Si se sigue la Carretera de Colmar pasado el Meinau, los suburbios tentaculares del sur de Estrasburgo parecen extenderse eternamente en una estrecha carretera congestionada, bloqueada por las luces de tráfico cada treinta segundos. Los aburridos barrios gemelos de Illkirch-Graffenstaden hace tiempo que han abandonado la pretensión de ser pueblos. Los promotores de viviendas que han comprado los últimos campos se muestran muy líricos cuando hablan de la vegetación y del aire del campo a «menos de quince minutos», sin especificar medio de transporte, desde el centro de la ciudad. Muy parecida a las chicas desnudas en la televisión, extasiadas por el nuevo champú que acaban de descubrir.
Arlette no lo entendía.
—¿No es de este lado de donde vendrá la revolución? —preguntó a Arthur, esperanzada—. ¿Cómo pueden seguir tragándose mentiras cada vez más grandes y evidentes? ¿El público está tan atontado, tan embrutecido y anestesiado que simplemente no lo advierte? ¿Cuál es el límite de la credibilidad? ¿Cómo se puede votar a cualquier partido político? ¿Quién está sentado chupando del bote? El límite de la credibilidad hace tiempo que se ha pasado.
Arthur sonrió amablemente. ¡Pobre muchacha! Tenía experiencia en eso; aquí nada de superioridad masculina, por favor.
—Pobre Francia. Ahora incluso les están vendiendo cornflakes.
—Por favor, contesta a la pregunta.
—Hay diecisiete respuestas, todas ellas entrelazadas. El mercado se renueva continuamente; los jóvenes simplones sustituyen a los viejos cínicos. La gente no está más educada; en todo caso, lo está menos. Los niños miran la publicidad porque es más divertida que lo que ocurre el resto del tiempo. Es más imaginativa, técnicamente más inventiva, tonadas y cancioncillas más fáciles. Los redactores creativos no esperan que les tomen en serio. Sólo quieren que recuerdes el nombre del producto mientras caminas indecisa ante los estantes del supermercado, y que lo metas en tu cesta. Los políticos están ahí porque hay un vacío que ninguna otra cosa llena. Habiendo proclamado en una ocasión que el pueblo es soberano y decide, ellos pueden sentarse tranquilos, sabiendo a la perfección que la gente a la que se le ha impedido decidir nada durante todos estos años no va a empezar a hacerlo ahora. ¿Qué más había? Como todo el mundo, antes de llegar al final he olvidado el principio. De todos modos, ¿qué me estás preguntando? Tus pensamientos son tan buenos como los míos.
A mitad de aquella larga carretera Arlette torció a la derecha, dio unos rodeos para evitar otros dos suburbios que le rogaban que fueran a vivir en ellos, atravesó un paso subterráneo de una autopista y fue a parar a Geispolsheim.
Hay dos. Ésta era Geispolsheim-Gare, una estación de ferrocarril en torno a la cual había surgido una colonia de casitas tímidamente rústicas. Cuando sales de aquí, con cierta dificultad, hay una pequeña carretera rural donde puedes ver campos y en los bordes hay manzanos silvestres, de los que se quejan los motoristas. Dos kilómetros más lejos se halla el pueblo de Geispolsheim. Sólo pocos años atrás era tranquilo y agradable, con montones de estiércol en los corrales de las granjas y un campanario con una cigüeña. Los campos se están llenando rápido de bungalows, y el aeropuerto se destaca inquietante… y ruidosamente. Pero todavía hay campos, y una puerta desvencijada, y un cartel que necesita ser pintado de nuevo y que dice: «Empresas Hortícolas Taglang». Una mezcla de invernaderos viejos y sucios; un nuevo invernadero reluciente y grande; un gran rectángulo de cemento con unos pilares mohosos que sobresalen, anunciando uno aún mayor. Las empresas estaban ganando mucho dinero.
Se había pasado retrocedió; entró por donde decía Entrada, y fue a parar a un trozo pantanoso que varios coches hacían más fangoso. Si ganaban tanto dinero, ya podían invertir en unos cuantos camiones de grava, pensó Arlette, cambiándose los zapatos.
Un seto alto, muy bien recortado, y árboles, y un poste indicador que decía Oficina, por aquí; dobló la esquina y encontró un bungalow, muy grande y soberbio, que apestaba a nuevo rico, con el pedazo de Nueva Inglaterra unido al de California-España, piscina, patio, terraza, naranjos en alegres cubas de madera y limonero en enormes macetas de barro, estilo Biot. Ganaban muchísimo dinero. Todo esto en medio de los humildes campos de Geispolsheim, y un Jaguar V6, y un Porche Carrera plateado y también un Maserati rojo como los de carreras italianos.
