «suizas», húmedas, sin luz y tristes. La iglesia no es nada de lo que se pueda alardear, y tampoco la escuela primaria, ni la escuela comercial adonde las chicas acuden en tropel para convertirse en personal de oficina.
En el centro se encuentra un pequeño rectángulo con árboles; la Place des Orphelins. Las casas son muy viejas, los árboles pocos y decaídos, los coches aparcados casi están pegados unos a otros. Los habitantes, sin embargo, han obtenido una victoria notable. Han obligado a la municipalidad a declararla una zona de no aparcamiento, y ya han ganado un poco de terreno, lo han cercado con cuerdas y están proyectando plantar más árboles, un poco de césped, un poco de paz, unos cuantos bancos donde los viejos puedan sentarse tranquilos. Todo el mundo espera, y Arthur Davidson uno de los que más, que la idea se difunda. Muchas pequeñas plazas como ésta. La idea de recuperar pequeños mercados, talleres artesanales con espacios exteriores para exposición, la antigua vida de calle bajo los plátanos falsos (¿y con naranjos?), podría ser algo encantador. Pero uno espera. Si las islas pudieran extenderse y unirse… ah, esto podría ser aún una ciudad encantadora. La violencia, alimentada por ese espantoso invento que es el automóvil… ah…
Arlette encontró una tienda, pequeña, oscura y que olía, donde se pueden comprar tarjetas de presillas o corchetes, botones, cremalleras, galón o cinta elástica para sujetador. Había una mujer pequeña, oscura y que olía, que la miró con suspicacia, hablaba alsaciano, y accedió sin entusiasmo a hablar en francés. En estos barrios es donde uno se da cuenta de que la ciudad de Estrasburgo no es francesa, igual que no es alemana. ¿Qué ha hecho jamás por nosotros cualquiera de los dos países, aparte de una vaga idea de ganar dinero con el trato, y adquirir un prestigio absurdo por poner un poco más lejos la frontera? Sin embargo, la fertilización cruzada de ambos países es exactamente lo que hace interesante el lugar. Hay algunos a los que les gustaría convertir Alsacia en otra horrible nación-estado.
Michel vivía arriba; de hecho la vieja era su tía.
Estas casas diminutas y torcidas, que parece que un empujón podría derrumbarlas, construidas para enanos, no son muy habitables. Nadie lo sabía mejor que Arlette, que había pasado años en la espantosa Rue de Zürich. Ni calefacción ni saneamiento y techos bajísimos con los que topa continuamente. Los jóvenes de ahora, tan increíblemente altos, resuelven este problema con ingenio. Adoptan las posturas japonesas en el suelo, tiran esas mesas y sillas que la gente que nació antes de la guerra necesita para estar cómoda. ¿Cama?, tonterías: un colchón servirá. ¿No queda espacio en el suelo?, cuélgalo como una jaula de pájaro. Michel había atornillado cosas en las vigas del techo, asegurando planchas con cuerdas, dormía allí arriba entre los geranios.
A menudo no hay ningún mobiliario, y se tumban en el suelo tan felices con un diccionario a un lado y el tocadiscos en el otro. Michel, hábil con el martillo y los clavos en la madera, se había construido sus propios muebles. ¿Quién los quiere comprar hechos? Son espantosos, montados malísimamente y terriblemente caros. A Arlette le ofrecieron la única silla que había, una de lona con un armazón de aluminio que servía de cama de repuesto, por si alguien la necesitaba.
Él tenía la talla de jugador de baloncesto, con el cabello estilo Juana de Arco, un sedoso bigote negro que nunca se había molestado en afeitar, cejas feroces como las de Monsieur Pompidou, gafas de aluminio y ojos Cándidos. Una voz muy suave, una atractiva hospitalidad indiferente.
Las paredes estaban llenas de cuadros. Unos cuantos de los esperados, carteles de Toulouse-Lautrec, muñecas cretenses, encantadoras columnas rotas entre dóricas y jónicas, miniaturas persas del siglo quince, etcétera. También muchas cosas que no se esperaban, gótico, primitivo, flamenco, muy adecuado a esta arquitectura. Él mismo parecía un retrato de Clouet, cuando se quitó las gafas, con una blusa negra de manga larga y cuello alto con bordados plateados. Rostro muy masculino y también femenino, como es frecuente a esta edad, y en conjunto un poco como María Reina de los Escoceses con bigote. Lamentaba no tener cigarrillos: ¿le gustaría tomar una cerveza?