La oficina era la parte vieja del bungalow, que ahora se había ampliado, la antigua cocina y el cuarto de estar, ahora embellecidos con baldosas italianas y terrazo, y muchas plantas en macetas. Una chica con varios teléfonos le dio los buenos días y dijo que intentaría encontrar a Monsieur Taglang.
Era un hombre ajado y amigable de poco más de cuarenta años; chaqueta deportiva, camisa a cuadros, pantalones de franela y botas de cowboy, con unos modales calmados. Ella contó una historia vaga de relaciones comerciales con Monsieur Demazis, dijo que se había enterado con gran sorpresa de su muerte repentina… había dejado un par de cabos sueltos.
—Aquí también dejó alguno —poniendo cara de fastidio—. Yo soy el técnico; él se ocupaba de la parte financiera. Está todo un poco enredado, sin él, pero salimos adelante. ¿Qué la ha traído aquí, pues?
—Oh, sólo simple curiosidad, supongo. He ido a despedir a alguien al aeropuerto. —Las manos en los bolsillos, las piernas cruzadas, informal; esperaba no estar actuando demasiado. La sencilla verdad no serviría aquí. Mentir no era sencillo, y debía procurar no adornar la historia.
—¿A qué se dedica usted? —Ninguna sospecha. Igual que ella, simple curiosidad.
—Oh, propiedades inmobiliarias. Cualquier negocio es interesante, ¿no le parece? Siempre se echa un vistazo. A usted le va bastante bien… lo digo con admiración.
—Hay que saber encontrar el rincón correcto, especializarse en lo adecuado —con un entusiasmo atractivo—, ¿Le gustaría echar una mirada?
—Mucho, en realidad.
—No trato de hacer un garden-center. En realidad, no me dedico para nada al material de exterior, o casi nada. Siempre me han interesado las plantas de interior. Hay que tener habilidad para ellas. Este mercado apenas está explotado. Debería ver lo que tienen en Holanda: diez veces las variedades que tenemos aquí. Pero nos estamos poniendo al día. Tome un par de plantas básicas, y trabaje variedades ornamentales. Azaleas, por ejemplo, o hibiscus. El tipo de la carretera tiene la mitad del mercado de poinsettia de Europa. La pasión por la ecología nos ayuda. Cultive sus propias plantas, eh, incluso en un piso pequeño. Un grano de café, la parte superior de la piña, el hueso del aguacate. Como la gente vive en unas condiciones espantosas, quiere algo natural, algo bonito. Si se muere, como casi siempre ocurre, se puede reemplazar. Es barato.
—Sí, claro. Yo lo hago, lo entiendo perfectamente. Ha tenido mucha suerte, digo… no podría irle mejor.
Visita relámpago, por un pasillo acristalado, hasta un invernadero, fuera y a otro. Algunos frescos y secos, otros calientes y húmedos. Olores intensos de vegetación. Cantidades de turba y tierras especiales, pilas de macetas pequeñas. Tres o cuatro hombres jóvenes con barba, serios, realizando las pequeñas tareas manuales con diminutas plantas de semillero que eran bañadas con calor y luz especial, mimadas con pulverizadores automáticos, alimentadas con pociones mágicas, convertidas al cabo de seis semanas en unos pequeños arbustos llenos de flores, forzadas todas con hábiles artificios. Gran decepción. Tres semanas más tarde la querida cosita se volvió loca, languideció y murió. Bien, ¿y qué?, volviste y compraste otra. No eran caras. Más baratas que las flores cortadas.
—Fascinante —dijo ella, de corazón—. Venta por correo, casi.
—No, porque son muy frágiles. Pero las repartimos con el camión a todas partes. Alemania, Suiza, a cualquier sitio. Muy complicado. Eso era lo que Albert hacía bien. Tendremos que comprar un ordenador.
—¿Cómo se las arreglan ahora? —preguntó Arlette, comprensiva.
—Ah, antes lo hacía mi esposa —dijo Monsieur Taglang—. Lo dejó hace unos años; para tener familia, sabe. Todavía tenía en la cabeza los hilos principales. Aunque es un trabajo de jornada completa. —Parecía que le gustaba hablar con ella.
¿Por qué no? Gustaba a la gente, les inspiraba confianza. No sólo era una buena oyente. Era una persona feliz, decía Arthur, y eso se notaba. Y una buena persona, añadía. La gente nota esta bondad. Percibe que pueden confiar en ti.
Bah, buena. ¿Qué? Buena como el oro, se dice. ¿El oro vale mucho? ¿No perderá su valor? ¿Es agradable trabajar con él? ¿Dúctil, un buen conductor? ¿Pesado, agradable al tacto y de llevar encima? ¿Cálido y sólido? Una mediocridad dorada, eso es lo que soy.
Tienes inocencia, decía Arthur.
Estoy dispuesta a creer que la gente es buena. Espero no cambiar. ¿Por qué siempre creemos lo peor de todo el mundo? ¿Por qué siempre mostramos suspicacia y desconfianza?