Aquí al menos Arlette no se sentía en desventaja por su falta de experiencia. Había tenido dos hijos, en conjunto con éxito. Incluso el que era introvertido, el difícil, que nunca hablaba, del que su padre se quejaba de que no era posible establecer ningún contacto (pues dijeras lo que dijeras él nunca escuchaba) y que te trataba con afecto negligente, como si fueras un perro encantador pero mentalmente deficiente, no representaba para ella el problema que suponía para los demás. Un hombre siempre era tímido y estaba a la defensiva. Ellos odiaban eso, y ponían cara de aburridos. Ese en particular, cuando se le hablaba de algo serio solía dejar la mandíbula colgando y los ojos se le ponían vidriosos, de manera que papá, que era un monumento de paciencia en todos su tratos profesionales, se irritaba en gran manera.
Había que evitar el tacto torpe. Sólo sirve la verdad, y de la manera más sencilla y escueta posible. Cualquier cosa que huela a gazmoñería, a farsa, a hipocresía o a un motivo ulterior, y ya les has perdido. Michel hizo algunas preguntas. ¿Era de la policía o la asistencia social o del Ministerio de Educación? ¿No? Entonces, ¿algo gubernamental, departamental, municipal? ¿Tampoco? Luego, si podía preguntarlo sin parecer grosero, ¿qué demonios era? ¡La familia! Porque realmente, lo siento, no quería verse mezclado. Oh, ¿había ido sólo por el dinero? Está bien; no veía nada malo en eso. Pero si le pagaban, ella entonces era una especie de embajadora de la familia, ¿no?
—No, ella misma vino a mí. A la familia no le gustó; en realidad, se mostraron hostiles. Una vez convencidos de que yo no trataba de presionarles, entonces se mostraron ansiosos por ayudar. Sin que ella lo supiera. Yo no estoy en una posición fácil: no quiero hacer nada a sus espaldas y no debo abusar de su confianza. He venido a ti porque probablemente eres quien mejor la conoce.
Michel, sentado en el suelo con las piernas cruzadas, la miró, la estudió, repartió una botella de cerveza en dos vasos de mostaza, y se embarcó en una descripción de Marie-Line.
—Une Paumée. —Un pato con una malformación del ala. Emocional, la válvula de seguridad atascada, llena hasta el borde y amenazando con explotar la caldera. Una chica agradable, bonita, afectuosa, y un talento notable para hacer lo que no está bien. A él le había gustado mucho; todavía le gustaba. Tenía algunas cualidades muy buenas. No quería parecer excesivamente escrupuloso, pero ella era una persona que siempre se metía en dificultades. Vulnerable. Contraída, y quién se lo podía reprochar, con aquella maldita familia. Estaría bien si la dejaran un poco sola. No lo harán, y ella sigue tropezando con unas situaciones desastrosas y recibiendo golpes, y hay que darle confianza. No hundirla. La gente la recoge, y luego la deja porque es muy pesada, y esto está mal. Tal vez me considere usted egoísta, o frío, y no me importa si lo hace, pero yo no quería tener una relación sentimental con ella porque es un lío, por mi bien, y por el de ella, porque es muy sensible y le haría mucho mal.
Es bonita y muy atractiva, y una vez me acosté con ella; fue una locura e intenté compensarla, y espero que ella confíe en mí. Bebe y se vuelve temeraria. Drogas, no me sorprendería. Siempre están experimentando con alguna basura. De mí nunca consiguió ninguna.
¿Este otro Michel? ¿Estudiante de arte? He oído hablar de él. Ella también me habló. No me interesa, no me gusta lo que oí. No le gustaba que yo interfiriera en sus asuntos, así que no lo intenté. No serviría de nada. No sé dónde vive; pruebe en Bellas Artes.
Qué bien que tuviera suficiente sensatez para pedir ayuda; la necesita. Y es una persona que vale. No me gustaría verla metida en problemas. Haré lo que pueda por ella, pero tengo mucho trabajo. No es como el bachillerato. Una clase selectiva para una escuela superior; la competencia es dura, sabe; tienes que luchar contra la Familia de Favoritos de Luis el Grande y Enrique Cuarto; las Orquídeas Parisienses.
Arlette pensó que él también valía. Era más capaz de defenderse que la pobre Marie-Line. Él sabía adónde iba. Hizo un par de cálculos falsos. La Escuela de Artes Decorativas estaba en el Krutenau, no estaba lejos; edificio agradable con un bonito jardín. No recibió ninguna ayuda de una cansada secretaria que consideraba a los estudiantes como la peste y que no deberían estar permitidos. Y había demasiados Michel, y todos parecía que no eran o lo demostraron. Pero había un Michel —si me sigue— que se llama Michel de apellido. Jean-Luc Michel. Ya no era estudiante. Había terminado la escuela. Ahora era un artista. Vive en Petite-France, en una de esas casas viejas.