Mr. Taglang era una persona agradable. La gente que son auténticos entusiastas siempre lo son. Un hombre sumergido en su trabajo, que lo ama. Estas plantas son para él más que un medio de ganar dinero. La manera como habla de ellas; eso se nota enseguida.
—¿Qué es esto?
—Camelias. Están en período de reposo. No hay que forzarlas demasiado pronto. Son adorables —acariciando el follaje—. Si quiere verlas en flor, vuelva en enero. Entonces es cuando la gente las necesita más; en febrero, cuando todo está de lo más lúgubre. Y esto son azaleas. Pónticas y japonesas.
—Nunca puedo ver la diferencia.
—Una es caduca; mire, están empezando a salirle las hojas.
—En casi todos los sitios este mes están obsesionados con esos horribles crisantemos.
—Sí, claro, para poner en las tumbas el día de Todos los Santos. Al comercializarse ahora, el trabajo ha terminado. No, no son horribles. Aunque yo no los toco. No se puede hacer todo. Algunas personas se dedican a las plantas bulbosas, los lirios, por ejemplo. Rosas, claveles. Hay sitio para todo el mundo.
—Los limones pequeños son encantadores.
—Uno de mis intereses principales. Lentos y difíciles. Estoy consiguiendo con cierto éxito acelerarlos y miniaturízalos. Un naranjo de tamaño normal es demasiado para la mayoría de la gente. Pero puede tener un pequeño mandarino, de cincuenta centímetros de altura y que da frutos. Se puede hacer lo mismo con los limoneros, incluso con los pomelos. ¿Por qué no?
Y ganar mucho dinero con ello. ¿Por qué no? No hay nada malo en ello.
—Todo este cristal… debe de ser caro. Una gran inversión. Capital de riesgo.
—Sí, la verdad —con aire complacido—. Cuesta una fortuna. Pero hay que arriesgarse.
—¿El banco vio perspectivas favorables?
—El mío sí. —Quizás era la pregunta de más, demasiado ruidosa. O no le gustaba pensar en la hipoteca que tenía pendiente con el banco.
—Me gustaría comprar una de ésas.
—Pero ésas no. Están demasiado inmaduras. Morirían si se las llevara ahora. Le encontraré una natural si quiere. Pero no florecerá hasta la primavera. ¿Demasiado tiempo de espera?
—No, me gusta la espera y la incertidumbre.
—La mayoría de las personas son demasiado impacientes. Lo quieren todo al momento. —Habían regresado al exterior del despacho—. Este lote ha estado fuera todo el verano. Ahora están a punto para entrar. —Una mujer de piel morena, con un vestido de un bonito tono rosado, se veía a través del cristal, le decía a la chica que se fuera, a juzgar por los gestos que hacía. Una camelia en flor. Bonita. Sería la esposa.
—¿Qué le parece ésta? Tiene una forma muy bonita.
—Es encantadora —buscando el monedero.
—Veinte francos. Ah, usted era amiga del pobre Albert. Se la regalo.
—Es usted muy amable. Le echará usted de menos.
—Sí, la verdad. La parte técnica… tienen sus dificultades, sabe, como los animales, necesitan cuidados y atención constantes… Mi esposa se ocupa del embalaje y los envíos. Todo lo que es indispensable para el transporte, Albert se ocupaba de todo eso. Le traeré un poco de papel.
La mujer estaba de pie, mirando a Arlette con curiosidad. No podía verla bien a través del cristal. También había otro hombre, un poco más atrás; no pudo verle la cara. Taglang pasó por allí, con una hoja de papel de envolver verde, del que usan los floristas, y se detuvo para decir algo. Salió con la maceta envuelta.
—Es muy amable —agradecida.
—No es nada. Se la llevaré al coche.
—No habría dicho que hubiera tanto movimiento. —Sólo para decir algo.
—Cielos, sí. Holanda, Inglaterra. Lo de aquí no es suficiente. Y lo otro, la distribución. Los impuestos aduaneros. ¿Esto es suyo?, hermoso. Me gustan estos Lancias.
—Pero usted prefiere un Jaguar —riendo.
—No, no —riendo también—, ése es de mi esposa. ¡Gustos ingleses! El mío es el Porsche. Ya sabe lo que dicen: no es un coche, es una manera de vivir.
—¿Y esto tan espléndido de ahí…? Un Ferrari, ¿no?
—Maserati. Es de un amigo. Socio —bruscamente—. Déjelo tumbado. No lo ponga de pie. Las ramas son frágiles; si se cae se le estropeará la forma. ¿De acuerdo? Encantado de conocerla.
—Ha sido fascinante. Vendré en enero para comprar camelias.
—Bueno. Adiós.
Arlette regresó a la ciudad, pensativa.