Es la parte más pintoresca de Estrasburgo. Al ingeniero Vauban no le gustaba el río en esta parte y lo envió en diferentes direcciones, para formar un foso alrededor de la ciudad fortificada; río abajo de su hermoso puente hay una presa y un remanso, y calles torcidas a través de la confusión del siglo diecisiete, y los padres de la ciudad están ocupados restaurando una atmósfera nostálgica con pavimentos empedrados y antiguas farolas de gas, y rincones verdes bastante patéticos. Los viejos edificios más destartalados han sido demolidos en favor de pisos extremadamente caros de estilo palomar con el techo inclinado, pero donde están más apretujados y más oscuros y más sucios; allí se encuentran los pobres, que viven apiñados y de una manera sumamente insalubre. Las calles están compuestas de casas de oscura y vieja albañilería, alternado con ventanas atrancadas que se ahogan en un siglo de polvo. La misma palabra «alsacia» parece haber sido inventada para describir estas casas.
Una puerta cedió al empujarla. Losas de piedra, restos de yeso roto, fuertes olores de cocina portuguesa y fuertes voces en lo que no parecía portugués. Podría ser yugoslavo, y también la comida. Una escalera de caracol ascendía. Y ella había acertado: un gran cartel de madera pintada en azul brillante decía J-L. Michel, con una flecha y varias sirenas señalando hacia arriba. En el siguiente rellano estaba otra vez a una escala inferior. En el segundo había una puerta del mismo color ultramarino violento, y «Michel» escrito en letra cursiva. Una tarjeta decía «Adelante; como si estuviera en su casa», en francés, y eso hizo ella.
Inmensa sorpresa. En lugar de la oscuridad, la suciedad y el yeso desgastado hasta mostrar la vieja y húmeda albañilería, era brillante, blanco, bonito. Las paredes habían sido enyesadas hacía poco y encaladas, las viejas vigas de madera cuidadosamente restauradas. Aquí todo era atractivo. El arte, en su mayor parte malo pero no obstante válido, se encontraba presente en cantidad; eso era de esperar, pero los suelos tenían tablas nuevas y había varios árboles altos en macetas. Como Arlette sabía desde aquella mañana, aquellas cosas costaban muchísimo dinero. Una puerta daba a una cocina. También moderna. Baldosas, dos relucientes frigoríficos, una cocina más grande que la de ella. Muchas botellas, manojos de hierbas. No da tanto dinero el arte; el tipo debía haber heredado. Ni rastro del propietario de todo esto; ella reprimió la tentación de robar una botella de champán y unas cuantas chalotas de un manojo y escapar con ello.
—Monsieur Michel —gritó.
—Aquí —le respondió también gritando una robusta voz de barítono. Empujó una original puerta de roble, y la sorpresa aumentó. Dos habitaciones o quizá tres habían sido convertidas en un estrecho pero espléndido estudio que daba al patio interior. Las viejas ventanas habían sido sustituidas, con buen gusto, por otras mucho más grandes. En una mesa grande con dos lámparas de trabajo en equilibrio en los ángulos el artista estaba haciendo cosas con ácido sobre una lámina de cobre. El artista era alto y corpulento, con abundante barba, traje azul tejano, sandalias y un cigarrillo larguísimo.
—Esto resulta más fantástico por lo inesperado —mirando con envidia un limonero cuatro veces más grande que el que le había regalado Mr. Taglang.
Él sonrió con aprobación. Muy bien parecido, y el aspecto encajaba con el aire bohemio: el espeso cabello castaño oscuro se ondulaba de modo natural sobre más de un metro ochenta de cuerpo musculoso, ojos inteligentes y brillantes y una buena frente. A primera vista, de lo más impresionante; casi el joven Augustus John. A la segunda mirada, un poquito demasiado satisfecho consigo mismo.
—Sí, si pudiera hacer algo con esa maldita entrada podría tener aquí una galería. Pero tenemos una exposición permanente, yo y unos cuantos tipos. Y eso es mejor que el espacio de una galería, y los bastardos que te quitan el veinte por ciento o más de todo lo que ganas. ¿Qué puedo hacer por usted? —con aire de estar listo para cualquier cosa.
Arlette sonrió.
—Realmente hoy no estoy en el mercado, pero podría estarlo en otro momento.
—Sólo mirando escaparates, ¿eh? Haga como si estuviera en su casa. Los grabados sueltos de ese montón son baratos de verdad, sólo de tres a setecientos la pieza. Los de la pared, de tres a cinco mil, excepto uno o dos de los grandes. ¿Quiere beber algo? ¿Vino blanco o un kirch?
—No, gracias; echaré un vistazo.
—Claro. No puedo dejar esto, me temo; tengo que seguir unos tiempos determinados.
Los grabados eran muy comerciales; aceptables paisajes de calles de bonitas líneas marcadas. Nada sobre lo que escribir a casa, a mamá, pero que quedaba bien en la pared del cuarto de estar de la burguesía turista alemana, y para eso estaban hechos. Las ciudades vinateras de Alsacia, y los paisajes de colinas del campo que las rodea. Con los olores del ácido se mezclaba el de un caro perfume masculino, como incienso, rociado detrás de las orejas. Las manos eran demasiado blancas. Sólo tenía veintidós o veintitrés años, pero ya tenía experiencia. Otro que sabía adónde iba, y parecía estar en camino sin haber perdido tiempo.
—¿Ha visto alguno de mis carteles? —preguntó.
—Una chica que conozco te mencionó. Marie-Line Siegel.
—Ah, sí. Los amigos del doctor Siegel no compran muchos cuadros, lamento decirlo. Conozco a la chica, claro. En realidad está un poquitín enamorada —con una pequeña carcajada.
—Sí, lo sé.
—¿De veras? ¿Cómo? Ella se lo dijo, supongo. Bueno, no la tome demasiado en serio. No es una gran pasión. No es una menor, pero no me gustaría que su padre entrara aquí y me hiciera una escena. Ella ya es un poco aficionada a hacerlas.
—Oh, no soy ningún emisario; sólo la conozco y me gusta, eso es todo. Me preocupa un poco. Bebe demasiado.
—Ah —indiferente—, nada muy terrible.
—No, pero un poco irresponsable. No tiene madre y es bastante vulnerable.
Variedad de expresiones faciales; virtuoso, ofendido, irritado: las expresiones de «no es asunto mío» y de «aunque lo fuera no querría saber nada».
—Detesto a la gente que hace sermones.
—La excusa invariable de los egoístas y superficiales.
—¿Por qué no me pregunta si me acuesto con ella?
—Una satisfacción para tu vanidad, sin duda.
—Tiene edad para decidir por sí misma. Las personas que moralizan me ponen enfermo.
—Debe ser cierto, ya que eso dicen en Playboy. ¿También le has estado dando drogas? —Él permaneció callado un momento, dando golpecitos con un trapo al trabajo que tenía frente a sí, inclinándose y mirándolo con los ojos entrecerrados, exagerando la concentración que requería.
—Tengo que asegurarme de que todo está neutralizado —parlanchín y relajado—. ¿Ella le ha estado contando estas historias? —secándose las manos y arrojando el trapo a un rincón—. Es totalmente falso. No importa, aunque esa invención maliciosa puede crear problemas. No es de desear que se divulguen historias así, y yo de usted le aconsejaría que no las repitiera. Su palabra no es tan digna de ser creída. Lo que la gente hace no es asunto mío, pero si empieza a imaginar orgías aquí, fumando hierba y con sexo en grupo y porquerías de ésas, ya me contará… La gente siempre cuenta semejantes historias universitarias. Tengo que ganarme la vida y para mí es importante, y, créame, no mezclo el trabajo con el placer. Conozco a muchas de esas chicas que merodean por la escuela de arte, pero le digo con toda franqueza que no me interesan. No quiero decir nada de Marie-Line. Es una chica agradable. Pero les excita frecuentar los estudios, y les excita inventar historias fantásticas. Es mejor que me crea, no hay nada en ellas. He fumado marihuana en ocasiones, quién no lo ha hecho, pero no consumo drogas y aquí no las hay. ¿De acuerdo?
—Perfectamente. Más bien lo estás reconstruyendo, ¿no? He venido a decir que si te preocupas por ella, no la incites a hacer ninguna tontería. Si lo piensas un poco verás que tengo razón; no tiene nada que ver con la moralidad. Dicho esto, encantada de conocerte y buena suerte con el negocio.
—Claro. No tengo nada en contra de usted. Lo siento, sólo es que la gente aquí imagina Dios sabe qué, todo este asunto de caza del vicio, no se para a pensar que un pintor tiene algo mejor que hacer, supongo que soy sensible. Venga otra vez; ¡traiga a sus amigos!
Arlette, cuyo coche estaba aparcado a kilómetros de distancia, caminó hasta la ciudad y se paró a telefonear a Arthur.